Horas críticas

Libros de la semana #109

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

 La muerte de Adonais, de Fernando Valverde (Planeta) 

De que la no ficción narrativa vive un momento insólitamente dulce dan fe libros tan certeros y emocionantes como este: el retrato de los últimos días sobre la tierra de la plana mayor del Romanticismo inglés en su segunda generación. En un plazo de poco más de tres años, entre febrero de 1821 y abril de 1824, murieron John Keats, con 25 años, de tuberculosis, como buena parte de su familia; Percy Bysshe Shelley, con 29 años, ahogado en medio de una imprevista tormenta, en su velero Don Juan; y George Gordon —lord— Byron, con 36 años, de sepsis y fuertes fiebres, con dos litros de sangre menos en el cuerpo y su anhelo de independencia griega sin zanjar aún. Como señala el prefacio a este relato necrológico y vitalista: «Su vida en el precipicio del mundo y de la imaginación es la mayor obra del Romanticismo y una de las más apasionantes y desgarradoras historias jamás contadas». Quien se propone condensarla en estas páginas es Fernando Valverde (Granada, 1980), uno de los poetas jóvenes más relevantes en nuestra lengua, también docente universitario de esta especialidad en el estado norteamericano de Virginia. De hecho, los agradecimientos incluyen una mención a «su magnífica biblioteca», una de las muchas visitadas en sucesivas estancias de investigación a lo largo de un lustro: Oxford, Cambridge, Harvard, pero también Pisa, Torino, la Galleria degli Uffizi en Florencia, el cementerio protestante o la Keats and Shelley House en Roma. Siguiendo sus huellas a través de todos esos lugares, Valverde ha indagado con mirada profunda en «la historia de estos jóvenes poetas que no pudieron ver realizados sus sueños, a los que el mundo trató injustamente y que murieron lejos de su país, donde fueron despreciados». La labor de documentación realizada es encomiable y exuda rigor biográfico, como demuestra la concienzuda bibliografía que le ha servido de base, de sir Sidney Colvin a Amy Lowell, pasando por Richard Holmes, Edward John Trelawny, Edward Dowden o la propia Mary Shelley, testigo excepcional de aquellas existencias tendentes al ímpetu febril de lo literario. Pero si algo resuena precisamente en La muerte de Adonais es la brillante prosa de Valverde, plena de ritmo y capacidad de evocación. Su sensibilidad escritora le posibilita arrojar luz sobre las relaciones entre los tres autores, sus simpatías y recelos, en un cruce de mensajes y testimonios que traduce aquella etapa final en un cautivador diagnóstico del estado de sus respectivas almas. La escalofriante premonición que Keats expresó a su amigo Charles Brown («Últimamente pienso que todos moriremos jóvenes») parece refutarla el autor granadino con una cita de Holmes que sirve también para definir con bastante precisión esta obra imprescindible: «Los muertos siempre pueden ser biograficamente inmortales». Sus obras nunca dejarán de hablarnos.


 Asentir o desestabilizar, de Rafael Chirbes (Altamarea) 

