Jordi Bernal (Badalona, 1976) es licenciado en Periodismo y Filología Hispánica. Ha trabajado en radio, medios escritos y agencias de comunicación. Ejerció la crítica cinematográfica en la revista especializada Dirigido Por durante más de una década y ha participado en varios libros colectivos sobre cine. Ha publicado en El Mundo, La Vanguardia, Letras Libres, Revista de Libros y Factual, entre otros medios. Actualmente, colabora en Jot Down y en The Objective. Es autor del libro de crónicas periodísticas Viajando con ciutadans (Tentadero 2007, Triacastela 2016) y ahora publica Amores cinéfagos (Jot Down books, 2023), motivo por el que le entrevistamos.
¿Qué son los amores cinéfagos?
Amores cinéfagos es un conjunto de 24 historias, 17 de ellas publicadas en Jot Down pero retocadas para la ocasión, y otras 7 inéditas, sobre parejas formadas en el cine, que tiene como intención reflejar diversos tipos de amor. Las hay de diversa clase y condición. Algunas muy pasionales y otras más plácidas. Las hay sexualmente muy activas y otras menos. Algunas monógamas y otras no tanto. Las hay sanas y algunas tóxicas. De alguna forma, trata de contar la realidad a través de la mitología cinematográfica.
¿Cómo surge la serie?
Leyendo Beberse la vida, de Marcos Ordóñez, que trata del periodo que Ava Gardner pasó en España, recordé la gran historia de la actriz con Sinatra. Años atrás había leído la autobiografía Ava, con su propia voz, y me pareció una mujer muy libre, cachonda y que no se tomaba demasiado en serio a sí misma ni a la vida, y tal vez por eso había sabido exprimirla al máximo. Aquello de: «Porque la verdad, encanto, es que he disfrutado de mi vida. Me lo he pasado en grande». Por otra parte, soy muy fan de la música de Sinatra. Es un artista que sabe cómo interpretar un tema, cómo hacerte partícipe de él y arrastrarte hacia esa atmósfera de soledad, desamor, esperanza o chulería que envuelve sus canciones. No es una persona que me caiga especialmente simpática, prefiero la actitud vital de Dean Martin, pero leyendo el famoso reportaje de Talese, Frank Sinatra está resfriado, y otros perfiles biográficos te das cuenta de que tenía virtudes que valoro, como la generosidad y la lealtad. Luego podía ser un tipo mezquino, inseguro y lleno de paranoias, vengativo, autoritario y caprichoso. Sin embargo, no se escondía en los momentos difíciles y daba la cara. Con Ava tuvo una relación intensísima y tormentosa. Ella la describió muy bien: «Éramos grandiosos en la cama. Los problemas aparecían de camino al bidé». Y me interesó mucho ese tipo de relación en la que el sexo es químicamente puro, insuperable y salvaje, pero en la que la convivencia es un desastre. Se quisieron mucho, y seguramente con nadie más consiguieran esa plenitud sexual y esa complicidad de reírse de todo y de todos, pero eran dos temperamentos volcánicos incapaces de pasar más de veinticuatro horas seguidas sin tirarse los platos a la cabeza.
Así surgió el primer artículo publicado en Jot Down. Luego pensé en otra historia pasionalmente parecida, la de Elizabeth Taylor y Richard Burton. Y a partir de ahí ya fui configurando una serie que abordara el amor desde distintos ángulos, partiendo de parejas que se formaron en el cine. Para ello, me planteé esos artículos como artefactos narrativos. Los hay que se acercan a la estructura del cuento y otros son más parecidos a la crónica de sociedad, en la que se evidencian las costuras del relato a través de citas de otras obras. Me gusta mucho, por ejemplo, cómo James Ellroy integra todo ese material de sucesos y de crónica rosa en sus novelas y el tratamiento humorístico que le da. Tuve en cuenta ese abordaje a veces humorístico que te permite trabajar con cierto material anecdótico. No me interesaba tanto el modelo Hollywood Babilonia de Anger, por poner un ejemplo, como explicar unas historias extraordinarias de manera amena y que, al mismo tiempo, fueran el reflejo ordinario de aquello que nos sucede o puede sucedernos a los demás.
