Crónicas en órbita

El «affaire» Roald Dahl

Roald Dahl firma sus obras en una librería infantil de Amsterdam, 1988. / Imagen: Fotocollectie Anefo

Si hay algo que despertó el rechazo unánime de los lectores de gran parte del mundo occidental fue la edición modificada de los libros de Roald Dahl por la filial británica de Penguin Random House, Puffin UK, para adaptarlos a los nuevos y culposos tiempos. Rechazo al que, por razones que no vale aclarar, nos sumamos desde acá. Pero como escandalizarse de las barbaridades ajenas para que nuestras almas bellas queden a salvo resulta casi tan abominable como la censura, intentaremos una lectura del «caso Dahl» desde el corazón mismo de la literatura, un espacio que, una vez más, demuestra los límites de su autonomía ya que, como toda relación social, sufre las tensiones a las que la somete la Historia.

Los libros de este autor galés, que en las últimas décadas se ha convertido en best seller, no escatiman escenas de crueldad, violencia e injusticias y sus pequeños protagonistas resultan la imagen de la vulnerabilidad, como sus pares de los cuentos tradicionales en los que su obra abreva. Pero, a pesar del carácter maravilloso de sus relatos, su incorrección quizás debería caracterizarse como puro realismo, ya que los años pasados en los tenebrosos internados ingleses (como en la escuela pública de Repton, cuyo director, el futuro arzobispo de Canterbury, se destacaba por la crueldad con que aplicaba los castigos físicos) le proveyeron de buena parte del material para sus historias.

Dahl conocía los tormentos que son capaces de infligir los mayores («los padres y los maestros son el enemigo», declaró alguna vez), por lo que sus historias eran un guiño hacia los pequeños lectores, una suerte de conspiración contra el mundo adulto. Una propuesta muy difícil de digerir en tiempos donde los mecanismos de control producen niños que no son otra cosa que el proyecto ideológico de sus padres: niños sobresaturados de protección, pequeños yuppies con celular, agrandaditos que constituyen el futuro ya no de la raza sino de su clase, con padres empeñados en defender la pureza de sus mentes, algo que el departamento de ventas del conglomerado internacional Penguin Random House entendió muy bien.

Por el contrario, el público, especialmente el infantil, disfrutó tanto de sus libros como de las versiones cinematográficas. Su primera publicación para niños fue un relato escrito especialmente para Disney en 1943 que se llamó Los gremlins, sobre unas traviesas criaturas mitológicas que los pilotos de la Royal Air Force (de la cual fue uno de sus miembros durante la Segunda Guerra Mundial) invocaban como explicación a los problemas mecánicos de sus aviones. Pero la popularidad llegó en 1964 con Charlie y la fábrica de chocolate y con ella, las ventas millonarias. Su obra fue traducida a 17 idiomas y fue en el año 1978 cuando encontró en el dibujante Quentin Blake a su verdadero par, capaz de ofrecer con sus ilustraciones una lectura personal y aguda de los personajes, captando su costado perturbador, algo que más adelante haría Tim Burton, otro gran lector de Dahl.

En Las brujas, de 1983 (un verdadero manual para cazadores de hechiceras), el protagonista es convertido en ratón por un congreso de brujas reunidas bajo la apariencia de una sociedad «para la prevención de la crueldad con los niños». El protagonista, de la mano de su sabia y brujófila (sic) abuela, dedicará su corta vida de ratón a desmantelar esta asociación. Los señores Wormwood («gusano de la madera»), padres de la precoz Matilda, expresión del adulto ambicioso y depredador, desprecian a su hija, una auténtica bruja inteligente y vengativa, que decide hacer justicia explotando sus poderes paranormales.

Todos los protagonistas de los relatos maravillosos son los héroes de un único relato, aquel que Vladimir Propp definió como la base morfológica de todos los cuentos maravillosos: el mito. En él encontró una sucesión de funciones idénticas que lo constituyen: una situación inicial de carencia, que da lugar a la salida del héroe en busca de un objeto mágico que le permita reparar el daño sufrido a causa del malvado agresor. El fundamento de la serie es el viaje, que adoptará distintas formas: podrá realizarse en un ascensor de cristal desde la fábrica de Willy Wonka, en una media tejida por la abuela del ratón de Las brujas o a través de la literatura universal, que Matilda emprende de la mano de la bibliotecaria del pueblo, la señora Phelps, una auténtica auxiliadora como señala su nombre.

