Crónicas desorbitadas

Un paseo dentro de Munch, de mente a mundo: así es el Munchmuseet

Fachada principal del Museo Munch en Oslo, Noruega, 2020. / Foto: CC BY-SA 4.0

El edificio impone. Mucho. Es como la terminal de un aeropuerto rematada con torre de control. Todo eso, junto a la mar. Al lado de otra construcción… ejem, curiosa. Rodeada de gente, de playas que no son playas, de intervenciones que hacen especial (y, a veces, afean) este rinconcito de sol escandinavo.

El edificio impone.

Eso pienso al ver el nuevo Munchmuseet.

Llegar hasta el Museo Munch (vamos a hablar en castellano, por si las moscas) es muy sencillo. Bueno, a ver, es muy sencillo una vez que estás en Oslo. Luego ir hasta Oslo pues… queda lejos. Y está todo carísimo, no voy a venderles yo lo que no es, en Oslo. Pero, ya que vienes… Del aeropuerto a la estación central. Y usted sale, camina unos metros, empieza a ver todo lo bonita que han dejado esta zona de Bjørvika, que no veas tú lo bonito que han dejado Bjørvika. Bordea la mar, y aquí la mar es curiosa, porque hay cisnes nadando (yo cisnes siempre vi en lagos y estanques), y también hay una playa artificial de tres por doce metros, con muchos tipos de piel blanquita tiraos allí. Que luego vienen a Benidorm y lo flipan fuertemente, yo ahora entiendo muchas cosas. Ah, también hay gaviotas con graznidos de barítono, porque tienen la ópera muy cerca.

La ópera fue el primer edificio en este fiordo de Bjørvika, y parece un trampolín de saltos para torpes, con menos altura, menos pendiente y menos sensación de poder calzarte una hostia gordísima. Fue la presencia de este monumento (impresiona) lo que llevó hasta allí el nuevo Museo Munch. También atrajo diferentes manifestaciones artísticas que aparecen aquí y allá. Una, que asoma a pocos metros, dentro del agua, parece la representación acristalada del Mar de Hielo que pintó Friedrich. Horas después, desde un decimotercer piso, veré que en realidad representa un velero zarpando (se supone que para buscar tierras más fértiles, o petróleo). Pero desde la orilla… háganme caso: Friedrich.

(También hay montada una de esas plataformas que patrocina cierta bebida energética, esa que se toma con whisky y tiene gusto a jarabe y burbujillas. Sí, esa. Está alto. El trampolín, digo. Alto de narices. Pero alto, altísimo, más alto que Sabonis subido a un taburete. Debe ser espectacular, el asunto. Pero yo soy cultureta, y vengo a otros asuntos.)

El nuevo Museo Munch empezó a fraguarse por 2009, y es obra del arquitecto español Juan Herreros. Digamos que estuvo el tema polémico casi desde el principio. Que si era muy caro, que si mira estos latinos, incumpliendo fechas. En fin. Luego otras cosillas. Hablé con muchos noruegos (en el norte, en Oslo) de su opinión sobre la obra. Salto entre campo y ciudad, amigos. Los de la capi decían que guay, que chulísimo, que se integra perfectamente en ese nuevo espacio cultural. Los otros… nanay, vaya mamotreto, nosotros teníamos una villa preciosa de aroma nórdico y aire vikingo, y ahora nos han dejao cemento, cristales y brilli-brilli. Ya les digo, cero unanimidad. ¿Opinión? Hombre, que el edificio impone, pero ya lo puse más arriba. A mí no me miren, yo venía a ver lo de dentro.

Entrada del Munchmuseet, 2009. / Foto: Jodyno (CC BY-SA 3.0)

Para entrar atraviesas un pequeño canal lleno de barquitos chiquitucos, de madera multicolor, barquitos que no son de pescar arenques, qué va, sino de adorno, a mí no me engañan, noruegos ladinos, son de adorno. Hay, también, varias terrazas con sus correspondientes personas trasegando birra, que es de ser valiente, oigan, vistos los precios del lugar. Así que hacemos de tripas corazón y nos vamos a ver cuadros.