¿Cuál es tu pareja favorita y por qué motivo?
Siento una simpatía especial por Gena Rowlands y John Cassavetes. No solo porque soy admirador del cine de Cassavetes y de los personajes que encarnó Rowlands, sino también porque conformaron una pareja que vivió por y para el cine, como dijo ella en una ocasión. No debió de ser una relación fácil, al tratarse sobre todo de dos personas con un carácter fuerte y porque Cassavetes no era, ni pretendía serlo, un tipo fácil. Pero más allá de sus escapadas del hogar, de sus excesos y de sus defectos, ahí estaba él, regalándole maravillas como Gloria, Noche de estreno, Una mujer bajo la influencia o Corrientes de amor. Me parece una manera maravillosa de resarcirse, de pedir perdón o decir te quiero, por parte de alguien para quien la creación cinematográfica lo fue casi todo. Y ella ha sido siempre leal a su memoria. Ha dejado que fueran las películas de Cassavetes las que hablaran, tal y como quería él. Una vez le preguntaron si en su casa proyectaba aquellas pelis, y ella respondió que no le hacía falta, simplemente cuando sentía la necesidad cerraba los ojos y las visualizaba plano a plano. Espléndido. También me parece admirable la relación entre Woody Allen y Diane Keaton, dos neuróticos que han acabado consolidando una amistad sólida y duradera.
¿Desechaste alguna otra pareja?
Sí, algunas no las incluí porque pensé que no aportaban ninguna novedad al conjunto. Obviamente, cada relación es única, pero me interesaba ofrecer un amplio abanico de tipos de pareja, desde el nacimiento del star system hasta el final del reinado de los grandes estudios y el Nuevo Hollywood, con el fin de reflejar distintas manifestaciones de eso que llamamos amor. Como el título de Carver: ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor? Estuve a punto de incluir una especie de epílogo dedicado al amor narcisista centrado en Marlon Brando, pero al final lo deseché porque pensé que podría romper el equilibrio y el tono del conjunto. Además, el libro se cierra con la relación entre Meryl Streep y John Cazale, una historia emocionalmente intensa y preciosa, aunque triste. Considero que es un buen final, así que me decanté por no tocar más la rosa.
¿Han influido estas relaciones de pareja en las parejas de su generación?
Sin lugar a dudas. Estamos hablando de unas décadas en las que el cine empapaba toda la cultura popular. Ellos tenían la pinta de Clark Gable y ellas se inspiraban en Jean Harlow, por poner un ejemplo. Los comportamientos miméticos no solo se producían en el plano estético, también afectaban a las conductas, las aspiraciones, deseos y ambiciones personales. Hasta mi generación, creo yo, el cine ha sido una de las principales herramientas de educación. En algunos casos de mala educación, pero esa es otra historia. En cualquier caso, el cine como construcción cultural ofrece modelos morales y de comportamiento, así que la manera de amar también está condicionada por las historias que vemos en pantalla y sus protagonistas. En ese aspecto, no son lo mismo las mujeres «empoderadas», por utilizar un término al uso, de los años veinte y treinta, que los modelos más conservadores de vida que la censura impone, sobre todo, a partir de los años cuarenta y la posguerra mundial. De igual forma, los mitos cinematográficos tienen un guion preestablecido que en muchas ocasiones no se ajusta con su realidad. El caso más flagrante es el de actores homosexuales obligados a aparentar una heterosexualidad sin mácula. En el libro, por ejemplo, recojo la relación de Cary Grant y Randolph Scott, una relación basada en la amistad que probablemente tuvo sus momentos de sexo. En este caso, no es lo que más me interesaba reflejar. Me motivaba recrear la hipocresía del momento, la antipática doble moral, el despliegue de los departamentos de publicidad de los estudios para hacerlos pasar por dos grandes mujeriegos y las presiones para que se casaran con mujeres y formaran una familia al uso. Una relación sometida a la presión social. Como en «El último trago» de José Alfredo: «Simplemente la mano nos damos / y después que murmure la gente». Por otra parte, cuando leí la biografía de Marc Eliot sobre Cary Grant, me sorprendió la precisión con la que narraba los encuentros sexuales, dando por hecho meras especulaciones y sin poder confirmarlas. De alguna forma, se trataba de subrayar al máximo la condición homosexual de sus protagonistas, y eso es algo que me irrita un poco. Considero que la sexualidad está por encima de etiquetas y cada cual debe lidiar con sus deseos como buenamente pueda. La obsesión por colectivizar los comportamientos individuales, sobre todo los más íntimos y placenteros, a veces me resulta un tanto exagerada.
