Las cigarras ya habían empezado a cantar a pleno pulmón, intentando atraer una hembra para aparearse. Estos bichitos tan incansables son la manifestación real de que ha llegado el verano en Japón. Si una cigarra se cuela en tu casa es signo de buen augurio. Otro significado que se le da a estos encuentros del azar es que vendrá época de cambios y de transformaciones. O eso me había dicho él durante nuestro primer verano viviendo en Tokio.
Estaba sentada en la mesa del comedor, frente a la ventana abierta de par en par. Las cortinas se movían con la brisa veraniega. Esa época del año era insoportable en Tokio. No había quien pudiese con la humedad. Solo el aire acondicionado podía apaciguarla, lástima que se hubiera estropeado. A mi lado, ignorando mi presencia, cosa habitual últimamente, estaba Semimaru. ¡Cómo deseaba que me mirase y conversar como solíamos hacer! En cambio, se pasaba las horas trabajando y cuando llegaba a casa solo quería dormir. Ya nada era como en Barcelona.
Allí estaba él, mirando la tele como de costumbre. Su pasotismo me tenía harta, me entristecía y cabreaba a la vez. Estaba cansada de sentirme tan sola. Ya era habitual no parar de darle vueltas y más vueltas al rumbo que estaba tomando nuestra relación. De repente volvió a arrancar el estridente sonido de las cigarras, evitando así que me hundiera más en mis pensamientos.
Volteé la cabeza para contemplarlo. Con la mirada le pedía que me hablará. Chasqueó la lengua, eso era una mala señal. Solo podía significar que se avecinaba otra discusión.
— Cierra la ventana. ¿No ves que con el ruido este no puedo ver la tele tranquilo? —dijo sin apartar la mirada de la pantalla.
— Sin aire acondicionado el apartamento es un horno. No pienso cerrarla.
— No empieces. ¿Acaso no podías llamar para arreglarlo? —aún seguía con la mirada clavada en la tele.
— Dijiste que de eso te encargabas tú. Ya sabes que aún no me atrevo a hablar por teléfono. No me siento cómoda.
— ¿No crees que va siendo hora de que aprendas de una maldita vez a hablarlo? No cuesta tanto, llevas 5 años aquí —volvió a chasquear la lengua.
— Lo estoy intentando —incliné la mirada.
— No lo suficiente. De verdad, esfuérzate más. Es muy cansado tener que ocuparme siempre de todo. Te recuerdo que también trabajo. Haz algo.
Por fin se giró a mirarme. Ya era hora de que me dirigiera la mirada. Pero no quería esa con la que miraba, llena de fastidio. No podía aguantarla. Aparté la vista de él y volví a centrarla en la ventana. A mirar fijamente los árboles. Lo que fuera menos a él.
— ¿En serio que no la cerrarás? Siempre tengo que hacerlo todo yo. De verdad que me tienes harto, Mar.
Se levantó y se dirigió hacia la ventana. La cerró con todas sus fuerzas.
— ¿Tanto costaba hacer esto?
Se giró y se me quedó mirando por unos momentos. Ahora, los dos en silencio, mirándonos fijamente. Me ponía nerviosa. Bajé otra vez la mirada. Odiaba cuando lo hacía. No quería hacerle sentir que tenía el poder. Fue entonces cuando me percaté de la cigarra que se estaba aferrando a su camiseta. Tenía la impresión de que lo observaba.
— Semimaru, tu camiseta —exhalé profundamente. Los bichos no eran santos de mi devoción tampoco. No podía con ellos. Qué asco.
— Tienes una cigarra en la camiseta.
Empezó a acercarse a mí. Me levanté de golpe, tirando la silla al suelo.
— ¡No te acerques! Quédate donde estás.
Semimaru se paró en seco. Observó su camiseta y, acto seguido, me volvió a mirar.
— ¿Pero qué dices, Mar? Yo no veo nada —mientras decía esto, la cigarra empezó a trepar poco a poco por su camiseta.
— No te andes con bromas y haz el favor de sacarte de encima ese bicho.
No podía apartar la mirada de la cigarra. Lentamente, fue subiendo hasta llegar a su cuello y de allí siguió la ruta hasta su boca.
— Por favor, para ya con la mierda de broma. Ya sabes que no puedo con ellos. Quítatelo de encima.
— Mar, no estoy haciendo nada. No veo a ningún bicho, cálmate.
La cigarra empezó a meterse dentro de él, hasta que desapareció por completo.
¿Cómo no había podido notar nada? ¿Cómo se había tragado tranquilamente, como si no hubiera pasado nada, a esa cigarra? Qué asco más grande. Me encontraba mal, un sudor frío recorría mi cuerpo. Tenía muchas ganas de vomitar. Él, como si nada, se volvió a sentar a ver la tele. Comportándose como siempre. Tan tranquilo.
Al día siguiente, me desperté y aún medio dormida me fui al baño. Al volver a la habitación miré el despertador, eran las 5:20. ¡Aún no había empezado a preparar el desayuno! ¡Mierda, mierda, mierda! Fui rápidamente hacia la cocina, empecé a sacar los ingredientes de la nevera. Encendí los fogones y comencé a romper unos huevos.
— Sabes que tengo que salir de casa dentro de 15 minutos, ¿no? —chasqueó la lengua.
— No te preocupes. En nada estará listo.
