Crónicas en órbita

Irene Polo, periodista: la leyenda que un día dejó de contarse

Irene Polo i Roig (1909-1942), fotografiada por Gabriel Casas i Galobardes

En el cementerio de la Chacarita de Buenos Aires, sin lápida y perdida entre tumbas más o menos anónimas, descansa (si es que eso hacen los muertos) Irene Polo: periodista, catalana, republicana. El certificado de defunción dice que murió el 3 de abril de 1942 a los 32 años, pero lo cierto es que había empezado a morir tiempo antes y aquel día tomó la decisión de hacerlo oficial. Definitivo.

Se habló de depresión, de un corazón dos veces roto, de una angustia irremontable frente al mundo. Se buscaron indicios, se revisaron sus cartas, se rastreó el itinerario que la llevó a morir tan lejos de casa. Pero todo eso fue después, muchos años después. Irene Polo fue una estrella fugaz, el resplandor de un momento y luego un silencio opaco, un nombre olvidado, acaso incómodo como para ser recordado en medio de la oscuridad que envolvió a España después de que ella se subiera a un barco para cruzar el océano.

Cataluña, 1931. El futuro está por delante, como debe ser. Son los aires de la Segunda República.

Un corresponsal estadounidense aterriza en aquella Barcelona efervescente y no puede creerlo. Decenas de periódicos circulan durante el día, proclamas y panfletos durante la noche. Hay como un ardor por la palabra escrita: «En una ciudad de un millón de habitantes como es la vuestra, hay, al menos, dos veces más de periódicos que en Nueva York, que tiene siete millones». No solo los lectores están necesitados y ávidos de información sin censura, los más sedientos son los periodistas. Venían acumulando unas ansias contenidas que estallaron junto con las calles y todo derivó en un estilo moderno, descriptivo, ágil, visual, progresista.

Irene Polo había nacido dentro de una familia humilde del barrio de Poble Sec. Su padre, miembro de la guardia civil, murió dejando hijas y mujer. La mayor tomó las riendas con la madre y salió a sostener la casa en cuanto pudo. Trabajaba y leía. Aprendió inglés y francés por su cuenta, leyó a los clásicos y a los contemporáneos, se mezcló con gentes de aquí y allá, trabajó como oficinista, pidió aumento, terminó en la calle y pronto sintió que pasaban demasiadas cosas afuera como para no contarlas. Irene sabía cómo hacerlo. Nadie la había enseñado, nadie la había formado y aun así lo sabía. Sería periodista.

Tenía veintiún años cuando publicó su primer artículo y veintiséis cuando firmó el último. Breve, brillante, vertiginosa, como la Segunda República.

La periodista Irene Polo. / Foto: Gabriel Casas i Galobardes

Si somos capaces de atravesar el olvido inicial, si aguzamos el oído por sobre el silencio, podremos escuchar las voces que se alzaron para rescatar su figura y definirla: «pionera del periodismo contemporáneo», «una mirada única y original», «intrépida reportera», «apasionada y beligerante», «dueña de una prosa incisiva, irónica», «una leyenda del periodismo puro y duro», «cronista de la calle», «maestra de las formas breves», «cultora de un estilo fresco», «innovadora para su época», «un gran instinto y pasión por ir detrás de la noticia», «la mejor periodista de la República».

En poco más de cinco años Irene Polo fue una celebridad del periodismo capaz de embarrar sus zapatos acordonados, de perseguir a un entrevistado durante semanas, de tomar un no y escribir una crónica sobre la imposibilidad, de pasar de un medio a otro y adaptarse con plasticidad felina, de saltar de la moda al deporte, de asomar la nariz en la política, de contar el sabor local y el color de su propio barrio, de hacer escuchar las voces de la calle, de hacer preguntas incómodas y también de las otras, de provocar y denunciar, de coquetear con el feminismo, de compartir paseos por la playa con las estrellas de Hollywood, de infiltrarse entre fascistas para contar una historia. Lo único que necesitaba era su pequeña libreta de notas.

Esa mujer aficionada al nudismo en las playas de Ibiza, a los trajes y a los pantalones en La Rambla, parecía imparable. Capaz de todo. Lo que nadie podía imaginar es lo que pasó aquel 6 de enero de 1936, cuando el diario Última hora la envió hasta Badalona para entrevistar a Margarita Xirgu, esa mujer.

Esa mujer no era como las otras, la amiga y musa del mayor poeta no podía ser una más, el centro sobre el que gravitaba el universo Lorca no era una entre tantas. Era la Xirgu. Irene llegó a esa casa siendo una persona y salió siendo otra.

— Me he enamorado.