El libro se centra en parejas del cine clásico. ¿Te interesan las parejas más actuales por lo que pueden contar de nuestra época?
Pues no tanto, la verdad. Jennifer Lopez y Ben Affleck no me parecen tan interesantes como, por ejemplo, Elizabeth Taylor y Richard Burton. Supongo que habría que buscar modelos en otros ámbitos culturales y de influencia social, puesto que el cine ha dejado de ser el referente principal. El mundo de los influencers, tal vez. Pero no tengo la menor idea. En eso soy un producto analógico, una antigualla del siglo XX.
¿Estamos acabando con el amor romántico?
Bueno, el amor romántico a lo Werther puede llegar a ser bastante patético y neurótico, pero supongo que a algunos nos sigue atrayendo por temperamento y porque, como en el chiste de Woody Allen en Annie Hall, necesitamos los huevos. No sé si está en decadencia. Lo único que parece cierto, según estudios, es que cada vez hacemos menos el amor. El estrés por el trabajo o por no tenerlo, la virtualización de las relaciones, el consumo de pornografía están provocando que cada vez se folle menos. Eso sí que me parece preocupante, porque influye en esta sociedad tan cabreada, que se toma tan en serio a sí misma, depresiva y deshumanizada que hemos creado.
¿Crees que entre un hombre y una mujer —heterosexuales— puede haber una sólida amistad en el tiempo sin pasar por la fase de amantes?
En Cuando Harry encontró a Sally, la peli de Reiner y Ephron, el protagonista sostiene que la relación de amistad entre un hombre y una mujer es imposible porque el sexo siempre acaba interfiriendo en ella. Es decir, el hombre, en algún momento, querrá acostarse con la mujer. Bueno, puede suceder, claro, pero sí que hay relaciones de amistad entre hombres y mujeres sin haber tenido sexo. Faltaría más. En algo, aunque a veces sea de manera imperceptible e incluso parezca que damos pasos atrás, hemos evolucionado desde aquellos tipos de las cavernas. La amistad, por otra parte, es una de las pocas cosas por las que vale la pena seguir en pie en esta bola absurda que da vueltas sobre sí misma de manera desquiciada. Puede llegar a ser más noble, desprendida y menos egoísta que el amor. Y además tiene la ventaja de que no duele tanto. Es cierto que los amigos que se distancian, por múltiples razones, dejan un vacío considerable, pero nada comparable al dolor, casi físico, que producen ciertas rupturas sentimentales. La amistad, aunque sea con el perro, compensa. ¿Qué hace Rick en Casablanca? Empaqueta a Ilsa en el avión y se queda con el cínico y magnífico capitán Renault.
¿Te apetecería escribir otra serie sobre parejas de ficción en el cine? Estoy pensando en Secretos de un matrimonio o La reina de África con Humphrey Bogart y Katharine Hepburn.
No estaría mal. Aunque creo que con Amores cinéfagos ya he cumplido el cupo de relaciones. Ahora mismo me apetecería abordar otras temáticas relacionadas con el cine.
Imagino que las relaciones de directores con actrices también darían para un libro, ¿con cuál de ellas empezarías?
El libro ya incluye algunas relaciones entre directores y actrices: Marlene Dietrich y Joseph von Sternberg, Giulietta Masina y Federico Fellini, Rita Hayworth y Orson Welles, Ingrid Bergman y Roberto Rossellini, los mencionados Rowlands y Cassavetes, y Cybill Shepherd y Peter Bogdanovich. Pero tiene muchas posibilidades. Ahora que te referías a Bergman, pienso en cómo utilizó su relación con Liv Ullman y Bibi Andersson en Persona. Otra podría ser la de Nicholas Ray con Gloria Graham, que también tuvo una relación con un hijo de este. Hay una película que está bastante bien, Las estrellas de cine no mueren en Liverpool, sobre los últimos años de Graham y su romance con un joven actor. La interpreta la espléndida Annette Bening, que a su vez está casada con Warren Beatty. Todo esto tiene muchas posibilidades, ya digo.
