Analógica

Solo una montaña más

Ilustración: Sofía Fernández Carrera.

No hay muchos enfants terribles en el mundo del videojuego, pero si comenzásemos a enumerarlos, no cabe duda de que el nombre de Peter Molyneux (Guildford Surrey, Reino Unido, 1959) aparecería en uno de los primeros puestos de la lista. Un diseñador veterano dedicado en cuerpo y alma al concepto de los god games, videojuegos en los que nuestro objetivo es el de convertirnos en los omnipotentes creadores de una civilización. A él debemos títulos de referencia en este subgénero como Populous o Black & White, pero también otros que nos convierten en administradores absolutos de espacios tan dispares como un parque de atracciones (Theme Park) o la mazmorra de un señor del mal (Dungeon Keeper).

Siempre es peliagudo lo de equiparar obra y autor, pero, si quedaba alguna duda sobre las trazas de megalomanía que esta trayectoria profesional deja intuir, el propio Molyneux se encargaría de despejarlas en 2012 con el lanzamiento del juego Curiosity – What’s Inside The Cube? Una app que podíamos descargar en el móvil y que forzaba los límites del término «juego» para posicionarse en esa zona gris de las “experiencias interactivas”. Al abrirla, nos encontrábamos con un cubo blanco, formado, nos explicaban, por más de sesenta mil millones de cubos más pequeños. Nuestro objetivo era competir con el resto de jugadores en tiempo real y excavar a través de todas sus capas. ¿Para qué? No lo sabíamos. Nadie lo sabría hasta que un único afortunado llegase al centro. Eso sí, Molyneux se encargó de anunciar a los cuatro vientos que sería una experiencia nunca vista, algo que “cambiaría la vida” al ganador.

Lo cierto es que Curiosity consiguió atraer la curiosidad de tres millones de jugadores, que se lanzaron a jugarlo en sus móviles a pico y pala —nunca mejor dicho—. Tal vez sea una cifra que nos parezca menos impresionante hoy, diez años después, cuando streamers como Ibai Llanos consiguen mucho más que eso charlando frente a una cámara. Lo que no resultó tan impresionante, al final, fue el premio. El ganador, un joven de Edimburgo llamado Bryan Henderson, reveló un vídeo en el que Molyneux, de pie en un beatífico escenario blanco, le daba la enhorabuena y le decía que iba a convertirse en el «dios» de su próximo god game, que recibiría el poco sutil nombre de Godus. Además de tener la potestad de colaborar en el desarrollo de Godus, Henderson iba a recibir una parte de los beneficios del juego, una vez lanzado.

La vida de Henderson no cambió, más allá de disfrutar de sus quince minutos de fama en la prensa especializada. Godus no solo no fue un éxito en el mercado, sino que no consiguió recuperar el dinero que se había invertido en su desarrollo, y el muchacho jamás recibió información de su premio por parte del estudio de Molyneux, 22cans.

Con la perspectiva de los años, la moraleja de esta fábula parece más que evidente. Pero ¿podemos acaso tildar de ingenuos a todos los que siguieron el delirio narcisista de Molyneux y dedicaron incontables horas a minar un cubo virtual? Si algo positivo puede decirse de este experimento es que apeló, con precisión milimétrica, a uno de los disparadores emocionales más poderosos en el diseño de videojuegos. No importa lo bien recreado que esté un mundo virtual, lo detallada que sea la historia, el inmenso abanico de misiones a nuestra disposición. Al final, lo que acaba atrayendo nuestra mirada sin remedio es la puerta cerrada que no podemos abrir; la colina en la lejanía cuya forma apenas intuimos, y cuyos secretos dibujamos en nuestra imaginación.

Se ha escrito y dilucidado mucho, desde la teoría del diseño de videojuegos, sobre cómo encender esa mecha de la curiosidad de la que todos disponemos, para convertirla en el motor que guíe nuestra experiencia lúdica. La incertidumbre es la gran aliada del diseñador, quien no deja de ser, después de todo, un narrador con herramientas y recursos muy diversos a su disposición. Así, desde etapas muy tempranas de su existencia, el videojuego ha jugado a tentarnos a partir de las fronteras. Hemos recorrido mapas que se ampliaban, invitándonos a descubrir qué había tras esas zonas limítrofes ocultas en las sombras; hemos fantaseado con las habilidades de los personajes y los objetos que podríamos desbloquear, si éramos lo bastante hábiles para llegar hasta ellos. Son maneras muy tangibles de mostrarnos el misterio, así como la recompensa que obtendremos si dominamos los códigos del juego: la posibilidad de expandir nuestra presencia, de adueñarnos del espacio.

