El avión cayó 1.200 metros en apenas un minuto y yo iba dentro. No era un aterrizaje, ni un videojuego, tampoco un sueño, aquello fue real. Por aquel entonces yo tenía doce años y unos cuantos vuelos a mis espaldas. No me asustaban los aviones, y las noticias sobre accidentes aéreos me parecían tan infrecuentes que jamás podrían ocurrirme a mí. Sin embargo, aquel vuelo de Barcelona a Santiago haría trastabillar mi confianza en las estadísticas.
Sobrevolábamos la cornisa Cantábrica cuando todo empezó. La primera turbulencia no resultó sospechosa, era normal experimentar ligeros zarandeos al volar por encima de una zona montañosa. La segunda, sin embargo, fue harina de otro costal. Desde dentro, aquella sacudida se sintió como si King Kong hubiera capturado el avión con sus descomunales manos y lo hubiera agitado para adivinar qué había en su interior. Mi padre se despertó de un respingo y la mujer que se sentaba justo delante salió despedida contra la señal de «átense los cinturones». Nadie entendía lo que estaba ocurriendo, aunque tampoco tuvimos demasiado tiempo para pensar en ello antes de que el avión se desplomara.
En un instante tan breve como la física puede permitir, pasamos de estar volando a precipitarnos al vacío. La gravedad desapareció y entonces empezó el caos.
Las hojas que estaba leyendo huyeron de mis manos y ascendieron al igual que los pasajeros que habían olvidado atarse tras la primera sacudida. El carrito de la comida atravesó el pasillo empujado por el fantasma de Newton y los gritos impregnaron el aire hasta volverlo asfixiante. Aquellos bramidos estaban en otra lengua, un idioma primitivo y universal que nuestra intuición era capaz de decodificar al instante: ¿Vamos a morir?
La caída pareció eterna, como si cada uno de sus sesenta segundos durara un minuto entero. Tuve tiempo para asustarme, para temer a la muerte e incluso para aceptarla. Pero no llegó.
El avión consiguió estabilizarse y volvimos a la horizontalidad con la misma brusquedad que la habíamos abandonado. Las crisis de pánico tardaron un poco más en desaparecer y costó aceptar que la calma hubiera vuelto para quedarse. A decir verdad, la falta de información por parte de la tripulación no ayudó demasiado. El primer comunicado se hizo esperar más de diez minutos y fue absolutamente ininteligible. No supimos qué había ocurrido hasta que lo leímos en la prensa: «Pánico y cuatro lesionados en un vuelo entre El Prat y Santiago», decía el Correo Gallego.
Al parecer aquello tenía nombre: CAT, un acrónimo inglés para «Turbulencia en aire claro». Se trata de unas perturbaciones en la atmósfera que desestabilizan a la aeronave y que son difíciles de predecir por encontrarse en cielos despejados. Son relativamente infrecuentes y no suponen un peligro real, tan solo una experiencia de pesadilla. Sin embargo, aquello me había sucedido a mí, no a un personaje de película ni a los pasajeros de un vuelo entre Melbourne y Nueva York. En esas condiciones los porcentajes tan solo parecen números y la vivencia invade tu cerebro, expulsando a la razón y alterando tu percepción del peligro.
Yo ya sabía que los aviones eran mucho más seguros que los coches y autobuses que tomaba a diario, pero era consciente de que en mi interior había dos voces enfrentadas. Una me hablaba desde mis tripas, que se retorcían tan solo con pensar en subirme a otro pájaro de hierro. La otra disparaba estadísticas y razonamientos lógicos para desnudar las falacias de la primera. Tuve la suerte de que la segunda voz se impuso y, aunque algo nervioso, solo me costó un vuelo recuperar la confianza en los ingenieros aeronáuticos. No obstante, estoy convencido de que, entre el resto de los pasajeros, el CAT despertó alguna que otra fobia a volar (y justificó unas cuantas recetas de ansiolíticos). Y es que no siempre es tan fácil domar nuestros temores con datos. No importa cuán formado esté uno o lo inteligente que sea, todos pensamos más emocionalmente de lo que solemos creer.
