Horas críticas

Libros de la semana #80

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

Patos, Newburyport, de Lucy Ellmann (Automática)

Digámoslo ya y eso que nos ahorramos: este es el famoso libro de las 1.267 páginas (incluyendo un glosario y un apéndice, con citas de Jane Austen, Lucy Maud Montgomery y Edith Wharton*, entre otros autores), el libro de una sola frase. No es exactamente así, pero a lo largo de este caudaloso torrente literario solo habrá algunas leves rupturas de la continuidad o interludios, tras un preludio de 7 párrafos y 29 puntos. Se lo decimos porque es el tipo de datos o hechos que probablemente le gustaría incluir a la narradora, que va a comenzar la inmensa mayoría de sus frases diciendo con la locución «el hecho de que…», separada por comas. Así que no es difícil entender por qué la séptima novela de Lucy Ellmann (Illinois, 1956), fue rechazada por la misma editorial que había publicado las seis anteriores. O no tanto, porque también resulta fácil saludar Patos, Newburyport como uno de los libros más importantes de —pongan aquí la temporalidad que deseen—; pero cualquier medida podría quedársele pequeña, porque este libro desbordante de prosa demoledora, no te lo acabas, como se suele decir ahora de algo muy bueno. No hablamos ya de su extensión, sino de cómo refleja los múltiples compartimentos estancos en que se estructura nuestra existencia, este continuo ir y venir de novedades que pasan por encima de nosotros, o a través de nosotros, sin remedio ni posible asimilación, solo empacho. Una mujer, madre de cuatro hijos, sola en la cocina de su casa, hornea tartas mientras se pregunta cómo ha acabado viviendo en Newcomerstown, Ohio, y se extravía en sus propios pensamientos; como la cita de *Edith Wharton en el apéndice: «No tenía con quien hablar más que conmigo, y es absurdo escribir lo que una se dice a sí misma». Ese carácter nonsense y genial permea su digresión continua, un relato plagado de afluentes y meandros por los que discurre la acción, que aquí es toda pensamiento; es decir, pura literatura. La narradora nos sumerge en su flujo de conciencia como si no existiera ya otra realidad que la de esas páginas, una metáfora colosal de la sociedad de la distracción y de las paradojas de un presente demasiado presente, demasiado global, demasiado en general, incluso como para ser contado: «Porque todo en la vida es en realidad encogerse y abalanzarse, abalanzarse y encogerse». Y sin embargo Ellmann, en cuya arriesgada empresa se han visto ecos de Becket, Foster Wallace o Woolf, sale airosa al componer una cosmovisión que acumula estadísticas, aliteraciones, sueños, eslóganes, especulaciones, canciones, rumores, cine clásico, opiniones, marcas, juegos de palabras, secretos: «[…] el hecho de que me vienen las palabras así a la cabeza, ay de mí, el hecho de que […]». El monólogo de la narradora es también un SOS ante la situación —límite— de este mundo moribundo y autodestructivo, un retrato en el que la autora vierte todas sus preocupaciones, a saber: el cambio climático, las pandemias, la violencia con armas, la inseguridad económica, el maltrato animal, Donald Trump, etcétera. Podría ser cínico su diagnóstico del desquiciamiento de una sociedad hiperestimulada e hiperconectada, pero en realidad es más bien humorístico y compasivo, lo que siempre es de agradecer cuando uno se enfrenta a la incesante tragicomedia humana: «Nada parecía jamás avanzar con suavidad con los hombres, falsos pájaros que se arrastraban, incapaces de volar y acobardados, por toda la tierra». Entre las incontables referencias hay menciones más o menos veladas a Laura Ingalls Wilder, Blake, Carroll, Frost, Hardy, Keats, Nabokov, Orwell, Shakespeare o Yeats. Pero Ellmann, que empleó siete años en escribir Patos, Newburyport (dos años le ha llevado a Enrique Maldonado Roldán su excepcional traducción), ha hallado en este collage hipnótico, vanguardista e hilarante una voz distinta a todas, irreproducible e inadaptable, un libro para personas «demasiado valientes para desesperar», para amantes de la literatura que no se puede someter a control ni crítica porque se desenvuelve libre e inevitable.


