Horas críticas

Hacia abajo, hacia dentro

Reseña de «El fondo del puerto», de Joseph Mitchell

A los recién llegados a Nueva York les delata un gesto característico: todos deambulan mirando hacia arriba. Se necesita algún tiempo para percatarse de que lo que sucede en la acera, al nivel de los ojos, es mucho más interesante que esas cumbres de cristal y acero que pespuntean su skyline. A medida que la mirada se va afinando, se descubre que lo mejor de la ciudad vive agazapado en los detalles, invisibles al observador distraído o hipnotizado por los rascacielos.

Joseph Mitchell (Carolina del Norte, 1908 – Nueva York, 1996) siempre supo dónde quería mirar: hacia abajo, hacia dentro. Hasta el fondo del mar. Según explica en las primeras líneas de este libro, una recopilación de seis de sus artículos para The New Yorker, su mejor manera para remontar días malos y espantar pensamientos funestos era dejarse caer por los muelles a primera hora de la mañana, cuando la pesca es desembarcada para abastecer los mercados. Esa familiaridad con los ambientes portuarios le llevó a conocer a muchos trabajadores del sector, que a su vez le revelaron los secretos de un mundo asombroso.

El observador minucioso se alía con el narrador ágil y chispeante para compartir esos secretos con el lector. Mitchell es cualquier cosa menos un paracaidista, ese tipo de cronista que aterriza en un lugar, intercambia cuatro palabras, garrapatea algunas notas y se marcha para contarlo. Los textos del autor de El fondo del puerto son el resultado de la práctica cotidiana y de una amistad consolidada con los personajes que protagonizan las distintas peripecias.

La primera de ellas, «En el viejo hotel», gira en torno a Sloppy Louie’s, el pequeño restaurante que regenta un buen amigo de Mitchell, y donde este desayuna a menudo. El relato de la cotidianidad en el local deviene en una pequeña aventura cuando el propietario y el narrador deciden averiguar qué hay en los pisos superiores del edificio, que han permanecido cerrados durante años. Y la aventura queda plasmada en una obra maestra del reportaje.

El segundo artículo, que da título al volumen, está dedicado al cultivo de ostras. Mitchell demuestra saberlo todo al respecto, no solo sobre las diferentes especies, técnicas de cría, emplazamientos y embarcaciones habituales, sino también sobre la historia de esta práctica. Sin embargo, no fía sus escritos únicamente a la solidez de sus enciclopédicos conocimientos, sino que pone el foco en la experiencia con las personas: una sopa de ostras compartida con un veterano pescador depara una conversación sencillamente deliciosa.

No menos prolijas son sus descripciones de la población de roedores de Nueva York —hoy en niveles de plaga— en «Treinta y dos ratas de Casablanca». Una vez más, el alarde de erudición acaba llevando al lector hacia el relato hondo, la anécdota sabrosa y la confidencia, en este caso para descubrir si cierto buque francés procedente de Marruecos había o no transportado a una colonia de esos infecciosos animalitos.

No es empresa fácil mantener el nivel de estas tres primeras entregas, pero lo cierto es que a Mitchell no le abandonan en ningún momento sus mejores cualidades, ya sea paseando por los viejos cementerios de Staten Island, embarcándose en un barco de arrastre, visitando la ribera del río Hudson o aprendiendo las artes de pesca del sábalo en las Palisades. Más de dos décadas antes de que Tom Wolfe patentara el llamado Nuevo periodismo, Mitchell ya está poniendo en práctica muchos de sus postulados, incluso en el sentido literal de inmersión en el escenario y en los hechos. Literatura transformadora, que no solo ilustra la ciudad a la manera de ese subgénero que podríamos llamar historias de Nueva York —con cultivadores tan prestigiosos como E. B. White, Brendan Behan o Paul Morand, entre muchos otros—, sino que cambia para siempre nuestra forma de mirarla.

El periodista es testigo de un momento de apogeo del puerto neoyorquino, entre la mitad de los años 40 y los últimos años 50. No puede sospechar que en pocos años el mundo que describe será demolido, barrido por la incesante metamorfosis de la ciudad, y sin embargo hay algo de elegíaco, una especie de nostalgia anticipada, en cada una de las líneas que escribe. Un mundo no solo hecho de cosas y personas, sino también de palabras, a las que Mitchell dedica un mimo especial, como si cada una fuera —y en efecto lo son— criaturas amenazadas de extinción. Pero tal vez solo queden ellas, parece decirse, cuando todo lo demás sea polvo y ceniza.

Al mismo tiempo, nos recuerda que hay cosas que no cambian: el lector de hoy sonreirá también al comprobar que, ya hace 50 años, la gente rezongaba por los mismos motivos que hoy, ya sea la falta de sabor de los tomates del mercado, el hecho de que los jóvenes sean físicamente más fuertes pero menos resistentes que sus padres o la amenaza de la contaminación «o de algo mil veces peor», como teme el señor Poole, pelirrojo y barrigón patrón de barco. En las palabras de este personaje bahiano se condensa toda una filosofía neoquorkina de larga tradición y plena vigencia:

—A veces voy andando por la calle —insistió Poole— y me pregunto cómo es posible que la gente no se detenga, levante la cabeza y se ponga a aullar.

—¿Y eso por qué?

—Por el disparate diabólico de todo lo que nos rodea —dijo Poole—. Por eso.

 


 EL FONDO DEL PUERTO 
Joseph Mitchell
Traducción de Álex Gibert
Prólogo de Lucy Sante
ANAGRAMA
(Barcelona, 2023)
248 páginas
19,90€

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