Analógica

Mística de las cadenas de montaje

Ilustración: Sofía Fernández Carrera

Relata Michel Hulin en su libro Mística salvaje cómo es posible acceder a estados alterados de conciencia en las más inesperadas situaciones. El episodio místico no está reservado tan solo a los iluminados. Existe una amplia literatura de empleados en cadenas de montaje atrapados por la experiencia mística en medio de su mecánica labor. La repetición hipnótica de una acción, parte de un engranaje más grande, lleva a dos consecuencias claras. Por un lado, el trabajador desconoce qué está haciendo exactamente y cuál es el valor del cometido que debe repetir a lo largo de su jornada laboral: enajenación. Por otro, el trabajo en cadenas de montaje implica también una noción de ritmo. El cuerpo en la jornada laboral se acompasa a la máquina. Si el empleado debe colocar un tornillo por cada plancha de acero que pasa ante sí, existe una tendencia a adquirir un ritmo en la repetición. Ambas condiciones, enajenación y ritmo, son clave para que se dé una experiencia mística. Así, se han documentado casos de iluminación trascendental en las más remotas fábricas siberianas, comenta Hulin en su libro, entre empleados que caen extasiados al suelo en la observación de Dios por la pura y mecánica repetición de un atornillamiento. Esa sería la mística salvaje. Aquella que ocurre fuera de tradiciones iniciáticas o iglesias, aquella que se da sin códigos de desciframiento y de forma espontánea, no esperada.

Ignoro las motivaciones esenciales que me han llevado a la fascinación por los trenes, las fábricas y las propias cadenas de montaje. Tengo la intuición de que el haber jugado, desde pequeño, a videojuegos relacionados con la construcción de entornos de este tipo ha sido clave para sustentar dicha fascinación.

Mi interés por los así llamados simuladores de construcción y gestión se remonta a la creación del primer Transport Tycoon en 1992 por parte del mítico inventor de videojuegos Chris Sawyer. En 1992 yo tenía siete años. Un amigo de mi padre que se presentaba como «pirata informático» trajo un día a casa un paquete de videojuegos reunidos en disquetes. Me llamó la atención el título Transport Tycoon. Con siete años, mis gustos ya eran arrabaleros y mis tendencias empezaban a solidificarse: como pasaba largas horas inmóvil observando desde la ventana de casa los coches que pasaban por la calle, interesado tanto por su forma como por el hecho mismo de su elegante movimiento sobre la calzada, Transport Tycoon fue el primer videojuego que probé. Desde entonces, podría trazar una línea de títulos afines que acaba en 2015 con el videojuego Cities: Skylines.

Este tipo de videojuegos tienen una serie de características uniformes. En ellos se construyen entramados simbióticos, ya sea ciudades (SimCity, 1989), redes de transporte (Transport Tycoon, 1992) o ciudades inventadas de castores (Timberborn, 2021), entre otros.

En estos juegos, además, existe un componente estético que ha tomado relevancia con los años. El simulador de construcciones de ciudades más potente del momento, Cities: Skylines, funciona en un entorno 3D realista y ha sido pensado para ser mimético y, a su vez, modificable por parte de los jugadores, por lo que no es de extrañar que se utilice incluso en las aulas universitarias de urbanismo.

Un tercer elemento clave de los videojuegos de construcción y gestión es que no suelen tener condición de victoria: el objetivo del juego es que el sistema que construyamos funcione sin que tengamos que actuar como agentes en el mismo. La autosuficiencia del sistema permite que el jugador se centre en el elemento estético. Por este motivo, los hilos relacionados con esta clase de videojuegos tienen una actividad que trasciende el universo gamer. En el hilo de Reddit «r/CitiesSkylines», con más de 479.000 suscriptores, los jugadores comparten capturas de pantalla y vídeos de sus creaciones. Dentro de ese ecosistema, existen algunos creadores de ciudades especialmente destacados. Tal y como se observa en el mundo literario, existe una jerarquía entre los creadores y hay ciudades / mapas mejor valorados que otros desde un punto de vista estético. La pregunta de por qué ninguna institución museística ha elaborado todavía un trabajo consistente acerca de este tipo de creaciones en videojuegos denota su secular decadencia.