Tendemos a creer que la razón y la emoción son opuestos, que podemos tomar decisiones absolutamente puras guiándonos solo por los datos sin el mejor sesgo emotivo. Lo cierto es que, a poco que profundizamos en el funcionamiento de nuestro cerebro, entendemos que tal separación es un mito. El paciente EVR es un gran ejemplo, para empezar. Los cirujanos le salvaron de un tipo de cáncer cerebral llamado «meningioma». Por desgracia, para resecarlo tuvieron que extraer una parte nada desdeñable del cerebro de EVR. La estructura extirpada pertenecía a la corteza orbitofrontal, un área especialmente implicada en los procesos emocionales. Si dejamos volar la imaginación podemos visualizar a un paciente EVR que, tras la operación, se comportaría como un Hannibal Lecter o un señor Spock, capaces de sobreponer siempre la razón a las emociones y tomar las decisiones más cerebrales y efectivas. Pero, una vez más, el cerebro rompió todas nuestras predicciones.
EVR no se convirtió en un decidido Sherlock Holmes, sino en todo lo contrario. Era incapaz de tomar determinadas decisiones, y no hablamos de complejos dilemas éticos, sino de elecciones relativamente sencillas que cualquier niño hace a diario. Al privarle de parte de su mundo emocional, sus decisiones se vieron afectadas. Hemos de asumir que somos esa suerte de ser bicéfalo, movido por una mezcla inseparable de razón y emoción; un ser que toma decisiones emocionales para luego justificarlas con la razón, como ya decía Stuart Sutherland.
No es un error de la evolución, es una forma magnífica de tomar decisiones rápidas y precavidas (a veces en exceso). Cuando nos siguen. En ellas, Sergio Parra da forma a un libro único. Un libro donde encontrarás miríadas de estadísticas con las que tratar de ahogar tus inquietudes más viscerales. Verás lo improbable que son los accidentes de avión, los asesinatos, los ataques terroristas, y muchos otros peligros que han contribuido determinantemente a que el siglo XX sea como es. No obstante, he dicho que es único, y una simple colección de cifras no le haría valer tal calificativo. La magistral jugada de Sergio ha consistido en un movimiento de pinza que aborda nuestros miedos desde los dos idiomas que suelen hablar, por un lado, la razón, la lengua franca de nuestra mente, pero sin por ello olvidarse de su dialecto materno: la emoción. A través de un tono humano y aforismos dignos de ser exhibidos en camisetas y tazas (y más asequibles que los del mismo Heráclito), Sergio apela a una parte de nosotros que los discursos anti-alarmistas suelen olvidar.
Pero hay algo más. Este libro que tienes entre tus manos no te convertirá en un Juan sin miedo por dos sencillos motivos: primeramente, porque eso solo puede conseguirse dañando seriamente estructuras cerebrales relacionadas con el miedo, como las amígdalas, y, en segundo lugar, porque sería imprudente. El miedo es una gran estrategia de supervivencia y hemos de aprovecharlo, lo cual no significa eliminarlo, sino redirigirlo a aquellas cosas que realmente merezcan nuestra preocupación. Eso es lo que sugiere esta obra, que en lugar de tiburones puede que debamos temer al suicidio, y el miedo a los meteoritos podría ser sustituido por aumentar nuestra concienciación sobre los ictus.
En definitiva y para abreviar el prólogo, diré que este es uno de esos libros perfectamente diseñados para cambiar la cosmovisión de quien lo lee. No se trata de una epifanía espiritual, es algo mejor, es un baño de realidad. Un baño que recuerda más a unas termas romanas, a ratos cálidas y reconfortantes, a ratos frías y hostiles. Los datos alentadores son intercalados con estadísticas de lo que realmente ha de preocuparnos. Tras cada caldarium viene un frigidarium y, con cada shock término, nuestra visión de esta sociedad en la que vivimos se aclarará un poco más. Así que disfruta del balneario y nos vemos al otro lado.
Este texto es el prólogo del libro De qué (no) te vas a morir de Sergio Parra, editado por West Indies Publishing Company.
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