Adelanto editorial

Metasandman: por qué Sandman (y por qué desde la Metafísica)

Ana Rosa Gómez Rosal, autora de Metasandman. Foto @imparsifal

Hace mucho, mucho tiempo, un joven francés de veintidós años se encontró aislado en Alemania, debido a una tormenta de nieve. Incapaz de retornar a su puesto de mercenario, y sin más entretenimiento que el ofrecido por el crepitar de una estufa aledaña, nuestro hombre soñó tres veces esa noche. Soñó que lo acechaban fantasmas, y que el viento lo castigaba solamente a él de entre todos los humanos, que a sus conocidos no les dificultaba el paso, y que uno de ellos se le acercó para darle un melón. Soñó que lo despertaba un trueno, y que la habitación se prendía entre chisporroteos de fuego. Soñó que tenía un diccionario y una antología poética llamada Corpus poetarum y que, abriendo este, la página le preguntó: «Quod vitae sectabor iter?», y él sabía que la traducción era «¿qué camino elegiré para mi vida?», y que se trataba de un poema de un señor llamado Ausonio. Luego, un desconocido le hacía entrega de una nota, con un simple y enigmático «Est et non» («Sí y no», o «es y no») y él, sin abandonar el sueño, reflexiona sobre el significado de aquello.

Una vez en vela nuestro soñador —que respondía al nombre de René Descartes—, interpreta que ese último episodio no ha sido solamente un sueño, sino una experiencia casi mística, una señal, una revelación: que su camino era el de la filosofía y su objetivo crear un método que permitiera distinguir lo que sí es verdadero de lo que no lo es. Podrían ustedes pensar ahora, en caso de no conocer la historia, que el jovencito René fue un entusiasta de la complejidad que alberga el mundo de los sueños, como dos siglos más tarde lo fuese un tal Sigmund Freud, pero nada más lejos de la realidad.

Asustado ante la imposibilidad de discernir a ciencia cierta cuándo se encuentra dormido y cuándo despierto, se encomienda a la todopoderosa razón, pone a un lado al Dios cristiano para no manchar su presunto estatuto de absoluta bondad (podemos intuir que, también, por amor a conservar su cuello), y carga las culpas del desconcierto y la falibilidad de los sentidos a un espíritu maligno. Geniecillo, le llama a veces, «no menos astuto y burlador que poderoso, [que] ha puesto su industria toda en engañarme»[1]. Engaña, por supuesto, principalmente por el sueño, donde las formas y los hechos pueden resultarnos de una verosimilitud pasmosa y, sin embargo, no ser ciertas.

Apreciarán mejor el grado de ingratitud que maneja Descartes con los sueños si nos retrotraemos otros tantos siglos atrás para atender al relato mitológico de Morfeo: según cuentan las malas lenguas, el dios del sueño fue fulminado por Zeus tras usar su poder para revelar información reservada al mundo despierto. Concretamente, nos referimos a haberle notificado la muerte de Ceix a su esposa Alcíone.

Obviamente nosotros no estamos en absoluto conformes con esa versión de la historia, es decir, con que Morfeo muriese hace eones; ni tampoco con la displicencia con que Descartes atribuyó cierto grado de falsedad a los sueños. Pero sirvan estas dos referencias para ir anticipando las dificultades que enfrenta (y enfrentará) el sueño, como concepto, y Sueño, como representación antropomórfica: ni los dioses ni los humanos parecen estar nunca conformes con lo que hace y da.

No ha de extrañarnos. El sueño es, idiosincrásicamente, un agente misterioso, ubicado en tierra de nadie. A medio camino entre la vida y la muerte, entre el ser y la nada, entre la conciencia y la inconsciencia, entre la realidad y la ficción. Y, para colmo, polisémico. Hay que estar muy pendientes para diferenciar si, cuando nos hablan de sueños, se refieren a algo ya pasado, experimentado en ese lapso en que ponemos en suspenso la linealidad de nuestra vida, o si son proyecciones al futuro de anhelos todavía por cumplir, quizás inalcanzables. También al sueño se le dice de muchas formas, como a dios, según qué religión, o al ser, según Aristóteles. Sus representaciones y custodios no podían ser menos: Hipnos, Oniro/s, Morfeo, Fobetor, Sandman, Mos Ene, Ole Lukøje, Klaas Vaak…

Entonces, ¿por qué, de entre todos, Sandman?

Por una cuestión de cercanía cultural. Porque, gracias a Neil Gaiman, nos es más cercano que las otras representaciones y porque, debido al contexto en el que se integra, nos permite indagar en los retos de la contemporaneidad, pero también en esos grandes temas de la historia universal. A través de la novela gráfica podemos ver, por ejemplo, el sueño de querer conquistar, o al menos poder describir, qué es la existencia y cuál es su sentido. Que para este fin se ha tenido que acudir a agentes externos que nos ayuden a dar cohesión a las existencias particulares. Dioses, mitos y leyendas, conceptos… Teología, literatura, filosofía. Que esta trinidad no es una mesa de tres patas y que pocas veces están en equilibrio. Que hay épocas en las que la religión ha sido el pilar fundamental, y otras en las que aparentemente está en segundo o tercer plano, como el dios cristiano, que parece evaporarse en los momentos de crisis radical —pregunten a los que vivieron el terremoto de Lisboa—, pero también en los de radical abundancia. Que el hueco que deja suele ser rápidamente llenado con otro símbolo, otro agente, otro sucedáneo de la divinidad. Y que Sandman está ahí, en medio del silencio de dios. Que no es un héroe, porque, como su antecesor cultural, no necesita serlo, porque el héroe lo es a condición de volverse medio para salvar a otros, y él es fin en sí mismo. Pero todo esto ya tendremos ocasión de analizarlo más adelante.