«Lo que sí vemos y padecemos es la presencia, esencia y potencia de señores que fulminan desde altos baldaquinos. Y nos resulta evidente cómo la literatura forma parte de lo histórico, y se nutre al tiempo de las corrientes formales procedentes y de los avatares sociales y políticos de su época. Negar cualquiera de ambas instancias nos parece absurdo y ganas de hablar por hablar y de provocar modas y escándalos rentables. […] Lo que pasa es que la escritura, además, vale». Este artículo publicado en 1977 en el efímero quincenario Saida es uno de los 105 textos de crítica literaria y cultural de Rafael Chirbes (1949-2015) que rescata este magnífico libro con el que la editorial Altamarea estrena su colección Maestrale, en la que también prevé recuperar la mirada de autores como Pasolini, Enzensberger o Vázquez Montalbán. En este Asentir o desestabilizar y de la mano de su editor Álvaro Díaz Ventas, se reúnen escritos aparecidos en medios contraculturales de la Transición entre 1975 y 1980, que con el verbo desacomplejado e insurrecto de un joven Chirbes sirven de retrato nada complaciente de aquel periodo de nuestra historia tan mitificado como, hasta cierto punto, falseado. En riguroso orden cronológico se presenta una enjundiosa serie de críticas y reseñas que van de la relación literatura/cine ejemplificada en la adaptación de Pedro Olea sobre obra de Benito Pérez Galdós, pasando por la política de las traducciones en España y la censura de las obras del mexicano Carlos Fuentes, la voz del poeta Pier Paolo Pasolini como «una de las conciencias más lúcidas y apasionadas de nuestro tiempo», el cartón piedra y los trucos literarios en Philip Roth, la añorada función social de la narrativa, los escritores suicidas como manifestación de lo que Barthes denominó «conciencia infeliz», el soplo de aire fresco de la Zazie de Malle y Queneau, las concesiones a la moda de la novela política en Delibes, etcétera, etcétera. Se complementan esos artículos, además, con cinco entrevistas que Chirbes hizo a Juan y Luis Goytisolo, Alfonso Sastre, Ángel González y Carmen Martín Gaite, respectivamente, además de una excelente introducción del editor que destaca algunos de los leitmotivs del libro. Como la defensa a ultranza de la tradición realista, de Fernando de Rojas a Max Aub, pero también de sus más contemporáneos Juan Marsé, John Dos Passos, Cesare Pavese o Alejo Carpentier, en reacción al viraje que se da hacia lo banal, lo ensimismado y el «subjetivismo individualista» en la Cultura de la Transición. Desde el punto de vista sociopolítico, a esta época la considera Chirbes una «larga traición», mostrándose profundamente desengañado con un progreso democrático muy deudor aún de las estructuras franquistas y atacando el espíritu centrista de medios, como El País, surgidos al calor de cierta nueva intelectualidad desmemoriada. También critica la aplicación de criterios de mercado al mundo cultural, la lógica consumista en la producción de los libros y películas que comenta, atacando por igual a los premios literarios que a autores como Tamames o Semprún. Los textos de Asentir o desestabilizar nos permiten fijar un canon que es, a la vez, puramente chirbesco y contextualizador de un posicionamiento estético-histórico general. Auténticos tesoros interpretativos que muestran su poco conocida faceta de cronista cultural militante y que adelantan el estilo audaz ymordaz, definitivamente lúcido, de su alabada obra posterior, incluyendo el fracaso del proyecto transformador: «¿Para qué hemos leído tanto? ¿En nombre de qué hemos gastado la vida entre libros y nombres de pintores, entre palabras y títulos de películas? ¿Para qué nos ha servido este equipaje cultural?».


 Vidas paralelas, de Phyllis Rose (Gatopardo) 

«Si consiguiésemos suprimir el complejo de Edipo y el matrimonio, ¿qué otra cosa podríamos contar?», se pregunta Roland Barthes en la cita que abre este libro. Las grandes emociones colectivas que a menudo ha deparado esta institución social son las que interesaron a la escritora, crítica y docente estadounidense Phyllis Rose (Nueva York, 1942) cuando hace exactamente 40 años publicó estas Vidas paralelas. Su doble vocación de ensayista y biógrafa —algunas de las figuras a las que retrató fueron Virginia Woolf y Josephine Baker— representan aquí los dos ejes sobre los que transita su relato coral, en el que somete a examen a cinco ilustres parejas de la sociedad victoriana; una elección que basó en su diversidad y en «su interés narrativo intrínseco»: Jane Welsh y Thomas Carlyle (casados entre 1821 y 1866), Effie Gray y John Ruskin (1848-1854), Harriet Taylor y John Stuart Mill (1830-1859), Catherine Hogarth y Charles Dickens (1835-1856), Mary Ann Evans / George Eliot y George Henry Lewes (1854-1878). Explica en el prólogo la autora que quiso mostrar parejas felices y desgraciadas —aunque estas últimas predominan más en el conjunto—, estables e inestables, con hijos y sin ellos, más dominados por el hombre o más por la mujer. Todos los perfiles, eso sí, incluyen a escritores, entre otras razones porque informaron ampliamente sobre sus vidas en cartas, diarios y hasta ficciones, y no tanto por ser más brillantes que el común de los mortales como por ser «menos capaces que la mayoría de vivir cómodamente dentro de los límites de lo convencional». Dando por sentada la vinculación entre política y sexo, Rose quiso, por encima de todo, plantear interrogantes sobre el poder y la igualdad en el marco del matrimonio victoriano, donde «las reglas del juego estaban tal vez más claras que para nosotros». La autora, que defiende el chismorreo como antesala de la investigación moral, admite que pese a abordar su punzante estudio desde el escepticismo feminista acerca de la retórica del amor romántico, lo acabó «con un respeto apabullante por la durabilidad de la pareja», aunque también «más convencida que nunca de que el ideal patriarcal del matrimonio es estéril». No obstante, es curioso comprobar cómo entonces, al igual que ahora, se le concedía bastante importancia a las relaciones afectivas y que existen más semejanzas que diferencias entre los matrimonios del XIX y del XX. Incluso del XXI: este clásico de culto no ha dejado de cautivar a escritoras tan dispares y dotadas como Nora Ephron, Leila Slimani o Jia Tolentino. Por algo será.