Alguien en la redacción del diario creyó haber escuchado su declaración de amor. Alguien dijo que Irene había amenazado a Xirgu con suicidarse si no la contrataba como su asistente. Alguien dijo que esas no eran más que habladurías. Lo único cierto era que la artista más grande del momento emprendería días después una gira por las Américas y había invitado a Irene, a ella, a acompañarla. Pero ¿qué podría hacer durante un viaje tan largo y rodeada de ese glamour? Sabía escribir y eso era suficiente. Margarita dijo que sería su acompañante, secretaria personal y organizadora de la gira. Más de treinta actrices y actores, representantes, maquilladoras, vestuaristas. Habría mucha tarea. Y hasta tendría tiempo de hacer entrevistas a bordo, de seguir escribiendo desde distintos lugares del mundo. Eso imaginaba Irene: aquello no era un cierre de carrera, era una pausa. Tenía dos semanas para preparar un viaje de tres años.

En una fiesta de despedida primero, en el puerto después, el periodismo catalán saludaba a la joven del momento que el 29 de enero de 1936 se embarcó entre la multitud, rodeada de baúles incontables, entre las maletas y los brillos de la compañía teatral de Margarita Xirgu que emprendía su tercera gira americana, esta vez con un repertorio exclusivamente lorquiano. Días y noches en el océano, una semana tras otra. La Habana primero, ciudad de México después, al poco tiempo Federico García Lorca se uniría a la comitiva y seguirían juntos hacia Sudamérica.

Irene Polo junto a Margarita Xirgu. / Imagen: «Els anys americans d’Irene Polo» (Cal Carré, 2022)

Cuba, abril de 1936. Llega telegrama de Federico para Margarita: que espere otro rato, que ha decidido quedarse un tiempo más en España.

México, agosto de 1936. Telegrama para Margarita: han matado a Federico.

Esa noche presenta Yerma sobre el escenario. La actriz cambia una línea en homenaje a su amigo, al hombre al que diez años antes había ayudado a transformar de poeta en dramaturgo y que incluso la había eclipsado.

— ¡Han matado a mi hijo!

Desde bambalinas, Irene mira la escena.

Ha pasado un año desde aquella noche y el tiempo se fue entre una ciudad y otra; los compromisos, la organización y las presentaciones no dejan espacio para nada más, Irene apenas puede soñar con volver a escribir. Extraña Barcelona pero volver es imposible. Su madre y sus hermanas viajan para estar a salvo y con ella. De un lugar a otro y lejos de casa; nada es como lo había imaginado.

1939 era la fecha prevista para la vuelta. La guerra ha terminado y lo que quedó es el horror: volver sería suicida. No solo España, Europa se está volviendo cada vez más estrecha. Apenas se puede respirar en América. La compañía teatral se disuelve, todos quedan dispersos y, lo que es peor, Margarita se instala en Chile e Irene se queda en Buenos Aires.

¿Qué va a hacer la mejor periodista de la República? No conoce a nadie, que la contraten en diarios y revistas argentinos es improbable para una extranjera —un poco roja y un poco lesbiana para la época—, debe mantener a su madre y a su hermana enferma, y entonces empieza a traducir libros del francés para algunas editoriales. Eso tampoco dura mucho y termina trabajando como directora de publicidad en una perfumería. Y así sigue, cada vez más desanimada, con caídas permanentes en pozos de angustia, atenta a los acontecimientos españoles en la prensa, a los perseguidos, a los deportados. Llegan noticias de su querida Margarita: se ha vuelto a casar —con un actor, con un hombre—, no es que piense demasiado en ella, también está Judith, aquella diplomática mexicana que se ha ido con destino a Brasil. No queda casi nada de donde sostenerse. Ni siquiera la escritura. Lo único que pervive de su prosa radiante son algunas líneas, demasiado pocas y perdidas entre el desasosiego, en las cartas que periódicamente envía a su amigo, el pintor Miquel Villà.

No se siente capaz de resistir. Irene está cansada. Escribe el 23 de febrero de 1942:

«Ya has visto que el pobre Zweig se ha matado con su mujer, también cansado de América, seguramente».

El desenlace puede intuirse. No hay adonde ir.

En un pequeño recuadro, el 4 de abril el diario La Nación anuncia su muerte, una muerte. La causa no está determinada.

Tuvo que pasar mucho tiempo para que volviera a hablarse de Irene Polo. En 2003 se compilaron sus trabajos periodísticos en La fascinació del periodisme. Cróniques 1930-1936 (Quaderns Crema), pero sus años porteños seguían siendo un enigma. Glòria Santa-Maria y Pilar Tur salieron a la búsqueda de sus cartas y publicaron Els anys americans d’Irene Polo (Cal Carré) en 2022.

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