Horas críticas

Cadáveres exquisitos

«La mujer que escribió Frankenstein», de Esther Cross

Todos los cursos leemos Frankenstein en mis clases en la Facultad de Filología. Y todos los años, indefectiblemente, el alumnado se enamora del texto y de su autora. Me pregunto qué tiene Mary Shelley (1797-1851) para que la amemos tanto, hoy todavía. Y qué tiene su criatura, horrible, vengativa, solitaria, para que no hayamos dejado de identificarnos con ella. Es bello comprobar cómo cada lector, cada lectora, proyecta en ese monstruo sus propios miedos, complejos, prejuicios y oscuridades.

Mary Shelley sigue viva en cada persona que abre su mejor libro. Como ocurre siempre con los clásicos, el texto se va cargando de nuevos significados a medida que sedimentan los anteriores. Y, como ocurre también siempre con los grandes personajes, llámense Sherlock Holmes o Drácula, la autoría queda desdibujada frente a la fuerza omnímoda del ser de ficción.

¿Quién fue aquella mujer de mirada melancólica que vivió toda la primera mitad del siglo XIX? Aquella niña que llegó al mundo con la muerte de su madre, Mary Wollstonecraft, puro mito que la perseguiría de por vida; aquella adolescente que se escapó de casa y de Inglaterra con un joven poeta cuya esposa acabaría suicidándose, desesperada; aquella mujer que sufrió lo indecible con las muertes de cuatro hijos recién nacidos; aquella dama decimonónica que vio subir a los escenarios a un Frankenstein edulcorado y digerible cuando la novela alcanzó su cima de popularidad. ¿Quién fue Mary Shelley?

La escritora argentina Esther Cross, en el libro ahora rescatado por la editorial Minúscula (aunque publicado originalmente en 2013), no construye una biografía al uso de la creadora del moderno Prometeo. Más bien, nos brinda un texto híbrido y fragmentario en el que entrelaza, magistralmente, suculentos datos biográficos con interesantes referencias a la época. Un caleidoscopio donde la persona y el contexto, el producto literario y la cuestión social, se mezclan e interpelan. El resultado es original, atractivo y funciona a la perfección: atrapa desde la primera línea hasta la última.

Cross relata que Frankenstein es hijo de los años salvajes de la caza del cadáver. Las universidades y los investigadores requerían de materias primas para sus estudios, y la ciudadanía no estaba dispuesta, como hoy, a donar su cuerpo a la ciencia. La superstición se mezclaba con lo criminal, los miedos ancestrales se debatían con las luces del empirismo, y en medio de todo, aparecieron los resurreccionistas: oscuros profesionales que se dedicaban a escarbar la tierra y abrir los ataúdes para sacar los cuerpos y venderlos a los científicos. Un submundo nocturno de pico y pala que atemorizaba a los familiares de los finados, hasta el punto de obligarles a hacer guardias para evitar los desenterramientos furtivos o a pagar por ataúdes metálicos imposibles de abrir. La fiebre del oro necrófilo llegaba a los titulares de la prensa y se expandía en forma de alarma social y pánico colectivo, ante la perspectiva de acabar en una mesa de disección bajo la mirada curiosa y el bisturí inclemente de un estudiante de medicina.

Los capítulos dedicados a este lucrativo y tenebroso oficio de inicios del siglo XIX se combinan con otros dedicados a las peripecias vitales de Mary Shelley. Una mujer rodeada, desde su nacimiento hasta su propia muerte, de cadáveres, de sus muertos, aquellos que la acompañaban en forma de recuerdo imperecedero (madre, hermana, hijos, amigos) o como reliquia: el corazón de Percy Shelley, envuelto en una hoja con sus poemas, fue el bien más preciado para la autora. Su amado, que no sabía nadar pero quería navegar los mares, murió en un triste naufragio. Lord Byron y Edward Trelawny, ante la pira funeraria donde ardía el cuerpo del ahogado, observaron atónitos que el corazón del poeta se mantenía intacto, no se quemaba. Lo rescataron y se lo entregaron a una conmocionada Mary. La muerte, siempre la muerte, rondándola. Y forzándola a escribir en su diario: «A los veintiséis años, me encuentro en la situación de una anciana. Todos mis amigos se han ido. Qué pobladas están las tumbas».

Esther Cross no construye una biografía al uso de Mary Shelley, sino un texto híbrido y fragmentario, un caleidoscopio donde la persona y el contexto, el producto literario y la cuestión social, se mezclan e interpelan

Este libro, intenso, breve y de ritmo adictivo, trata sobre cómo la muerte nos condiciona y modela, sobre nuestra peculiar relación con ella, sobre nuestros miedos más íntimos. Trata de las almas y de los cuerpos, de qué hacer con los cuerpos una vez los abandona el alma. Y trata de vidas románticas al límite y de monstruos que perduran en el imaginario cultural. En una carta, el padre de Mary Shelley la anima así: «No dejes que tu situación económica te desmoralice, por favor. Tu talento es extraordinario. Frankenstein es conocido universalmente y, aunque nunca será un libro para el lector común, lo respetan en todos lados. Es el mejor libro que se ha escrito en los últimos veinte años…».

Las páginas de Cross se hacen cortas y dejan un poderoso poso. Te hacen desear más textos así: trazados con inteligencia, capacidad de síntesis, los datos justo para ubicar sin abrumar y una fina ironía cuando es necesario. Junto con el libro El año del verano que nunca llegó, del colombiano William Ospina, La mujer que escribió Frankenstein es el mejor acercamiento desde los bordes a una figura y a una época fascinantes.r

 


La mujer que escribió Frankenstein
Esther Cross
MINÚSCULA
(Barcelona, 2022)
184 páginas
18,50 €

2 Comentarios

  1. Mary no escribió la novela de un ser horrible, vengativo, la escribió como un nuevo «Prometeo» aquel que trae la luz.Aquel hermano de Atlas. Nosotros con las pelis, interpretaciones hemos desvirtuado el personaje.Un saludo

  2. Pingback: La identidad cuando los recuerdos se desvanecen: 'Cerrar los ojos', de Víctor Erice - Jot Down Cultural Magazine

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