Hoy se tiene un concepto del teatro más basado en la novedad y la sorpresa que en temas y títulos que el espectador conoce de antemano. Los teatros programan fundamentalmente lo que llaman obras de “creadores contemporáneos”, término confuso y narcisista con el que se refieren a los autores vivos, y, si nos ceñimos a los escenarios públicos, observo una preferencia por el teatro experimental y sus fórmulas de moda. El “teatro de repertorio”, es decir, las grandes obras que conforman el canon teatral, prácticamente ha desaparecido de los escenarios. Solo la Compañía Nacional de Teatro Clásico, creada para escenificar teatro clásico, sobre todo del Siglo de Oro, se mantiene en este empeño y no sin caer ocasionalmente en la tentación de producir títulos extemporáneos a su cometido. Son las compañías independientes las que, espoleadas por los festivales estivales o por una línea de trabajo forjada en los clásicos, abastecen hoy de producciones de este tipo.
El desprecio por la tradición no es exclusivo del teatro, se ha detectado en otras disciplinas artísticas, donde también prevalece la norma de buscar la novedad a toda costa. Lo chocante es que los artistas de la novedad se sigan considerando poco menos que francotiradores y rebeldes, unos incomprendidos, cuando en muchos casos son los niños mimados del mundo cultural y de los medios de comunicación. Los artistas habituales que encontramos en los festivales europeos y los circuitos internacionales nos suelen ser presentados como artistas de riesgo, aventureros, cuando, en realidad, “creadores” como Angélica Liddell, Jan Fabre, Romeo Castellucci… son artistas que trabajan con el airbag de las grandes instituciones culturales.
La cultura se ha rendido a los ismos, a las vanguardias. Es un asunto largo de explicar, y tiene que ver con la pérdida de influencia en el mundo cultural del canon estético y, por tanto, de la tradición. Cuando, en 1868, los pintores impresionistas ridiculizaron con su éxito a la burguesía parisina y a los críticos que los rechazaron, esto no solo supuso una ruptura en el ámbito pictórico, sino que las élites galas decidieron que cualquier idea, por muy osada que fuera, sería bien recibida. Desde entonces, criticar las tendencias en el arte es poco menos que anatema; abrazar la tradición en cambio suena a casposo y aburrido.
El crítico literario norteamericano Harold Bloom, en El canon occidental (Anagrama), define el canon como “la relación de un lector y un escritor individual con lo que se ha conservado en todo lo que se ha escrito”. Es decir, el canon decide la mortalidad o inmortalidad de las obras, idea que se aplica a cualquier disciplina artística. Y ha sido el valor estético de estas obras, y no sus relaciones históricas, sociales, económicas…, la razón de su supervivencia. Shakespeare, por ejemplo, fue un autor recuperado en nuestro país para la escena en el siglo XIX, pues, en la centuria anterior, el racionalismo imperante lo consideraba poco menos que bárbaro, pero fue su poderoso lenguaje lo que volvió a llamar la atención de los lectores, escritores y actores hasta el día de hoy. “El valor estético surge de la memoria, y también (tal y como lo vio Nietzsche) del dolor, el dolor de renunciar a placeres más cómodos en favor de otros muchos más difíciles”, añade Bloom.
La tradición y la modernidad plantean también la cuestión de cuándo una obra entra en el dominio de lo “clásico”. Hay obras que no lo harán nunca, y otras que, sin embargo, apenas tardan en hacerlo, como, por ejemplo, las de Beckett, Arthur Miller o Lorca. Tiene que ver con el concepto de época, que en el arte —sobre todo en el del siglo XX— se refiere a un periodo delimitado por un código de expresión donde la idea estimulante y placentera de lo nuevo se instala, prevalece, sumerge los códigos de la época inmediatamente anterior o quizá solo salve lo esencial.
Perenne controversia
Siempre que se representa una obra clásica surge el debate sobre su adaptación, antigua controversia que adquiere un nivel más aquilatado en el teatro que en otras disciplinas artísticas por una sencilla razón: no tenemos una copia grabada de la representación original de un texto clásico, solo contamos con el manuscrito (las grabaciones de representaciones comenzaron a partir de la segunda mitad del siglo XX). El rescate de un libro o de una pintura no entraña tantos problemas como la representación de una obra de teatro clásica. Cuando un editor se propone reeditar el Quijote, actúa sobre el texto original para modernizar los signos de puntuación y todas aquellas cuestiones lingüísticas que considere, pero tiene un original de referencia. Y ocurre lo mismo en la pintura.