Que por ti llore el Tigris, Emilienne Malfatto (Minúscula)

«Que por ti llore el río Ulay, / cuyas riberas hemos recorrido. / Que te llore el puro Éufrates, / del que extraemos el agua. / Que por ti lloren / quienes te dieron a probar el pan por primera vez. / Que te lloren los hermanos y las hermanas». Ganadora del Premio Goncourt al mejor debut novelístico, estamos ante una obra mayúscula y difícilmente olvidable porque, nos tememos, valdrá para cualquier presente, pues la historia del hombre es la historia de una guerra inacabable. Crónica de una relación ilícita y condenada a la fatalidad personal y social, esta nouvelle testimonia el asesinato de una joven, a manos de su hermano, por haberse quedado embarazada fuera del matrimonio. Un relato que comienza con la inminencia de un conflicto, íntimo y bélico, por estallar: «Nacemos con sangre, nos convertimos en mujeres con sangre, damos a luz con sangre. Y dentro de poco, sangre también. Como si a la tierra no le bastara con beberse la sangre de las mujeres», expresa su protagonista, que no es la única narradora. La escolta a lo largo de este centenar de páginas un orfeón que incluye las voces de los muertos —y su memoria—, la voz de sus familiares y sus (sin)razones, e incluso la voz del río Tigris a través de las citas del poema épico más antiguo conocido, La epopeya de Gilgamesh («Se mesa los cabellos y los arroja al suelo, / se rasga sus hermosos ropajes / y los aleja como a un sacrilegio»), pese a ambientarse en el Irak de hoy. La fotorreportera y escritora Emilienne Malfatto (Francia, 1989), que cubrió la guerra en aquel país durante 2015 y 2016, y desde entonces ha mantenido un fuerte vínculo con su realidad, retrata la convivencia de sus habitantes —desde la misma infancia— con el terror, los atentados, los escombros, los ataúdes, el «mundo rojo» de una Bagdad atormentada que contrasta con su esplendor del pasado. Con su escalofriante relato, denuncia la opresión patriarcal y la obsesión por el honor, ante los que la protagonista se muestra sumisa como forma de supervivencia: «Soy la que vivirá porque he aceptado vivir a la medida de la sociedad. Tal vez sea la más feliz de todos». Dice la autora francesa, que dedica este libro «a las mujeres del Éufrates», que allí la violencia no es tan distinta a la de otros países, y que en realidad todos son víctimas en un escenario tan cruento: «En el fondo, qué más da. Matamos, nos matan». Como en una verdadera tragedia griega, apoyada por el tono teatral en las intervenciones, Malfatto esgrime una prosa lírica, doliente y puntuada por la pérdida, para plasmar la condición humana, que es crueldad, muerte y yugo, frente a los ojos impasibles de una naturaleza maltratada, encarnada en el lloroso Tigris: «Ya no soy fuente, sino recurso, y los hombres de esta tierra árida han olvidado que sin mí no podrán vivir. Perecerán conmigo porque nuestros destinos están ligados».


Donde viven las damas salvajes, de Aoko Matsuda (Quaterni)

