Crónicas en órbita

El discreto (y socarrón) encanto de Flann O’Brien

El escritor irlandés Flann O’Brien. / Foto: The Irish Times

A veces a uno se le pone imposible lo de ser objetivo. Con las pelis, con los colegas, también con escritores. Porque vivimos en un mundo a la Gadamer, y todo cuanto sentimos y percibimos ha de ir acompañado por una pátina de absoluta evolución empírica. Vamos, que recuerdos o sensaciones actúan como si fuesen críticos en los periódicos, poniendo entre una y cinco estrellas a este o aquello solo por lo que se vivió con aquel o esto. Seguro que me entienden. Aproximadamente.

Y a mí eso me ocurre con Flann O’Brien.

Yo con Flann O’Brien no puedo ser imparcial, porque pienso en Flann O’Brien y no me viene a la mente la imagen de Flann O’Brien, sino la imagen de la persona con la que yo hablaba de Flann O’Brien. Y, entonces, claro, adoro al autor como adoro aquello que me da en remembrar, porque aquello que me da en remembrar siempre arranca sonrisas a este gruñón con canas. Todo lo anterior, por supuesto, podría ser perfectamente una frase del mismo Flann O’Brien, pero parte de la más absoluta realidad (igual que las novelas de Flann O’Brien, creo). Así que, en resumen, me encanta Flann O’Brien. Como para no gustarme.

Ojo, no es un placer que culpabilice. No, no, qué va. Digamos que atiende a elementos extraliterarios, pero también aparece sostenido por otros meramente en lo de escribir y leer. Vamos, que es bueno, muy bueno. Y encaja con gustos y tendencias de quien firma.

Flann O’Brien (Strabane, 1911 – Dublín, 1966) ni siquiera era Flann O’Brien, porque nació como Brian O’Nolan. Sucede que gaelizó en ocasiones su nombre a Brian Ó Nualláin, y también se pseudonimizó como Myles Na Gopaleen, George Knowall, Brother Barnabas, Count O’Blather, John James Doe, Peter the Painter o Winnie Wedge. ¿Una especie de Pessoa con más lluvia y menos oclusivas? Pues, miren, resulta tentador pero… debemos negarlo. Porque la gracia de Fernando está en que cada uno de sus heterónimos tienen estilo y personalidad propia, mientras que a Brian se le acaba escapando la socarronería, el humor chispeante y la mala baba firme como firme. Que lo hizo, ya ven, de todas las maneras posibles. Nosotros le vamos a llamar Flann O’Brien, para entendernos más fácil.

Hay tres Flann O’Brien en esta historia. Uno responde por Brian, y es funcionario del gobierno irlandés, cosa que, sin duda, hubo de ayudarle para reflejar esas atmósferas claustrofóbicas y algo surrealistas de su producción ficcional. Supongo, ¿eh?, a mí no me miren. Ah, y le debía dejar bastante tiempo libre, porque no vean cuánto escribía el bueno de Brian/Flann. Vamos, que no daba ni golpe. El segundo O’Brien ya nos interesa. Es el periodista. O, mejor aún, el periodístico. El que publicaba columnas de opinión en prácticamente cualquier periódico de su país que en aquel entonces existiera. Columnas de opinión casi indistinguibles respecto a sus creaciones ficcionales, lo que es una delicia estilística (y una sospecha biográfica). A veces podemos hablar, incluso, de auténticos relatos en forma de nouvelle, puesto que engancha varias piezas como si capítulos fuesen. ¿Características? Pues miren: el humor, sobre todo el humor. También cierta dipsomanía mal disimulada (cuando no exhibida con deleite). Y una descripción meticulosa de la sociedad irish con sus pubs, su música, sus celtismos, sus problemas idiomáticos, su tradición (politizada por unos y otros), sus tipos reconocibles (el cura, el guardia, el granjero, el farmacéutico, el bardo… parece una partida de mus), sus mujeres de armas tomar… Todo lo que usted imagine de la verde Erin. En fin, que tú lees a Flann O’Brien y no sabes si se te han despertado ganas gordísimas de pillarte vuelo a Limerick o quedarte tranquilito en tu casa sin pisar nunca esa tierra de chiflaos. Y eso, querido lector, también es un mérito. Uno que se agudiza cuando entra en escena el tercer Flann O’Brien, que es quien escribe El tercer policía, entre otras cosas. Sí, el Flann O’Brien novelista. Ah, qué enorme regocijo.

Comencemos. O’Brien es todo lo irlandés que puede ser un irlandés. Es epítome del irlandesismo, si quieren. En sus obras hay policías con bicis, cerveza negra, patatas que te salvan de morirte, el pub como epicentro de la vida común e incluso campanarios de donde salen tañidos y repiques particulares anunciando… en fin, anunciando todo. Pero no es solo la temática, que ya iría servido el asunto, sino el tono. Especialmente el tono. Miren ustedes, el tono. Qué bien pillado, el tono.

Porque todo eso lo tienen también en Valderredible, oigan, así que debe haber algo más. Algo distinto. Ese humor tan… sí, tan de la isla. Las obras de Flann O’Brien son un festín de humor céltico. Continuas referencias mitológicas, el placer por la enumeración y la hipérbole (tan de regustillo oral), los clichés dados vuelta, la crítica social apenas subterránea y cierto aire sardónico que resulta ineludible. También, claro, la misma composición. Porque las novelas de Flann O’Brien (que aquí ha editado divinamente Nørdica Libros) tienen el toque de surrealismo extremo que tanto apreciamos en Beckett y que, de tan surrealista, acaba siendo absurdidad. Pero, ojo, absurdidad bien pensada, que las obras de Samuel, como las de O’Brien, encajan cual engranajes de un reloj (aunque sea el reloj del campanario en un pueblo perdido entre pastos). Solo así podemos entender la maravilla que supone En Nadar-dos-pájaros, que es una novela sobre alguien que escribe otra novela y, a su vez, frecuenta la compañía de otro paisano que a su vez escribe una novela en la que aparece el primer escritor como personaje. Ya ven, facilísimo. Que el resultado sea no solo comprensible, sino también, y sobre todo, una delicia divertidísima nos habla del creador gigante que es O’Brien.

¿Otro ejemplo? Pues miren, ese El tercer policía que citamos antes. La ambientación, los hechos. Un mundo que es pero no es, que solo se imagina. Costumbrismo con tamiz de Dante. O al Infierno a través de las bicis, los miembros amputados y el alcohol, mucho alcohol. Ascensores que bajan, una narrativa circular para un averno cíclico. La teoría de cuerdas con demasiado whisky. Y todo ello sin bajarse de la carcajada, porque para Flann, sospecho, un día sin reírse era un día perdido. Vamos, que si es usted uno de esos que lee con monóculo puede fijarse solo en el abismo metafísico, metaficcional y metadónico del irlandés. Pero si es, como quien esto firma, un disfrutón de esto tan acojonantemente lúdico que es la literatura, disfrutará sin ápice de culpa con un autor divertidísimo.

Cuentan que si James Joyce leía a Flann O’Brien en sus últimos días, casi ciego, usando una enorme lente. Cuentan que si Beckett lo admiraba, que si era uno de los secretos mejor guardados de este rollo. Dicen que entre sus fans más loquísimos estaban Borges y Harold Bloom, dos paisanos poco acostumbrados a repartir besucos. Dicen que, aún hoy, se le conoce menos de lo que debiéramos. Concluyen, en definitiva, que es casi suerte, porque leer por vez primera a Flann O’Brien es una experiencia tan gozosa que todos querríamos repetirla. En fin, ya les dije que no iba a ser precisamente objetivo.

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