¿De qué hablamos cuando hablamos de italo disco? Brillos cegadores, animal print, torsos desnudos y guitarras que jamás se tocan de verdad. El italo disco es un género en decadencia por definición. Siguiendo la estela de purpurina de un tal Giovanni Giorgio Moroder —puedes llamarlo Giorgio—, el género tuvo su mayor repunte en Europa cuando su predecesor discotequero ya estaba prácticamente muerto en Estados Unidos. Rockers melenudos echaban pestes del rollo disco mientras meneaban sus culos con disimulo. Con capital en Rimini, tangas de leopardo y cadenones dorados, en los sintetizadores, en el verano y el summertime love, en monstruos del espacio y robots que regalan flores, no era difícil tachar al italo disco de pura frivolidad.
Y en cierto modo, no se equivocaban. Frivolidad y mariconeo, es lo que nos gusta. La música disco había acompañado al fenómeno club estadounidense y se asociaría desde sus inicios a las comunidades afroamericana y homosexual. Por ello sería no solo objeto de burlas, sino tambien de ataques tantos verbales como materiales a través de movimientos como el Disco Sucks o la Disco Demolition Night, impulsados no precisamente por sesudos críticos musicales, sino en gran parte por fanáticos defensores de la hegemonia blanca hetero. Durante años, el disco resiste las críticas y las quemas poniendo el baile y la diversión por encima de todo.
Algo parecido se podría decir del italo disco en Europa. Bañado en un halo absolutamente kitsch, cualquier clásico del género puede ser un problema para una persona que se tome en serio a sí misma. Es cierto que en Europa la sangre no llegó al río, pero el italo disco también se mantuvo como un género, si bien popular, menospreciado. Su combinación de bases electrónicas con voces graves y robóticas, a menudo integrando líneas de rap —cuando el hip hop todavía era un fenómeno prácticamente desconocido en Europa— con estribillos de voces femeninas (en el caso de Hypnotic Tango de My Mine, la voz masculina y la femenina procedían de la misma fuente, ese hombre brillante y versátil llamado Mauro Malavasi, que aceleraba la pista de voz marcando tendencia con una técnica que luego sería adoptada por los mismísimos Pitufos Makineros), melodías extremadamente pegadizas y letras en idiomas incomprensibles sobre besarse, bailar, el verano o ser un robot —o sobre bailar y besar en verano siendo un robot—, hizo que el italo disco fuese desdeñado por su carácter comercial, dirigido a las masas populares y aparentemente vacío de contenido. Despreciado por la industria y la crítica, y fuera del radar de los países anglosajones —probablemente por el marcado acento italiano de los cantantes en inglés—, el italo disco ha sobrevivido al paso del tiempo como un género prácticamente marginal. Pero reírte del italo disco es como reírte de tu madre hablando inglés: un acto vil y pasado de moda. Tal vez la ejecución no sea perfecta, pero el intento merece la pena. Por lo demás, sus detractores ignoran algo que, tal vez por ser tan evidente, puede pasar desapercibido: que en ese eclecticismo, en esa mezcla de idiomas, de bases rítmicas y melodías contagiosas, en ese exotismo pentatónico y esas voces robóticas subyace la deslumbrante posibilidad de un futuro de todos y para todos. Una idea de igualdad y comunidad que solo pudo tener cabida en la libertad, el baile, el sudor y el ritmo animal que habitan una discoteca.
Y si bien investigando la trayectoria del italo disco nos topamos con iconos internacionales del one-hit wonder como Ryan Paris, Baltimora o muy posteriormente Sabrina, el género se nutría principalmente de sellos y productores independientes, pequeños grupos prácticamente desconocidos para el público general —My Mine, Plastic Mode, Koto o Alexander Robotnick— o incluso colaboraciones esporádicas nacidas de éxitos fugaces. A diferencia de las estrellas del rock y pop perfiladas por la industria musical como estrellas inalcanzables, este lugar del músico a pie de pista o a pie de calle aportaba al italo disco un carácter igualitario, de fans para fans, de músicos y audiencia trabajando codo con codo por lo que más les gusta: la música de baile. Así, lejos de la absoluta despolitización que se le atribuye y con una mirada tal vez demasiado optimista, puesta en un futuro de fantasía, robots y tecnicolor, prevalecía ante todo la idea utópica de que, muy pronto, cuando los italianos dominaran el mundo, todos podríamos ser Donna Summer.