Nuestra relación con el videojuego, sin embargo, ha ido evolucionando a lo largo de los años, y ya no nos motiva tanto que nos lleven de la mano. El diseño narrativo lineal se ha convertido en un término en muchas ocasiones peyorativo: nos hemos emancipado como jugadores y queremos mirar entre bambalinas, explorar a nuestro antojo sin que nos marquen siempre el camino. Hemos descubierto que el juego nos necesita tanto como nosotros a él, y en el pacto mutuo que establecemos debe incluirse el libre albedrío como condición sine qua non. Los llamados «mundos abiertos» o el popular género roguelike son un ejemplo de esto: juegos que nos ofrecen un abanico de posibilidades amplísimo para descubrir nuevos espacios, tanto físicos como identitarios. Cuando el juego nos permite ser nosotros mismos y elegir cómo relacionarnos con él, es cuando estamos dispuestos a pagar con la preciada moneda de nuestra atención.

Pero no solo anhelamos tener libertad en nuestros movimientos: también en nuestra imaginación. En su relación con una obra narrativa, nuestra mente nos lleva habitualmente a completar los huecos de la historia, a trascender lo que percibimos y tender puentes emocionales. Es en este punto en el que el videojuego ha descubierto que «menos es más»; que gran parte de su gramática visual (botones, barras de energía, minimapas) puede ser accesoria e incluso innecesaria cuando se trata de espolear nuestra curiosidad hacia lo desconocido. El autor japonés Fumito Ueda, en su trilogía seminal compuesta por Ico (2001), Shadow of the Colossus (2005) y The Last Guardian (2016), presentó lo que ha dado en llamarse “diseño por sustracción”: la idea de hacer desaparecer la mayoría de la información en pantalla y la semiótica propia del medio en busca de una mayor naturalidad, permitiendo al jugador identificarse con lo que le rodea y comprenderlo a su manera. En todos sus juegos existe una historia principal que se revela a través de nuestras acciones y momentos clave, pero el entorno en sí es una enorme incógnita enclavada en un tiempo y espacio indeterminados.

Una idea arriesgada en su momento, que ha encontrado eco y asiento en los últimos años. Muchos han recogido el testigo de Ueda y lo han adaptado a su manera; entre ellos, otro de los grandes nombres del desarrollo japonés, Hidetaka Miyazaki, director de la serie de juegos conocidos como souls (Demon’s Souls, Dark Souls) y de varios títulos en la misma línea, como Bloodborne o Elden Ring. Todos ellos se caracterizan por una estética de fantasía oscura y por presentar desafíos de habilidad solo al alcance de los jugadores más entregados. Sin embargo, este asunto de la dificultad es anecdótico. Lo que realmente atrae a millones de fans a los soulsborne es lo hipnótico de sus mundos, donde el legado se intuye a través de las piedras y las ruinas. La historia se nos cuenta mediante fragmentos que descubrimos poco a poco, solo si estamos atentos de verdad. La curiosidad nos anima a explorar y descubrir las teselas repartidas aquí y allá hasta completar el mosaico. Esto es lo que hace que para muchas personas sea tan complicado abandonar los universos de Dark Souls o Elden Ring: tras terminar la trama principal, hay quien permanece en ellos cientos de horas más. Una vez comenzamos a comprender, nos vemos cautivados por el deseo de desvelar misterios que, tal vez, solo estén en nuestra imaginación.

Sin embargo, la búsqueda de sentido en estos mundos abiertos a mil posibilidades a veces es algo mucho más concreto, un El Dorado al que podemos dirigir nuestros pasos: el centro del universo en No Man’s Sky (Hello Games, 2016), el corazón del planeta en Astroneer (System Era Softworks, 2016). La misma curiosidad que hizo que millones de personas se prestaran a despiezar el cubo de Molyneux es la que ha llevado a muchos a tratar de alcanzar el final del mapa en Minecraft, el popularísimo título de Mojang Studios. Un mapa que, se calcula, es dieciocho veces más grande que la superficie de la Tierra. No ha sido hasta hace bien poco, en agosto de 2022, que el youtuber Mystical Midget ha conseguido la hazaña de alcanzar los confines del juego, tras dos mil quinientas horas y 526 días de juego. Nada le obligaba a ello; no hay ninguna recompensa más allá de la fama, la gloria frente a su audiencia… y la satisfacción de la curiosidad saciada.

Una victoria momentánea, claro. Hasta que llegue la próxima montaña.


Mariela González es periodista y crítica especializada en género fantástico y videojuegos. Ha publicado, entre otros, los libros Lágrimas de luz: posmodernidad y estilo en la ciencia ficción española (2012) y Más allá del tiempo: Chrono Trigger · Chrono Cross (2015).

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*