En la ficción de terror japonesa (que, en el cambio de siglos, popularizaron sobre todo algunas exitosas películas), las mujeres a menudo han encarnado un arquetipo de dolor, olvido, condena y venganza. Por eso es doblemente interesante el libro que nos ocupa, un hermoso tributo a esas historias del folklore japonés sobre fantasmas —los kaidan— y otras criaturas —como los yōkai—, que han poblado tradicionalmente los espectáculos de teatro kabuki y comedia rakugo. En Donde viven las damas salvajes, los espectros femeninos protagonistas, al portar ya el estigma de ser espíritus y nada más, se liberan de los muchos sambenitos que, en vida, les impondría la sociedad: cuestiones que van del techo de cristal a los obligados estándares de belleza, pasando por los estereotipos de la mujer celosa o la histérica, y en general todo lo que tiene relación con las expectativas asfixiantes de la sociedad hacia ellas. Sus presencias fantasmales no están concebidas para asustar, sino para acompañar en este infierno en que puede convertirse la vida terrenal. La escritora y traductora Aoko Matsuda (Hyōgo, 1979) reinterpreta y actualiza este tipo de historias ubicándolas en la sociedad de hoy y en ámbitos cotidianos. En una magistral vuelta de tuerca, imagina la incidencia de estas apariciones en el día a día, pues al fin y al cabo, con todos sus atributos de muerte y más allá, el fantasma no deja de ser una expersona que conservará necesariamente sus tics, hábitos y manías; es decir, su carácter. En ese contexto se cifra su mirada reivindicativa hacia la realidad de las mujeres que retrata, pero también el desenfado y la enorme libertad expresiva que se permite para transmitir el sinsentido que supone la existencia. La autora japonesa, que ya en 2019 sorprendió a propios y extraños con el magnífico cuento «Una mujer muere» (publicado en la revista Granta y nominado al Premio Shirley Jackson), continúa mostrando su enorme capacidad de inventiva formal y narrativa en esta espeluznante y afilada compilación de relatos vinculados entre sí, que establecen también un diálogo entre leyendas milenarias y nuevos argumentos, como si el relato nunca dejara de desarrollarse y eso que llamamos tradición pudiese evolucionar. Algo que sugiere la noción de metamorfosis o de transformación, tan presente en estos cuentos, donde hay mujeres, animales y otros seres que mutan de forma, y donde lo mágico alcanza por igual a un árbol que a un pozo. Ganador del World Fantasy Award 2021 y encumbrado por medios tan prestigiosos como Time, The Guardian o The New York Times, Aoko Matsuda ha sabido destilar en estas páginas la influencia de referentes audiovisuales contemporáneos que van de Hideo Nakata a M. Night Shyamalan, sabedora de que la imaginación es la única base posible desde la que concebir mundos alternativos a este por el que arrastramos nuestras propias y pesadas cadenas, como almas en pena.


Una novela lírica, de Annemarie Schwarzenbach (Firmamento)

«Me encanta el peligro», admite el narrador de esta novela. Lo dice tras conocer a Sibylle, una cantante de cabaret que parece «un ángel gótico» sobre el escenario y que será objeto —o sujeto— de su desamor en la Alemania de entreguerras. Les unen sus «soledades infinitas», nos cuenta en esta especie de carta sin destinataria. Él es un joven llegado a Berlín para trabajar como diplomático, pero pronto se ve envuelto en un trastorno —neurastenia— y una herida que le desvían de escribir su pretendida narración romántica y lo enfrentan a un abismo existencial: «Estaba demasiado cansado para tener miedo». La presencia asfixiante de la ciudad, asfalto negro que ignora su drama, contrasta con la nostalgia del campo y sus colores, «opulentas sensaciones» para las que no ahorra adjetivos. La alienación del personaje se filtra en escenas breves, febriles digresiones en torno a un romance caduco marcado por el trastorno y la duermevela («llevaba a Sybille a todas horas en mí como un mal sueño»). De esta transgresora obra de Annemarie Schwarzenbach (1908-1942), publicada en el año del ascenso nazi al poder, se destacó entonces su «objetividad», y es que todas las pulsiones —incluida la de muerte— laten aquí bajo las formas equilibradas de una escritura sensible y lírica, de enorme agudeza psicológica. Son escenas o crónicas de un amor finito, donde se filtra una cierta sensación de incomunicación: «Me obligaré a caminar despacio. Acogí tanta prisa ciega en mí». Antes de que la silenciaran, la autora suiza estaba cifrando en estas páginas un rompedor relato de amor lésbico del que ella misma se sabía protagonista: «Es como si nunca hubiera vivido sin ella». Un libro destinado a amantes del riesgo, de la noche y de los ambientes que nos ponen la miel en los labios, dure lo que dure.

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