En toda esta amalgama de new romantic, futurismo nostálgico y sintetizadores citados en una incipiente cultura de club, hubo alguien que se atrevió a ir más allá. De las megadiscotecas de Rimini nos trasladamos al norte de Italia, a Turín. Dos Stefanos, Rota y Righi, alias Michael y Johnson, sacarían el primer álbum de Righeira en 1983, producido por el dúo discotequero La Bionda. Pero los orígenes de Righeira no se encuentran sino en el punk y la new wave. Johnson Righeira venía de hacer fanzines punk y Michael de experimentar con Italo Monitor y el single Balla Marinetti, como una especie de respuesta italiana a la new wave de Düsseldorf. Movidos ante todo por una concepción anárquica de la cultura, Righeira no podía encontrar un lugar más apropiado que en ese italo disco original, marginal e intuitivo que vivía su apogeo en aquellos días. El mismo Johnson Righeira afirma en una entrevista para VICE que «en el instituto ya me hacía las fotos de clase sosteniendo una estampa fotográfica de Peppino Di Capri, iba a las marchas de extrema izquierda pero también a las fiestas privadas de modernitos en las que se escuchaba y bailaba música disco. Al mismo tiempo, empecé un fanzine punk e hice una lista delirante en las elecciones al consejo escolar. Así comprendes que era difícil, todo el mundo me miraba un poco mal; digamos que les caía como el culo a todos». De esa mezcla ecléctica entre el futurismo, el punk y la cultura disco, en esa absoluta irreverencia y anarquía, nace Righeira.
Vamos a la Playa se convierte inmediatamente en un clásico del italo disco, pero escuchar la maqueta de 1981, recogida junto a Balla Marinetti y otras rarezas maravillosas de la escena del Piamonte en los 70 y 80 en Turin Disco Express, es una experiencia completamente distinta y oscura, más cercana a Bauhaus o Kraftwerk. Fue en parte la producción de La Bionda lo que convirtió el tema en un himno de discoteca, dotándolo de una intro icónica y un aire más ligero. Es precisamente este halo de ligereza y frivolidad, la estética fluorescente en contraste con la temática nuclear, las imágenes de playas y peces hediondos, lo que abre la brecha entre significado y significante, entre música y contenido, y es de ese abismo de donde brota su poder absolutamente subversivo.
Pero es otro tema del mismo álbum al que quiero llegar. A pesar de no haber podido igualar el éxito de Vamos a la Playa, con un ritmo cuatro por cuatro de la pasarela directo al pasillo de tu casa para que menees el trasero mientras te pruebas sombreritos y cantes a gritos, el estribillo de No tengo dinero —uoó incluido— es en realidad un alegre aullido contra el capital, un berrido contra la sociedad de clases mientras bailas. Sin romantizar la pobreza, una diferencia apabullante se presenta entre «los nuevos italianos» representantes de la élite jet set, de lo esnob y el estilo penthouse y los que, en definitiva, no lo son. Una brecha de clase entre los que escuchan italo disco y los que dicen que no. Entre el estribillo-consigna y los sintetizadores se perfila una pregunta como cuando hay niños de viaje en el asiento de atrás: ¿Hemos llegado ya? ¿Hemos llegado ya al fin de la sociedad de clases? Una utopía que unos años 80 futuristas, robóticos, brillantes, de clase media, hacían parecer real.
Que Stefano Righi se presentara como candidato del Partido Comunista de Turín puede ser una casualidad o una broma. El carácter subversivo de Righeira, como de toda la música, va mucho más allá de la mera política, cuando la diversión y el baile se convierten en la forma más natural y lúcida de comunión, de saltar brechas en el sistema. Si el eclecticismo del italo disco ya denotaba una forma de inclusión, en Righeira se llama a gritos: da igual lo esnob que seas, aquí hay sitio para todos y además es divertido. Porque lo que todos queremos en realidad, pobres y ricos, gordos y flacos, italianos y el resto de los mortales, es mover el trasero en tanga de leopardo (y el que diga lo contrario, miente).
A mi no me gusta mentir: ¡quiero mover el trasero en un tanga de leopardo! – y lo bien que me quedaría…
Excelente crónica, me he divertido mucho mientras leía. ¡Gracias!
¡Qué viejo estoy! A Righeira los vi en los ochenta, precisamente grabando «Vamos a la playa!» en playback, en un estudio de TV en Canarias. Tenia dieciocho entonces y toda una vida por delante…
Pingback: Sometimes a coffee 31 – Klepsydra
Que quieres que os diga, para mí el italo disco fue y es lo mejor del mundo, música sin más pretensión que hacer pasarte un buen rato ,con la melodía como prioridad (Gazebo, Savage, etc.).
Hoy en día se ha convertido en auténtico culto, solo hay que ver la legión de fans en Europa Central, del Este, en España mismo, en Latinoamérica, etc.
Italodisco forever
Es increíble ver como casi 40 años después de alcanzar su punto más alto; el ITALODISCO sigue arrastrando nuevos fans.
Además de ver cómo surgen nuevas expresiones del género,así como cuan ávidos son los colecciónistas de la Música de este estilo.
El impacto del ItaloDisco en el contexto de la Música Popular,Latinoamericana de los 80s,llevará siempre ese sello como influencia.