¿Consejo? Vean ustedes la cosa de arriba abajo. Más que nada para comprender todo el alcance metafórico del espacio expositivo. Porque (al menos cuando yo fui, al menos con la temporal que pude ver) aquello es trasunto del propio Munch. No de su obra, no; de su cuerpo. Vamos, que los pisos superiores son la mente, la mirada, y a medida que vas bajando te acercas más y más hasta la tierra que lo vio nacer. Ojo, interpretación personal, locura que me dio. Pero igual cuadra cuando se lo cuente.

Bien, empezamos por las alturas. Bueno, arriba está el restaurante, y la terraza, y todas esas cosas de hacerse fotos y subirlas a las redes sociales, hashtag #culturanoruega, hashtag #vayaGritosimecaigo. Pero nosotros vinimos al arte, así que primera sala. Superior. Y si este museo es, dijimos, representación simbólica del propio Munch, pues… su cerebro. Su cerebro emocional, su cerebro más loco. Y, joder, cuadra, cuadra perfectamente. Hay un laberinto hecho con papel, hay luces fluorescentes, hay muros con dibujitos, con nombres, con firmas, con retratos bien curraos, con fechas, corazones, declaraciones de amor. Aquí y allá puedes coger lapiceros y rotus para contribuir a todo aquel pandemonio. Impresiona, abruma, a ratos marea. Si mi interpretación es cierta, si esto es la mente puramente instintiva de Munch, vaya, qué cantidad de colores, qué cantidad de caos, qué jodido andaba el paisanuco. Puerta de entrada perfecta para una experiencia tan inmersiva como especial.

Un poco más abajo, y toda una sala sobre la casa de Edvard Munch en Ekely. Que a mí estos rollos casi de fan no suelen gustarme, pero esto tenía su puntito, oigan. Representaba, por así decir, el cerebro «sosegado» del artista, y tiene mucho más de Gaudí que de Bauhaus. Vamos, que todo parece no demasiado confortable. Hay sillas como para torturas de inquisición, hay un teléfono que suena cada cierto tiempo (uno tiene tentaciones, uno tiene tentaciones, pero logra contenerse), hay una bañera de patos con agua ficticia, hay un piano, muchos relojes, camas, utensilios del hogar. Todo pelín triste, pelín… seriote. Casi como de sueño. Semipenumbra, música malrollo. Digamos que la casa de Munch era poco Ikea y mucho Exposición Internacional del Surrealismo de 1938…

(Ayudan al ambiente esos maniquíes articulados tan de pintor. Esos maniquíes articulados tan de pintor a los que les faltan todo tipo de miembros, añadimos. Maniquíes sin una zanca, sin los dos brazos, maniquíes sin cabeza.)

Bien… mente loca, mente tranquila, ¿y ahora? Pues sigamos bajando. Los ojos. Lo que veía este simpático Munch; eh, Edvard Munch, no eres el tío más salao del universo, colega. Es la parte que más me impresionó. Te coge tripas, las retuerce, quedas noqueado durante un ratito, incapaz de mover.

Sala enorme, inmensa. Techos altísimos, penumbra, apenas se ven manchas de luz iluminando trece obras. Trece, sí. Miren, yo que sé. Y la música. La música. Repetitiva, espesa, sonidos graves, rollo industrial. Es una pieza creada expresamente por la banda Satyricon para este asunto. Funciona, funciona de cojones, los ojos de Munch desvelan mundos horrendos. Paseas despaciuco, como si no quisieras que tus pisadas sonasen, y vas de cuadro a cuadro. El Grito, como no. Dos niñas, dos niñas tristes, dos niñas que recuerdan a las de María Blanchard, dos niñas que (te acercas, te acercas, miras, comprendes signos) no son sino un vampiro y su cena de hoy. También hay otro vampiro, que parece consolar a su víctima, pero se la está zampando. Hay una imagen que me recuerda a la/el Deseo de Gaiman, pero a la/el Deseo de Gaiman como la/lo dibujó Milo Manara en Noches Eternas. Hay otra pintura titulada Trollskog, que la cartela traduce como «Bosque encantado». Como si fueran lo mismo un bosque encantado (que puede tener hadas, o tentirujos) y un bosque con trols. Vamos, que sí, que expresionismo y todo lo que quieran, pero esta sala es lúgubre. Pero lúgubre lúgubre. No lúgubre en plan «romanticismo lúgubre, soy Gustavo Adolfo y voy a poner monjes por la noche de difuntos», no. Lúgubre tonito «lúgubre existencialista», lúgubre como para decir «hostia, el mundo es un lugar oscuro, frío y cruel, pásame la cuchilla de afeitar, Mary Helga, que me voy al baño». Aproximadamente. Y esto eran los ojos del tipo.

