La celebérrima frase con la que Mozart sostenía que la música no estaba en las notas, sino en el silencio entre ellas, tiene su traslación perfecta al cómic cuando hablamos de las viñetas de Borja González (Badajoz, 1982), uno de los autores más personales y aclamados de los últimos años en el ámbito de la historieta española.
Tras coronarse con su segunda novela gráfica, The Black Holes (Reservoir Books, 2018), este dibujante autodidacta vuelve a situarnos en su tercera entrega en un universo que oscila entre la adolescencia deambulante, cabreada y rebelde de Ghost World (Daniel Clowes, 1995) y el mundo onírico e invadido por el extrañamiento de Charles Burns, entre otras referencias clave en la educación sentimental del autor, como lo son el cine de horror, la música punk y el fanzine, entrañable y —de un tiempo a esta parte— resucitado formato que funciona en este libro como un protagonista más. En esta ocasión, el color adquiere más presencia dentro de una narración en mayor formato que las anteriores y de nuevo primorosamente editada, como viene siendo habitual en el sello de Penguin Libros dedicado a los tebeos.
«Está superoscuro ahí dentro» se lee en una de las muchas viñetas a toda página en la que apenas se observan unas líneas negras, unos abetos al fondo y un cielo azul salpicado de astros. Decimos silencio, pues, porque muchas de sus estampas, en las que solo se aprecia la noche inmensa y estrellada, son el espacio necesario entre los breves diálogos de las protagonistas, el lugar perfecto para que el lector coja la postura en la narrativa sonámbula del autor, en un mundo tenebroso y confuso, urdido en historias que son mínimas por el hecho de compararlas en todo momento con la infinitud del universo, pero que, ni más ni menos, salen a la caza del sentido de la existencia.
Muchas de sus viñetas son el lugar perfecto para que el lector coja la postura en la narrativa sonámbula del autor, en un mundo tenebroso y confuso, urdido en historias mínimas pero que salen a la caza del sentido de la existencia
Una oscuridad al aire libre, en la que el tiempo y el espacio se desdibujan y en la que el lector casi puede palpar la quietud y la vastedad nocturnas, solo interrumpida por el ulular del viento y de algún búho a lo lejos que la propia imaginación de quien está al otro lado de la historia sabrá poner en marcha. Porque de eso se trata: en un mundo de ritmos marcados, prisas e información engullida, González se empeña en ceder espacio a la reflexión de quienes le leen. Como en su debut, La Reina Orquídea, y en la obra inmediatamente posterior, la citada The Black Holes, en Grito nocturno Teresa vuelve a ser la protagonista. Una chica sin rostro, como todas las que le acompañan en esta trilogía, que funciona como alter ego del autor, pues encierra sus miedos, anhelos y vergüenzas. Teresa regenta una librería especializada en ocultismo, fantasía y horror, y es autora del fanzine que da título a la novela. La acompañan en su aparentemente anárquica peripecia su amiga admiradora, la skater y lectora Matilde, y Laura, el contrapunto más divertido del texto, una demonio otaku cabreada por no haber sido invocada en Japón. El entrañable ser del averno tiene la capacidad de conceder deseos. Sin embargo, nuestra Teresa, como buena adolescente en búsqueda de su identidad, no sabe lo que quiere. Se disfraza de bruja, invoca espíritus malignos y se tropieza con situaciones y personas que «no son lo que esperaba», acaso la frase clave del tomo.
Con su trazo fino y despojado y sus múltiples referencias a la cultura pop, salpicadas en los muros de la ciudad e incluso en mitad del bosque, González acierta de nuevo al reunir los gustos y costumbres de quienes, como él, fueron adolescentes y jóvenes hace dos décadas. Están la amistad frente a la soledad y el aburrimiento que tanto vimos en los blockbusters ochenteros, y están la querencia por el manga, el anime, las pelis de terror y la ciencia ficción. En otras palabras, la reivindicación de la ficción y la fantasía como armas con las que combatir el sopor y el hartazgo de una vida anodina. Se citan también en las páginas de Grito nocturno el vacío existencial, el descontento, la melancolía y el hastío millennial, magníficamente expresados a pesar de que, una vez más, ninguna de sus protagonistas tiene rasgos faciales.
De fondo, secretos ocultos: una oleada de chicas desaparecidas y buscadas a través de carteles, un fanzine de Teresa, el número 38, que su autora nunca quiere poner a la venta, pues encierra todo su ser. Y el propio misterio de la vida, las esperanzas y deseos que depositamos en quienes nos rodean para que nos ayuden a pasar por el mundo, así como otros males tan familiares y contemporáneos como el aislamiento, la alienación y el miedo. «Quiero que lo borres todo hasta que no queden gilipollas», reza uno de sus bocadillos.
Respecto al estilo, González consolida su inconfundible arte, que encuentra en la frialdad, los espacios vacíos y el lenguaje corporal sus mayores fórmulas para la expresión, acompañados por el contraste en la representación de dos universos contiguos, la ciudad solitaria y triste y el bosque mágico y lúgubre. Tras el goce estético que produce un primer paseo por este mundo extraño, el de un cuento de hadas gótico, el lector apreciará numerosos nuevos matices y hallazgos en una segunda lectura que el propio autor —y también una misma— recomienda.