El título de los capítulos lo conforma el nombre de cada integrante de la pareja, en el que la mujer siempre aparece primero. ¿Prima el criterio de caballerosidad al alfabético?
Sí, podría decirse que es una cuestión de caballerosidad. Si aún se me permite, prefiero conservar esos detalles.
¿Eres antiwoke? ¿A dónde dirías que nos conduce el wokismo?
Intento ser «anti» pocas cosas. La llamada cultura woke parte de vindicaciones que en muchos casos considero justas pero que están mal canalizadas y expresadas. Es decir, muchos de sus postulados tienen que ver con la igualdad y la justicia social, y deberían expresarse integradas en un discurso de izquierdas que denunciara y ofreciera alternativas viables a dichas injusticias. Pienso que esa atomización del discurso en distintas minorías no beneficia en nada a la izquierda. Luego están sus excesos en el lenguaje y en cierta tendencia censora, pero eso ya pertenece al imperio de la corrección política. A veces el problema es de pura comprensión lectora y de poca capacidad para entender la ironía. Eso sí que me parece un drama: la necesidad de añadirle un monigote sacando la lengua a mensajes de móvil. La pérdida de sentido del humor, de ironía, es aterradora. Cuando se repasa un montón de grandes obras clásicas te das cuenta de que hoy en día no se podrían filmar, porque la corrección política no lo permitiría. Y, claro, frente a ciertos excesos woke tenemos la reacción de la derecha ultramontana que se presenta sin complejos y aprovecha para cuestionar el avance de todo tipo de derechos sociales. Que hablen ellos de «esfuerzo» y «excelencia» tiene gracia. La izquierda debería volver a enarbolar la cultura del esfuerzo y la excelencia, ligada por tradición a la superación de desigualdades de base.
Sabino Méndez, en el prólogo, te define como antidogmático instintivo. En estos tiempos de policorrección, ¿qué precio se paga por ser antidogmático?
El escepticismo es casi una tara de fábrica. Supongo que tengo tendencia a dudar de todo, desde las verdades absolutas hasta de mí mismo, no sé. Tampoco me siento muy cómodo compartiendo trinchera. Me gusta la gente que va por libre y acepta sus contradicciones. Aquello de Whitman: «Contengo multitudes». De ahí que intente evitar en la medida de lo posible las etiquetas colectivas y los «ismos». El precio no sabría decírtelo. Pero, en fin, la vida no es otra cosa que una sucesión de peajes si quieres mantener una mínima independencia de criterio y ser honesto.
También te define como «barcelonés». ¿De qué manera tu ciudad natal ha influido en tu escritura?
Ser barcelonés es una de las pocas señas de identidad colectivas que me parecen confortables. Es una ciudad que se puede recorrer caminando sin dificultad, en la que incluso los más despistados podemos orientarnos sin problema, la gente no es excesivamente simpática ni sociable, aspectos que ayudan a hacer una vida solitaria y con los compromisos sociales justos. Tiene una gran tradición de libertad, en la sexualidad y los estilos de vida. El clima, pese a la humedad, es muy bueno. Se come muy bien. Como decía Juan Marsé, incluso en sus peores momentos Barcelona siempre ha sido una ciudad habitable. Me gusta, además, porque es una ciudad de artesanos en la que no abundan los artistas ni los figurones. A Eduardo Mendoza te lo cruzas viniendo del mercado con las bolsas de la compra. Y eso está muy bien. Ese realismo mediterráneo, esa carencia de poses impostadas: el fular, el dandismo estrafalario, la cosa del artista campanudo, el rollo maldito… aquí todo eso suele ser tomado a coña. En cuanto a la escritura, supongo que el bilingüismo propio de la ciudad influye. En mi caso, que soy catalanohablante, el hecho de escribir en castellano me ayuda a cierto distanciamiento e ironía, aunque hay que reconocer que cuesta más conseguir la naturalidad o la espontaneidad. Suele pasar. Ahí están los casos de grandes como Conrad o Nabokov, que escribían en una lengua que no era la materna y cuya escritura es muy elaborada y compacta.