Sala Monumental del Museo Munch, 2021. / Foto: Astrid Westvang (CC BY-NC-ND 2.0)

Ojo, llegamos al centro del edificio. Corazón o boca, ustedes eligen. La Sala Monumental. Pero muy mucho Monumental. Pinturas inmensas, abrumadoras. Pero… hay aquí más color, hay más luz, hay una alegría (una alegría tipo Edvard, sí, que no es alegría-carnaval-de-Cádiz, lo reconocemos), un acercarse a cierto rasgo de felicidad. Pinceladas sueltas, recuerdos del fauvismo, realismo distorsionao, diferente, un realismo muy El Greco. También referencias paganas, con la Madre Tierra que aparece aquí y allá, que se irá haciendo cada vez más palpable a medida que bajemos, claro, hasta el suelo.

Porque ahí ya se va a caer en la comercialidad más absoluta. El mainstream nos ataca, amigos. Y al mainstream, en Munch, le dicen Grito. Una sala pequeña dentro de una sala más grande. Luz tenue. Dos versiones distintas del celebérrimo cuadro (un panel explica dónde están el resto). Como pasa siempre… hostias, es pequeñuco. La Gioconda es pequeñita, el Cristo de Mantegna es pequeñito. Esto pasa. Bueno, menos con Tintoretto. Pero pasa. También hay variaciones. De Munch sobre David y su muerte de Marat. De otros autores, contemporáneos o no, coincidentes en universos o no. De Picasso, de Kandinsky. Cosas realmente acojonantes de Erik Harry Johannessen (si no lo conocen, ya tardan en hacer búsqueda). O los rostros de Kollwitz. Incluso una intervención tecnológica, con palabras que suben por las paredes, y parece que tú subieras junto a ellas. Muy espectacular, pero en el contexto general, como ponerle una camiseta del Betis al San Juan de Caravaggio.

«Madonna» (1894), de Edvard Munch. Imagen: Google Arts and Culture

Y, por último, tocar suelo. El pueblo donde nació y vivió Munch no era, precisamente, braña de trols y árboles retorcidos. No, parece sitio amable, con su frío en invierno, sí, pero cierto color y alegría. Así que la planta más baja tiene una sala pequeña, una sala pequeña con paneles que representan el bosque en movimiento, se escuchan trinos de pájaros y manantiales de agua. Todo muy relajante… aunque cierto aire de paganismo. Esa unión del hombre y natura, ese árbol-humano de Nikolai Astrup. Hay, también, un Forest and Sun de Ernst como prólogo al verdadero final, el auténtico. Porque si venimos de la mente de Munch, de sus miedos, de sus terrores, si hemos bajado desde el espíritu atormentado del siglo XX hasta aquí, bueno, a ver, como se lo diría… que Warhol. Andy Warhol con sus chorradas de Andy Warhol, con sus reinterpretaciones coloridas y vacuas de Andy Warhol. El Grito, Eva Muducci, La Madonna. Todas antitéticas al original, todas como un negativo de su significado en origen. Como para decirnos que, vale, nuestro interior puede ser angustiado y oscuro, pero ahí afuera las cosas son mucho más ligeras, coleguilla, tienen menos importancia, menos espesor. También, sí, menos profundas. La distancia, aproximadamente, que va desde Munch hasta Warhol, supongo.

Y salimos, porque ya nos hemos montado una teoría completa del mundo y el Arte.

Ah, no compren nada en la tienda del museo. Es carísima.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*