En una ciudad cosmopolita como Madrid, a veces una puede cruzarse con hombres y niños vestidos de traje, con chaquetas anchas y sombrero, y unos cordones blancos que cuelgan de la cintura. Son estos detalles, que pasan desapercibidos al ojo si uno no los busca, los que nos confirman que nos hemos cruzado con un jaredí. A pesar de ser una ciudad grande, no es tan común encontrarse con miembros de la comunidad ultraortodoxa, y cuando los descubrimos son motivo de sorpresa. Los miramos con curiosidad porque se salen de lo común, pero no nos paramos a observarlos ni entenderlos. Siguen siendo casi invisibles a pesar de su apariencia tan obviamente distinta.
Shtisel es una producción israelí para televisión creada por Yehonatan Indursky y Ori Elon, que se emitió entre 2013 y 2021, donde se nos muestra, como si mirásemos a través del ojo de una cerradura, la vida de una familia jaredí de uno de los barrios ultraortodoxos de Israel. Se trata de una serie costumbrista, que nos cuenta el día a día de varias generaciones familiares al modo de This Is Us, pero sin tratar en profundidad temas sociales o hacer comentario político. No hay un mensaje, se limita a enseñarnos los entresijos de las relaciones familiares, con sus partes buenas y malas, enmarcadas por un contexto profundamente religioso.
Sin embargo la mirada de Shtisel no es religiosa, ni tampoco crítica con la comunidad y todas sus normas. Ofrece una representación hiperrealista de problemas cotidianos con los que cualquiera puede identificarse: la pérdida de seres queridos, la vejez, querer lo mejor para los hijos, los problemas matrimoniales, el primer amor… Intenta profundizar en la naturaleza humana y sus aristas, creando un relato en el que la religión no es un enemigo, y la comunidad no es un ente opresor contra el que rebelarse, sino un marco que propone una serie de normas. El espectador las termina aceptando como elemento integrador de la trama, pero nunca como un determinante de la vida de sus personajes. Como si mirásemos a través de una vidriera, que descompone la luz para darle una forma distinta, nos encontramos con una serie sobre el amor y los lazos afectivos, pero teñida de colores distintos. No es crítica, es inocente. No es subjetiva, es comprensiva.
No sería posible si el tratamiento de cada capítulo fuese un poco menos delicado, un poco menos poético. El amor por los detalles es lo que hace que nos conmovamos al ver al patriarca, Shulem, en su casa leyendo la Torá; a su hijo Akiva fumando en el balcón; a la abuela que empieza a vivir en una residencia para mayores, o a Ruchami, la nieta mayor, enamorarse de un joven estudiante al que observa todos los días a través de una ventana. Ninguna de las subtramas se nos muestra de forma dramática o desgarradora: el dolor y las alegrías se comparten frente a un té en la mesa de la cocina.
Es en estos pequeños detalles donde vemos que se filtra la cultura jaredí, por ejemplo en las bendiciones que repiten una y otra vez, en las mezuzas que hay en la puerta de todas las casas y que diligentemente tocan los personajes antes de entrar, en las vestimentas que en ningún momento se emplean como elemento diferenciador con el resto de gentiles o goyim, o en la forma en que las mujeres casadas se cubren el pelo. No son elementos disruptivos, sino que componen la poética de una serie donde los ritos son el punto de partida, pero nunca el conflicto.
Resulta fácil compararla con otras producciones de Netflix en las que se nos deja percibir un atisbo de la vida dentro de las comunidades jaredíes, pero muchas terminan cayendo en representaciones parciales de lo que significa la vida religiosa para un creyente. Occidente se mira al ombligo, ha roto totalmente con sus tradiciones y no comprende la belleza del ritual y del sacrificio. Por eso es tan valioso que esta serie te sumerja en un microcosmos que no comprendemos cuando lo miramos desde fuera.
No todos los personajes se adaptan a la forma de vida ultraortodoxa sin momentos de duda. El protagonista, Akiva Shtisel, choca con las expectativas que hay puestas sobre él, porque lejos de ser un hombre razonable, dedicado al estudio de las escrituras como su padre o su hermano, es un alma sensible y artística que se enamora de quien no debe. Nada de lo que hace es lo que esperan de un hombre de su edad, ni es lo que su padre desea para él; sin embargo, en ningún momento muestra deseos de rebelión. Su cultura y su fe no son un obstáculo que salvar para alcanzar la plenitud o la realización, y el conflicto no es nunca con ella. Todo lo que nos muestra esta serie es perfectamente extrapolable a otros lugares u otras épocas. La belleza de Shtisel es que es universal y que lo humano supera al contexto.
Las tres temporadas de las que consta son una profunda lección de empatía y de comprensión hacia el otro. La comunidad jaredí, que o no vemos o que observamos con recelo porque nos resulta arcaica, tiene su idiosincrasia y su belleza, pero nuestros ojos no están acostumbrados a mirar así.
Es una serie capaz de enganchar en cada una de sus pequeñas historias. Están muy bien tratadas y con mucho cuidado.
La diversidad de personalidades y de su forma de afrontar la vida es lo que más llama la atención dentro de una sociedad, regida por unos principios religiosos tan estrictos, que presuponen un comportamiento mucho más homogéneo de sus miembros.
Es la reseña más hermosa que he leído acerca de una serie que sabe representar a una familia judía, judíos como yo que estamos acostumbrados al prejuicio agradecemos inmensamente tu reseña, mil aplausos.
Totalmente exacto el contenido del artículo, vi Shtisel y me encantó, es diferente de lo que estamos habituados a ver.
Hermosa, hermosísima serie de Netflix. Amé su historia y al hijo de uno de los protagonistas mayores.
Por supuesto que tiene pinceladas políticas y sociales, que pareciera que no lo son, pero son profundas. Basta con recordar cómo cuando se quiere degradar a alguien, se le compara con los gentiles. Tampoco olvidemos el episodio del desfile militar del gobierno sionista que se prohíbe observar dentro de la yeshibá.