En el teatro las cosas son más complicadas, muchas de las obras del XVII, por ejemplo, fueron escritas para actores y compañías determinadas, desconocemos con exactitud el tono, la expresión, los gestos… de los intérpretes, hay todo un mundo de posibilidades que se nos escapa. Si pensamos en las tragedias griegas, la labor es más ardua, poco sabemos de la realidad ambiental de cuando fueron escritas y de cuantas otras cosas que hacían que el público se congregara para verlas representadas; quizá por eso es rarísimo hoy encontrar una representación que no resulte latosa o aburrida. La iconografía de la época puede ayudar a su recreación (en atmósferas, vestuario, personajes…), pero es bizantino pretender que los clásicos se representen en su pureza original, porque la ignoramos. Solo conservamos los textos. Un célebre director de escena y autor, buen conocedor del teatro del Siglo de Oro, me confesó una vez su receta para hacer las adaptaciones escénicas de textos clásicos: “Me pregunto qué pensaría el autor de la obra si la viera”. No creo que este director reciba hoy muchos encargos, ya que lo que prospera es justamente el modelo de director de escena que usa textos ajenos como pretexto para ofrecer su “perspectiva” de la obra sin necesidad de escribir una sola línea. El teatro clásico se ha convertido en nuestros días en una oportunidad fantástica para el panfletista, que tiende a hacer del escenario un púlpito, tomando por propio lo ajeno. Vas a ver un Otelo y te cambian de arriba abajo la obra para hacer protagonista a Desdémona y ofrecer “una percepción del sistema patriarcal y la construcción del género”; una zarzuela como Maruxa se convierte en una crítica al capitalismo, el chapapote y la solidaridad con los voluntarios del Nunca Máis; la reciente tetralogía de El anillo del nibelungo, de Wagner, dirigida por Robert Carsen, se convierte en apología del ecologismo. Ejemplos como estos han llevado al escritor Javier Marías a perder la fe en la posteridad: “Han logrado convertir la posteridad y la supervivencia de las obras de arte en lo peor que a sus autores les pueda suceder. Aunque ellos no se vayan a enterar. Pero se está más a salvo sepultado por el olvido: a ningún escritor que yazga en él se lo someterá a semejantes vejaciones y perrerías póstumas, ante las que además se encuentran totalmente indefenso” (El País Semanal, 13/06/2021).
En la representación de un clásico es ineludible la tensión entre dos puntos de vista: la del autor y la del adaptador, porque se trata de conectar en un mismo espacio escénico dos mundos alejados. Es comprensible que al director de escena de hoy le interese por encima de todo llegar al público y busca que su espectáculo sea inteligible para un auditorio que probablemente no tenga las preocupaciones de la época en la que nació el texto. Por ello, intenta resaltar los elementos que puedan sintonizar con la sensibilidad de los espectadores. Pero, si opta por inventarse lo que el autor dice, añadiendo morcillas a su gusto que contradicen el original, si esa es su pretensión, quedaría librado de cualquier reproche cambiando el título de la obra. Cuando los clásicos sirven de inspiración y se les pierde el miedo, a veces se obtienen grandes resultados: una de las mejores producciones que se han visto en los últimos años, Doña Rosita anotada, de Pablo Remón, está conectada a la de Lorca, pero es una obra totalmente nueva.
La opción contraria, hacer arqueología teatral, permite descubrir un mundo diferente al nuestro, nos da una idea sobre la moral y las relaciones sociales, sobre los temas que hacían reír o llorar a nuestros antepasados, oír el lenguaje de la época, el valor de sus símbolos… de una manera rediviva que justamente no ofrecen los libros de historia. Y nos conecta a nuestra tradición cultural, revelándonos que en un tiempo pasado las cosas eran diferentes, como resultarán las nuestras a los que nos sucedan. Esta alternativa también corre el riesgo de ofrecer un teatro hueco y acartonado, desconectado del público, como esas ciudades turísticas tipo Brujas, con sus fachadas fielmente reconstruidas, pero que tienen más de decorado de cine que de habitada y animada comunidad. Actualizar el amotinamiento de Fuenteovejuna y trasladarlo al 15M o comparar a Ricardo III con Trump no es un enfoque crítico, porque trata de confirmar las ideas que ya sabemos y mantenernos en las certezas de nuestro tiempo. Pero, si recuperamos a los antiguos justamente en lo que tienen de antiguos, entonces un mundo desconocido entrará en confrontación con nuestros valores presentes.
Liz Perales es periodista cultural especializada en teatro. Ha dirigido Artescénicas, la revista de la Academia de las Artes Escénicas de España. Colabora en elcultural.es a través de su blog Stanislavblog.
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