Ficción

La última estación después del invierno

La chica con el perro se sienta en el primer asiento, al lado de la puerta del medio, mirando hacia nosotras. Somos cuatro en el segundo vagón.

Con un movimiento semicircular del brazo sobre su cabeza se saca el bolso. Tira de la cuerda del perro para que se meta debajo del asiento. Levanta la vista y nuestros ojos se cruzan. Pongo los míos en la ventana y por el rabillo veo que saca algo. Vuelvo a mirar y está abriendo un libro. Se corre un mechón de pelo de la cara y con los dedos en pinza se lo pone detrás de la oreja.

La señora de azul vuelve a abrir su teléfono. Marca y se lo acerca al oído. Lo aleja, lo mira, vuelve a tocar las teclas.

—Los maridos, querida. Tengo que avisarle al mío que ponga el pollo en el horno y que no se pase con la sal. Una se pasa la vida enseñándoles todo. El mío parece que hubiese nacido con dos manos izquierdas.

Sonrío de lado: en el tema maridos soy inexperta, pero la alta que va detrás mío se ríe fuerte, parece compartir la idea de la señora.

El perro de la chica del libro empieza a roncar.

—Parece que está cómodo —dice en una voz muy alta la señora que tiene un marido.

La mira a la chica con el cuello estirado esperando respuesta.

—Tiene un problema de respiración —grita la chica del libro desde la mitad del vagón.

La alta se asoma por detrás de mi asiento envalentonada por el pequeño momento de complicidad:

—Ah, pero mira, ¡qué mono es! ¿Cómo se llama?

—Bruno.

En el acto el perro sale de abajo del asiento con las orejas paradas.

Todas nos reímos y la chica lo acaricia mientras le dice algo, creo que en catalán.

—¿Bajan en la próxima? Hoy debe haber mucha nieve por allí arriba. A ver si tenemos que ir en trineo —dice la señora con una risa fuerte que suena un poco a cerdo.

Nos vamos hacia adelante con el movimiento del tren que frena en seco y casi me golpeo con el apoyacabezas antes de poner las manos. Las luces tintinean dos o tres veces, con un ruido agudo se abre la puerta que está al lado de la alta. Sube una chica que nos dice un hola sonriente acompañando la voz con un gesto de la mano. Se sienta y se saca la chaqueta llena de barro. Las luces vuelven a parpadear, las puertas se cierran dejando todo el frío glaciar dentro del vagón.

—¿Y tú de dónde has salido? —dice visiblemente nerviosa la mujer que tiene un marido.

—Las vengo a acompañar hasta el final —dice dulce la chica.

La alta y la señora saltan de sus asientos y es la alta la que habla primero:

—¿Pero de qué final hablas?

—Eso, eso, a ver tú que sabes tanto —dice la señora señalando a la chica con su móvil.

—El de todas —contesta.

Con las orejas caídas el perro aparece llorando de debajo del asiento. La chica deja el libro y lo pone en su falda, pero él sigue con un lloriqueo ronco, será por su problema de respiración.

—¡Pero qué cosas dices! —dice la alta abrazada a su bolso mientras la señora del marido toca las teclas del móvil y creo que maldice. Lo cierra, lo vuelve a abrir, vuelve a tocar y así varias veces hasta que se lo pone en la oreja y supongo que espera, revoleando los ojos, oír el tono de llamada.

Quiero preguntarle a quién llama, pero no me sale voz. Me pongo la mano sobre la garganta, abro y cierro la boca. Nada. No recuerdo ser muda: creo que yo sí podía hablar.

La chica del perro llora y la nueva se apiada de todas.

—Seguro que ninguna recuerda en qué estación subió ni cuánto tiempo lleva sobre este tren. Es normal, chicas. Han estado viajando durante el verano, el otoño y más. Ya acaba, conmigo ha llegado el final del invierno.

La alta se deja caer en el asiento y me pregunta:

—¿No eres tú la que ha subido última?

La miro y levanto los hombros, me toco la garganta y sacudo la cabeza. La voz sigue sin salir, pero la nueva tiene razón: no recuerdo dónde subí ni a qué hora.

La señora del teléfono se sienta a mi lado, pasa su brazo por debajo del mío y me agarra muy fuerte.

—¡Ay, nena! Ésta de dónde ha salido. Mira las barbaridades que dice, por favor.

La miro piadosa y me apoyo en su hombro que huele a viejo, cierro los ojos y me dejo llevar. La oigo tocar las teclas de su móvil y a la alta creo que sollozar. El tren parece detenerse otra vez: esta vez lento y acompasado, como sobre olas.

Oigo las puertas abrirse y la voz dulce darnos la orden:

—Vamos, chicas. Hemos llegado. Es aquí.


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Florencia Gondra es una argentina criada en las aulas de la educación pública. Es diseñadora gráfica por la UBA y máster en Creación Literaria por la Universidad Pompeu Fabra.

Trabaja en su primer libro mientras friega suelos ajenos para subsistir en la Costa Brava. Descubrió que escribir relatos de infancia en su cabeza es la mejor forma de no llorar ante el olor a lejía.

12 Comentarios

  1. una escritora muy sagaz y muy observadora de la vida felicitaciones

  2. Cecilia Analía

    Tan sensible e imaginativo relato

  3. Hermosa representante de mi amada Argentina

  4. Ella escribe y todos nosotros soñamos historias mágicas .

  5. Cada vez me fascina más esta forma tan especial de narrar las vivencias que te atrapan y quieren que haya continuidad. Serás un escritora espectacular. Te deseo muchos éxitos. Siempre debería haber personas que escriban con esta sensibilidad

  6. Me ha encantado… esta autora siempre consigue cautivarme!

  7. Bello relato!

  8. un cuento evocador e inquietante, con la habilidad de dejar con las ganas de leer un poco más… Grande!

  9. ¡Hermoso cuento! Te atrapa y quieres seguir leyendo más. ¡Felicitaciones, Flor!

  10. Te leo y no puedo evitar unas lágrimas… Siempre supe que eras especial. ❤️

  11. Me ha encantado, la manera que escribe, los detalles del relato que te ha en ser parte de el, una escritora prometedora

  12. Pingback: ‘Fargo’: el invierno son los otros - Jot Down Cultural Magazine

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