Es en estos videojuegos donde nos encontramos de nuevo con las cadenas de montaje. En 2009, Markus «Notch» presentó al mundo Minecraft, un concepto de videojuego que realizaba un tipo de operación conceptual inédita: la idea de mezclar elementos del género de construcción y simulación con elementos de los videojuegos de acción en primera persona. La idea de mezclar a su vez los videojuegos en primera persona con el arquetipo de Robinson Crusoe. En Minecraft el jugador aparece en un mundo virgen, en esencia desnudo, y desde cero debe edificar su plan de supervivencia: talar árboles para obtener madera, fabricar tablones, construir la casa, minar rocas para luego transformarlas en lingotes mediante hornos, etc. Por sus característicos cubos y su rudimentario pero vistoso diseño visual, Minecraft ya destaca como una pieza con valor artístico en sí. Nosotros nos fijamos en él por ser el primer videojuego que incluyó la noción de automatización como mecánica. Esta mecánica se podría resumir en «crear cosas que crean cosas». En Minecraft, a partir de elementos básicos, se han podido construir sistemas de transistores que funcionan como ordenadores. Ordenadores funcionales dentro de un videojuego que funciona en un ordenador.

A partir de Minecraft surgió un subgénero cuyo máximo exponente es Factorio (2013). Creado por el estudio checo Wube Software, encarnamos a un ingeniero que sobrevive a un accidente en un planeta extraterrestre con fauna hostil (que naturalmente nos atacará, añadiendo un elemento de acción / suspense al juego). Lo primero que debemos hacer en este juego es extraer minerales básicos de la tierra con nuestras herramientas manuales. Con estos minerales básicos construimos un horno que nos permite refinar los minerales. Con los minerales refinados podemos obtener aparatos que los transforman en objetos, como por ejemplo tornillos o planchas de hierro. Con los objetos podemos crear otros objetos más sofisticados, combinándolos. En esencia, el jugador acaba construyendo una fábrica automática en la que se extraen recursos, se refinan, se ensamblan en diferentes secuencias en paralelo y finalmente, tras un laberíntico proceso, el jugador puede construir un sofisticado cohete con el que abandonar el planeta y regresar a casa.

La experiencia de este juego es la experiencia misma del capitalismo y sus condiciones. Es una experiencia que pone de relieve el relevante problema de la escasez de recursos. Recuerdo una partida en la que siete taladros mineros consumieron una veta de hierro que abastecía un inverosímil entramado de cintas y máquinas automáticas ensambladoras. Aunque el resto de procesos de producción funcionaran, la caída de una sola materia prima hizo colapsar todo mi sistema. Un elemento clave de Factorio es el cálculo. Es posible que en un momento dado del juego sea necesario aumentar la producción de microchips; por lo que debemos ubicar más taladros en las vetas de cobre y hierro, ampliar los hornos que fabrican planchas e hilo y mejorar o aumentar las ensambladoras. Todo ello implica un cálculo constante de inputs y outputs. Un constante proceso de lucha contra la entropía creciente y constante del sistema. Porque otro elemento clave que se descubre al jugar a Factorio es que todos los procesos de producción son entrópicos: en cada fase de la cadena de producción hay ineficiencias. Todo proceso de optimización carece de fin. Precisamente por eso el proceso de optimización es en sí mismo el juego. Lograr la armonía imposible del sistema produce placer. He pasado muchas horas contemplando al borde de la experiencia mística el funcionamiento automático de los inverosímiles laberintos lógicos, creados en mis más de quinientas horas de juego en Factorio.

Llama la atención que el género de los simuladores de construcción y gestión haya fundado el subnicho de los juegos de optimización de cadenas de montaje en coincidencia con el asentamiento de los smartphones y las redes sociales y la posibilidad de que uno se vuelva producto de sí, en la década del aceleracionismo del capitalismo en la que nos encontramos inmersos. Al jugar a Factorio uno puede encarnar, comprender, interiorizar los flujos básicos que sustentan nuestra economía. Como también llama la atención que Factorio y otras variantes (como por ejemplo el magnífico Satisfactory, o Dyson Sphere Program) cuenten con hilos masivos en Reddit en los que los usuarios comparten sus intrincadas cadenas de producción, así como las métricas de optimización que alcanzan. Sintiendo en conjunto algo así como el placer de observar a una máquina funcionando sola y sin errores ni entropía. Un placer de alguna forma, en mi cabeza, oscuramente perverso para los humanos.


Víctor Balcells es creador multidisciplinar. Autor de Discotecas por fuera (Anagrama, 2022) y del libro de relatos Aprenderé a rezar para lograrlo (2017). Otros oficios que cultiva: investigador, conductor del metro, dibujante y videógrafo urbano. Desde hace años es gamer y publica textos más o menos alucinógenos al respecto en su web.

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