Nos interesa, entonces, por lo que representa y porque nos da la oportunidad de pensar sobre lo actual desde una perspectiva que tiende a lo eterno. Aún más: porque el cómic se centra en la vida de lo(s) Eterno(s).

Lo eterno ha sido, desde tiempos inmemoriales, una noción que ha provocado la curiosidad de los seres humanos, por constituir lo contrario de lo que somos, por alejarnos de la nada: si algo existe eternamente es imposible que se dé el vacío absoluto. Es una idea que, de algún modo, nos salva y nos hace sentir parte de algo más grande, trascendente, acompañados en un espacio organizado por fuerzas racionales susceptibles de ser conocidas.

Aristóteles —filósofo que nos va a acompañar en no pocas ocasiones— definió los entes eternos como «anteriores a las cosas corruptibles»[2], sin elementos materiales que lo constituyan, «sino que su sujeto es la entidad»[3], que «nada hay en ellas de violento o antinatural»[4], y en las que «no hay mal alguno, ni error ni corrupción (pues también la corrupción es un mal»[5]. Esto último está por ver si se cumple en la actualización de los Eternos que tenemos por delante, pero el resto de las cualidades ya les avanzamos que sí, que cien por cien sí.

Dice también el fundador de la escuela peripatética que

Por lo demás, es correcto que la filosofía se denomine «Ciencia de la Verdad». En efecto, el fin de la ciencia teorética es la verdad, mientras que el de la práctica es la obra. Y los prácticos, si bien tienen en cuenta cómo son las cosas, no consideran lo eterno <que hay en éstas>, sino aspectos relativos y referidos a la ocasión presente. Por otra parte, no conocemos la verdad si no conocemos la causa. […] Por consiguiente, verdadera es, en grado sumo, la causa de que sean verdaderas las cosas posteriores <a ella>. Y de ahí que, necesariamente, son eternamente verdaderos en grado sumo los principios de las cosas que eternamente son.[6]

¿Les resulta paradójico que introduzcamos la verdad para hablar del Señor de los Sueños, el rey de las fabulaciones? También Aristóteles tiene respuesta para esto:

“Falso” se dice. […] [de] todas aquellas cosas que, siendo ciertamente cosas que son, por naturaleza aparecen, o no como son, o no lo que son. (Así, las siluetas y los sueños: son algo, desde luego, pero no aquello cuya imagen provocan.) Así, pues, las cosas se llaman falsas, bien porque ellas mismas no son, bien porque producen la imagen de algo que no es.[7]

Es decir, que será menester separar el grano de la paja: el contenido de lo soñado del Hacedor de los sueños; el acto de soñar de la interpretación que demos a las imágenes que por allí desfilan; la filosofía del psicoanálisis freudiano; y así…

Si aún tras lo anterior se preguntan por qué desde la metafísica, les dejamos la respuesta simplificada: el hecho de antropomorfizar un concepto eterno (y de lo eterno) es, ya de por sí, bastante metafísico, porque apunta a lo que está más allá de lo tangible, lo que atraviesa la realidad, para llegar a su tuétano. Y más en lo que refiere al sueño, que es territorio de lo abstracto (con lo que nos gusta a los metafísicos la abstracción), de una forma de ser y existir de otro modo, distinta de lo plenamente consciente y de las imposiciones de la vida material.

En Sandman, y en este libro, tenemos la oportunidad de codearnos de tú a tú con esos primeros principios de las cosas que eternamente son. Puede que comprendiendo a estos, lleguemos a entender mejor lo que nos rodea y nos atraviesa.

Nuestro sueño es que sea así. Que Sandman nos asista.

Este artículo corresponde al capítulo 0 del libro Metsandman de Ana Rosa Gómez Rosal que se puede adquirir en librerías y en nuestra tienda online.

[1] R. Descartes, Meditaciones metafísicas, “Meditación primera”.

[2] Aristóteles, Metafísica, IX, 8, 1050b5-10. Manejamos la edición de Gredos, Barcelona, 2014, p. 389. Traducción realizada por Tomás Calvo Martínez.

[3] Ibid., VIII, 4, 1044b5-10. P. 359.

[4] Ibid., V ,5, 1015b15. P. 221.

[5] Ibid., IX, 9, 1051a20. P. 392.

[6] Ibid., II, 1, 993b15-25. P. 126.

[7] Ibid., V, 29, 1024b15-25. P. 264.

Un comentario

  1. Esther Benzaquen

    Todo esto del contenido de los sueños podría corresponder a lo que Jung denominaba «arquetipos».

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