Levanté los ojos de la sartén. Allí, delante de mí, había una cigarra, una cigarra enorme. Esa cosa empezó a moverse. Ay, no, por favor, no. Se sentó en la cama, su postura era igual a la de un humano. De fondo se escuchaba un tenue sonido: era su canto.
— ¿Se puede saber qué te pasa? ¿Ya no puedo dormir tranquilo?
Me quedé unos minutos allí parada, contemplando a esa cigarra enorme.
— ¿Estás bien, Mar? ¿Por qué me miras así? —la cigarra se levantó de la cama y se acercó a mí.
— Semimaru, ¿eres tú? —la voz me temblaba. Ese bicho hizo el mismo chasquido de lengua que hacía él.
— De verdad que no sé qué te pasa últimamente, pero estás muy rara. Creo que la nueva medicación no te está ayudando.
— No tiene nada que ver.
— Pues deja de mirarme así.
Al terminar se fue hacia el baño. Yo me quedé en el comedor, mirando fijamente por la puerta por la que se había ido. Sin poder parar de pensar que había una cigarra enorme en mi baño.
Los días pasaban y Semimaru no cambiaba. Todo seguía igual, excepto que ahora era una cigarra. Fui acostumbrándome a su apariencia, a su melodía. Aunque se hubiera metamorfoseado, seguía siendo el mismo de siempre. Con sus costumbres y hábitos. Definitivamente era él. Los primeros días fueron muy extraños. No podía quitarle la vista de encima. Sus cambios físicos no hicieron que nuestra dinámica cambiara. Al principio no podía ni mirarle a la cara. Me costaba mirarle a sus enormes ojos de insecto. En ocasiones me quedaba fascinada mirándole sus alas. Imaginando si sería capaz de volar. Hubiera sido gracioso que se escapara por la ventana y desapareciera. ¿Qué haría él? ¿Lo atacaría algún cuervo? ¿Saldría en las noticias? Pero nunca pasaba eso. Él se levantaba de la cama a las 5:30 de la mañana cada día. Reclamaba su café con el desayuno y luego se iba al trabajo. A las 22:00 volvía a casa del trabajo. Se descalzaba, se desabrochaba su corbatita, se desvestía del traje que llevase puesto ese día y se daba un baño. Durante este proceso no intercambiábamos ni cariños ni palabras. Ya era costumbre. Mientras se bañaba, preparaba la cena. Por lo que había visto, su dieta alimentaria no había cambiado. Le seguían gustando y seguía odiando las mismas cosas. Comía su cena acompañada de una cerveza y viendo la televisión. Sin mirarme, sin hablarme. Su voz se iba apagando poco a poco.
Y esto fue definitivo cuando un día su canto cesó. No necesitaba esperar ninguna señal más. Semimaru debía ser la única cigarra macho que no cantara. No era necesario decir nada más. Dentro de mí ya sabía cómo acabaría nuestra historia. Ya era fútil arreglarlo. Lo nuestro había acabado.
Estaba sentado en el sofá viendo la tele. Me acerqué a él y me senté a su lado. Me quedé unos minutos mirando fijamente la pantalla. No sabía qué decir. Le cogí una de sus patitas peludas y fijé la mirada en mis manos. No podía mirarle a la cara.
— Creo que lo mejor para los dos es terminar con esto —la voz se me cortaba. Él seguía con su mirada clavada en la pantalla.
— Mmm, será lo mejor —y así terminó la conversación. Así sin más. Como si no hubiéramos sido nada.
A la mañana siguiente, me desperté como todos los días, a las 5:15, de tantos años ya se había vuelto parte de mi rutina. Me quedé un ratito más en la cama, no me sentía muy bien. Me giré hacia el lado derecho de la cama, estaba sola. Su lado estaba vacío. Volví a cerrar los ojos durante unos minutos hasta que me decidí a levantarme. Me paseé por la casa recogiendo mis cosas. Las cosas de él seguían en su sitio, supongo que volvería más tarde. Fui a coger unos pantalones para ponerlos dentro de la maleta cuando de repente escuché un crac. Miré hacia abajo. Era una cigarra. Ay, no, qué asco. Cogí la pala y la escoba, la barrí y la tiré por la ventana. Me quedé contemplando los árboles. Qué bonitos eran.
El verano estaba llegando a su fin, y con ello la frágil vida de las cigarras. Qué triste. Se pasan diez años bajo tierra siendo ninfas para luego vivir dos semanas, máximo cuatro semanas, en su vida adulta. Qué fugaz. Diez años estuvimos juntos.
Ya era hora de que volviera a casa.
Cogí la maleta y salí de esa casa vacía. Empecé a caminar y aún se podía escuchar el incesante canto de las cigarras. Más calmado, pero aun así insistente.
Reprimiendo las ganas de llorar, miré hacia el cielo. Qué día más bonito hacía. La brisa apaciguaba esa humedad. Entre el movimiento de las hojas, una voz familiar susurraba: «Sayonara«.
Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, quince años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.
Ona Pujol Puy nació en Barcelona en 1998 y tiene raíces andorranas. Es licenciada en Estudios de Asia Oriental y graduada en el Máster de Relaciones Internacionales por la Universitat Autònoma de Barcelona. Actualmente cursa el Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF.
Enhorabona! El detall de trepitjar-la m’ha encantat. Per moltes històries més! ?
Me ha encantado , su realismo y su metáfora ????
Muy buen cuento escrito con un estilo original con homenaje a la Metamorfosis de Kafka dándole un toque actual. Me ha gustado.
Metáfora sin final feliz. Inteligente y original.
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