Imagino que este ser «barcelonés» y «antidogmático» tuvo mucho que ver en tu libro Viajando con ciutadans. ¿Qué te queda de todo aquello?
Viajando con ciutadans, que toma el título de un libro que me encanta, Viajando con los Rolling Stones, de Robert Greenfield, es producto de un encargo. Cubrí la formación del partido político Ciudadanos a través de una serie de crónicas que se publicaron en su web. Me lo pasé muy bien, la verdad. Y me permitió dedicarme a la crónica, uno de los subgéneros periodísticos más interesantes y personales, durante una temporada. Lamentablemente se ha perdido. Casi no hay espacio en los medios para la buena crónica, la literaria, la escrita desde la observación individual. Y es una pena. Ahora todo se graba con el móvil y pocos observan lo que realmente sucede a su alrededor.
Profesionalmente, también te has dedicado a la comunicación y eres un especialista en branded content. ¿Interfiere en tus procesos creativos esa experiencia?
Los contenidos de marca tienen mucho que ver con la escritura periodística, aunque por objetivo están más cerca del marketing y la publicidad. Cumplen su función. Aunque, si coges un periódico, puedes ver que cada vez más noticias responden a intereses de marca, empresariales o políticos, y que están elaborados con informaciones de los gabinetes de comunicación. Y eso no creo que beneficie a la credibilidad del periodismo. En mi caso, no hay interferencias porque tengo claro qué finalidad cumple cada texto y cómo hay que escribirlo. La formación periodística, en cualquier caso, ayuda a la estructuración de un texto, a la ordenación informativa y a la búsqueda de la precisión. Para mí, todos los procesos de escritura son difíciles y costosos, por la sencilla razón de que no tengo facilidad para escribir y, por otra parte, me gusta trabajar los textos. Admiro mucho a los colegas con facilidad para la escritura y que dicen pasárselo bien escribiendo. Yo disfruto el proceso previo al texto, la búsqueda de una historia, la documentación, la ordenación mental de la información y la estructura, pero cuando me siento a teclear, me lo tomo como un trámite necesario y una obligación que hay que cumplir. Como cuando de niño tocaba hacer los deberes. Por eso cuando escribo a menudo preferiría estar jugando ahí fuera. Es decir, preferiría leer, estar viendo una peli o pasear, actividades con las que disfruto realmente.
¿Como escritor te sientes amenazado por la generación de contenidos con inteligencia artificial?
Pues no especialmente. El gran problema de la escritura en este país es la precariedad, como en tantos otros oficios. Aquello de «escribir en España es llorar» de Larra o «no es llorar, es morir» de Cernuda puede entenderse literalmente. Así que todo lo que pueda llegar no me preocupa demasiado.
¿Qué película o libro has descubierto hace poco que te haya sorprendido gratamente? ¿Cuál es la salud de tu capacidad de asombro?
Después de medio año con Amores cinéfagos, en el que casi todo lo que he visto y leído ha sido para escribir el libro, me estoy poniendo al día con las lecturas atrasadas. Cuando terminé el libro, recuperé Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson, que no había visto cuando se estrenó y que me entusiasmó. Pensé que esa historia de tipos raros, de amores de cine y de amor por el cine, de nostalgia por el pasado tratada con humor, tiene mucho que ver, salvando todas las distancias, con lo que había pretendido reflejar en las historias del libro. Más que la capacidad de asombro, mantengo la capacidad de emoción. Ha habido épocas en las que me ha costado encontrar esa emoción, y la sensación no es muy agradable. Pero, por regla general, todavía me emocionan las buenas pelis. A veces puede tratarse solo de un diálogo, un plano o una interpretación que llegan a conmoverme.
¿Has vivido alguna relación de película?
Todas las relaciones tienen su película, sobre todo si eres un peliculero. Las hay que son como superproducciones de Hollywood y otras se quedan en telefilme de sobremesa. Siguiendo con el símil del cine, creo que lo importante en una relación, como en la vida, es interpretar el papel de manera honesta y no comportarse como el malo de la película.