Si la utilización del objeto mágico permite salir de la pobreza, siempre resplandecerá, mostrará su valor. Los billetes dorados que Willy Wonka reparte en sus chocolates son, como la cornucopia, la fuente de la alimentación eterna, el fin de la miseria para su familia y la entrada a la fábrica que, como la casa de la bruja de Hansel y Gretel, se deja comer desde los cimientos. Dahl entendió muy bien que la forma de lidiar con los miedos es simbolizándolos, que de eso trata la mejor literatura infantil y la razón de ser de los relatos tradicionales. Derivados de los ritos de pasaje y de iniciación, indican de forma simbólica a sus pequeños oyentes y lectores cuál es la batalla que deben librar para alcanzar la madurez, garantizándoles un final feliz. Estos relatos tienen, por otro lado, la capacidad de conectar directamente con el imaginario infantil para el cual los pensamientos y las fantasías tienen el mismo estatuto, son la materia prima de su yo.

Los cuentos de hadas y la literatura maravillosa en general, categoría a la que pertenece la obra de Dahl, son una elaboración fantástica de la realidad tal como el pequeño la ve, y en esto reside su eficacia a través de los siglos. Pero además, operan en un nivel más profundo: proyectan alivio a sus pulsiones. Todos los procesos inconscientes (sus emociones violentas, la fantasía de destruir a los adultos, sus ansiedades sexuales y terrores ancestrales) se hacen mucho más comprensibles mediante imágenes que hablen directa y precisamente a su inconsciente y no mediante explicaciones realistas, ya que para él las exageraciones fantásticas son más reales que cualquier explicación.

Pero la razón siempre prevalece, por lo que la impugnación a la literatura maravillosa tiene una larga historia. Muchos fueron los momentos en que se condenó a estos relatos, primero por mentirosos y supersticiosos, después por crueles y por inmorales. Para los cánones de la Ilustración, la fantasía de los cuentos de hadas, ogros y brujas era incontrolable y debía ser desterrada del mundo infantil. Fue entonces cuando pasaron a la clandestinidad y se refugiaron en las clases populares de donde habían salido y en las ediciones de mala calidad que se vendían por pocos pesos en los mercados para regresar, mucho tiempo después y reformulados, con la cultura de masas.

Ilustraciones de Quentin Blake para una obra de Roald Dahl. / CC BY 2.0

Hoy asistimos a un nuevo embate contra los cuentos de hadas, pero desde una posición biempensante que no difiere demasiado en sus fundamentos de la crítica contenidista de hace tres siglos. Así lo prueban los diferentes experimentos editoriales pergeñados por padres y editores, preocupados por los mensajes que la literatura le estaría dando a sus pequeños herederos.

Son relatos que denuncian la subordinación de los personajes femeninos de los cuentos tradicionales y le oponen la figura de las «antiprincesas», transformándolas en mujeres luchadoras y activistas. Algunos de ellos, desde una perspectiva latinoamericana y popular, eligen a Frida Kahlo, Violeta Parra o Juana Azurduy, como la que impulsa la cooperativa editorial argentina Chirimbote, cuyas editoras decidieron encarar la publicación de estas biografías noveladas para ofrecerles a las chicas, que «solo tenían como referentes a las princesas de Disney», una alternativa más real, que pudiera hacerlas sentir más libres e independientes, ya que los relatos clásicos de caballeros y princesas, sostienen, reafirman el mandato de la mujer en el hogar, cuyo único fin respetable es el de ser madres y amas de casa.

Otro grupo de padres de Argentina, decidido a tomar el toro por las astas, se propuso reversionar los cuentos tradicionales adaptados a los nuevos tiempos y creó el pódcast Cuentos feroces a través de las plataformas YouTube y Spotify, con títulos como «Caperuzota», «Cenigenia», «Chica Sirena» y «Blanquita Nieves», con historias plagadas de personajes muy respetuosos de todas las variantes de la inclusión.

Como «un cuento realista y actual» definen Nunila López y Myriam Cameros, las autoras de La cenicienta que no quería comer perdices, un relato nacido a propuesta de un grupo de mujeres maltratadas en España, que sentían que el final del cuento «y fueron felices y comieron perdices» no las convocaba. Es una historia en la que Cenicienta vuelve a las doce pero del día siguiente y borracha, se rehúsa a usar zapatos de taco y a cocinar perdices para el príncipe porque es vegetariana y descubre que el hada madrina es una voz interior que la impulsa a decir «basta». Y lo que comenzó siendo un proyecto de autoedición terminó formando parte del catálogo de la editorial Planeta.

De España, también, es el proyecto «Érase dos veces», surgido de Verkami, una plataforma web de micromecenazgo, y del impulso militante de un grupo de padres que se propuso bajar línea a la hora de dormir a sus vástagos cuando sintieron que con los cuentos tradicionales le estaban transmitiendo a sus hijas que no podían ser valientes, que el amor romántico las salvaría de cualquier desgracia, que la belleza es imprescindible y que debían ser sumisas y aceptar su destino. Como Caperucita que, en esta ocasión, no temerá a ningún lobo, no se asustará de unos grandes dientes y tomará sus propias decisiones, junto a las reversiones de La sirenita, La bella durmiente y Hansel y Gretel, «tres clásicos cargados de cosas feas, violencia, sexismo y miedo que queremos reescribir», según sus palabras.