 El mito del hombre lobo, de Roger Bartra (Anagrama) 

Bastante sabemos, por la fascinación que su mito ha ejercido en la cultura popular, sobre la genealogía de un monstruo con tanto de humano como el vampiro, pero mucho menos familiar es el del hombre lobo. Por eso sorprenderá a no pocos lectores este ensayo que ofrece una visión panorámica de la evolución cultural de la licantropía y una disección antropológica de los rasgos que caracterizan a este ser de leyenda. Nada menos que a la Epopeya de Gilgamesh —en torno al 2500-2000 a. C.— se remonta la primera mención de un hombre convertido en lobo, y un par de siglos más tarde tanto Heródoto como Platón evocarán igualmente su figura. Señala en su introducción el prestigioso antropólogo y sociólogo Roger Bartra (Ciudad de México, 1942), habitual investigador del mito del salvaje, que el del hombre lobo es una de sus expresiones, junto a sátiros, centauros, ninfas, silfos, geeks y los citados monstruos clásicos; pero también identifica su especificidad, lo que los hace especiales, más allá de su singular capacidad de metamorfosis: el hecho de haber sido «más manipulados y contaminados por los mitos cristianos sobre el demonio». De este modo, su figura ha llegado a encarnar muchos de los males humanos de destrucción y guerra, de muerte y crueldad, asociándolos con una supuesta animalidad. El autor mexicano reintroduce esta cuestión en torno al mito en el pensamiento contemporáneo, a la vez que rinde tributo a toda una tradición narrativa que lo ha situado en «paisajes desconocidos e inquietantes» literaria e históricamente hablando. El mito del hombre lobo emprende «una aventura intelectual detectivesca para rastrear la conexión entre el mito antiguo y sus manifestaciones posteriores», recorriendo este enigma milenario desde su origen en la antigüedad grecolatina, que por supuesto incluye Las metamorfosis de Ovidio pero también la consolidación en El Satiricón de Petronio; los penitenciarios medievales como el del teólogo germánico Regino de Prüm o los lais de Marie de France, que inaugura la tendencia del licántropo «noble», aunque no mucho después empezará a emerger su carácter lunático y satánico; el Malles maleficarum del inquisidor alemán Heinrich Kramer, que lo asocia a la brujería, y su cristalización en el Dialogue de la lycanthropie del monje franciscano Claude Prieur, siguiendo con la encarnación en personas reales que serían juzgadas por esa condición; la melancolía que parte de Avicena y llega a Cervantes en su Persiles y Segismunda; las múltiples leyendas en las culturas célticas, nórdicas, germánicas y eslavas, que consagran a los belicosos berserker; el folklore europeo de los siglos XIX y XX, recogido por especialistas como Merili Metsvahi, quien centra el foco en la mujer loba, o Willem de Blécourt, en la amplia tradición flamenca; el declive del mito y su posterior renacimiento gracias al cine, con más de 150 películas que lo tendrán como personaje central desde 1935, incluyendo las de El Santo y sus «licántropos machos agresivos». La conclusión principal del ameno y concienzudo estudio de Bartra es la inexplicabilidad del mito del hombre lobo, al tiempo que su potencial reflexivo sobre el origen de lo malévolo y su relación con el instinto o la civilización. Citando a Amos Oz, recuerda el autor que «es difícil definir el bien, pero el mal desprende un olor inconfundible». Este libro es el rastro de ese olor.

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