O los Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes, otra iniciativa llevada adelante gracias a una plataforma de mecenazgo que llegó a vender un millón de ejemplares y ser traducida a 20 idiomas, con historias inspiradoras y ejemplares que incitan a no perder la confianza y a apostar por la sororidad, más cercanas al manual de autoayuda para mujeres adultas que al imaginario de las pequeñas lectoras al que alude el título.

Y si la corrección política jamás dio buenos frutos en su propio ámbito, en literatura mucho menos. Si hay algo que define a los relatos tradicionales es la capacidad de ofrecer modelos específicos para sublimar los inaceptables impulsos para la conciencia adulta con que los «perversos polimorfos» tienen que lidiar. Si Caperucita no se asusta de los grandes dientes del lobo y está capacitada para tomar sus decisiones, difícilmente tendrá algo para decirle a su pequeño interlocutor, dominado en esa etapa de su vida por el miedo al abandono y por impulsos como la violencia, la maldad, los celos fraternales o los deseos destructivos. Los personajes planos, unívocos de los cuentos de hadas con los cuales resulta fácil la identificación, por el contrario, le permiten proyectar sus preocupaciones emocionales, las mismas que Freud describió en «La novela familiar del neurótico», como las ensoñaciones del hijo adolescente de ser hijo de otros padres más encumbrados. Los personajes del rey y la reina serán, por tanto, disfraces del padre y la madre de los primeros años de la infancia, mientras que el de la madastra o la bruja encubrirá a los padres rechazados y amenazantes de la pubertad y le permitirán sentirse molesto ante el impostor —padre en la adolescencia— sin culpas.

Espejos de la experiencia interna, no de la realidad, los cuentos de hadas no se ubican en un tiempo y espacio real sino en un estado mental infantil en que los deseos son órdenes, y enseñan que a partir del crecimiento se aprenden los límites a nuestros deseos. Embarcan al pequeño lector en un viaje maravilloso para devolverlo a la realidad, mientras que muchas versiones realistas y actualizadas parten de una realidad que no es la suya sino la del adulto, quien decide representarlo pero para transportarlo a ningún lado.

Los relatos maravillosos —auténtico mapa de nuestro inconsciente— responden a las preguntas por la identidad, el origen y la finalidad de todo lo que existe de la misma manera en que el pequeño experimenta el mundo, con los mismos principios de su pensamiento animista, donde no hay división entre objetos y cosas vivas. Al proyectar su espíritu en las cosas —en términos de Piaget, al adaptar la realidad al yo—, no resultará imposible que los hombres se conviertan en animales o que los personajes desaparezcan, como en los espectáculos circenses que tanto fascinan a los pequeños. Y lo que para los adultos no es más que falsa información, mensajes conservadores o discriminadores, para él son sus preocupaciones emocionales.

Editores independientes, junto a padres y madres politizados al calor del movimiento que explotó en las calles y que tiene a las mujeres conduciéndolo, resultan la expresión de un cambio de paradigma en la lectura que de alguna manera se replicó en la decisión editorial más controvertida de los últimos tiempos. Porque, finalmente, lo que la editorial Penguin hizo fue atender los cambios en el consumo que los algoritmos y los focus groups le señalan, según unos parámetros que encuentran exceso de violencia verbal en un mundo donde la crueldad, la violencia y las injusticias someten a la mitad de la población infantil del mundo, cuya vulnerabilidad es una constante en la historia de la humanidad.

Pero los buenos lectores resisten y, llegado este punto, las reacciones no se hicieron esperar: ¿Cómo es posible semejante atropello a nuestros derechos civiles? ¿Qué es eso de traducir un libro a su mismo idioma?, se escucha por ahí. Pero no nos ofusquemos tanto, la historia de la edición demuestra que si hoy seguimos leyendo los clásicos es gracias a las ediciones críticas que traducen el texto de la lengua en la que fue escrita a un estado actual de esa misma lengua, para poder ser comprendida por sus contemporáneos.

«Uno olvida que un libro cambia por el hecho de que no cambia mientras el mundo cambia», dice Pierre Bourdieu que dijo un especialista en China, Levenson. Y sí, cambia todo en este mundo y lo primero, parece, es la lectura, una vez que nuestro «horizonte de expectativas», como bien señaló la Escuela de Constanza en los años 60, ya no es el mismo que tenía el autor del texto al que, por alguna razón, nos seguimos empeñando en leer.

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