Horas críticas

Libros de la semana #55

Recomendaciones literarias de la redacción de Mercurio

La impostora de Nuria Barrios (Páginas de espuma)

Libros de la semana

«La lengua es como una membrana viva. Existen múltiples relaciones posibles entre un término y el objeto que designa, entre el significante y el significado. Cuando a John Banville le concedieron el Premio Princesa de Asturias, aseguró que el invento más trascendental de la humanidad no era la rueda, sino la frase».

El oficio de la traducción no es un trabajo agradecido, las buenas traducciones acostumbran a pasar desapercibidas, mientras las malas son públicamente apedreadas, señaladas y convertidas en objeto de mofa. En la mayoría de los casos, el mejor escenario para la traductora es poder permanecer invisible, que su labor no distraiga de la narración que han firmado otros. La impostora nace cuando la escritora Nuria Barrios (Todo arde, El alfabeto de los pájaros, El zoo sentimental) afronta su primera traducción como un cataclismo personal: «La escritura siempre me había ayudado a hacer conocido lo desconocido, pero la traducción hizo desconocido lo conocido: convirtió en extranjera mi propia lengua, al descubrir su arbitrariedad, y me convirtió en una extraña para mí misma. Traducir, una actividad que yo suponía agradable, reveló ser un perturbador viaje vital. Escribir sobre la traducción se convirtió en una reflexión sobre la incertidumbre, una indagación sobre nuestra identidad». La impostora es un ensayo literario sobre el oficio de la traducción, una obra absorvente que nos ayuda a descubrir aquello que era invisible ante nuestros propios ojos. Barrios conduce al lector través de sus reflexiones de manera elegante, señalando los matices que dibujan diferentes traductores sobre una misma historia, rememorando un confinamiento por culpa del COVID plagado de lecturas sobre plagas, delimitando el territorio de la escritora frente al de la traductora, denunciando la presencia femenina en el mundo de la literatura como excepción en lugar de como norma, o recordando un congreso de escritores y lingüistas al que asistió donde, al carecer de traductores, nadie era capaz de entender a nadie mientras las palabras caían, se desparramaban y morían por el auditorio. «Ser una impostora, como la traducción descubre, es parte del oficio de la vida. Cambiar, ser otras, no ser nunca la misma es mi destino». Barrios también habla de torres de Babel, de una famosa Metamorfosis de Franz Kafka que nunca debió de bautizarse así porque en su título original solo menciona «La transformación», de las traducciones definitivas, de tazas de té acompañadas de calaveras como auténticos representantes del oficio (que resulta doméstico y peligroso), de Google translate, de Jorge Luis Borges, de Julio Cortázar, de cambios en la traducción de una palabra de las sagradas escrituras que han provocado terremotos bíblicos cuyas consecuencias sufrimos en nuestros días. «Una buena traducción es una herida que emite su propia luz. Dice la poeta americana Anne Carson que el espacio que media entre el texto original y el texto traducido constituye un tercer lenguaje. Yo imagino ese tercer lenguaje como un fértil terreno donde anidan las infinitas traducciones posibles de un mismo texto. Un vivero». El diccionario define como «impostora» a aquella persona que se hace pasar por quién no es. Con La impostora luciendo el XIII Premio Málaga de ensayo bajo el brazo, Barrios demuestra que de farsante nunca ha tenido nada.


El callejón de las almas perdidas de William Lindsay Gresham (Sajalín)

Libros de la semana

La vida de William Lindsay Gresham tiene mucho de novela pulp. Natural de Baltimore, neoyorquino de adopción, infante fascinado con el mundo del espectáculo de las ferias circenses, jovenzuelo que se dedicó a currar como cantante de folk en el Greenwich del bajo Manhattan y exmarido de una socialite de Nueva Jersey. En 1937 se ofreció voluntario para participar en la Guerra civil española en el bando republicano, donde ejercería como médico. A su vuelta a los Estados unidos hubo de ingresar en una clínica para tuberculosos, se sometió a psicoterapia para combatir sus propios demonios, se volvió alcohólico, sobrevivió a un intento de suicidio, abandonó el psicoanálisis para sustituirlo por el tarot, encontró trabajo editando revistas sobre crímenes reales, y se casó con la poeta Joy Davidman con quien tuvo dos retoños. En 1946 publicó El callejón de las almas perdidas, una novela con ferias circenses, alcohólicos, monstruos humanos y psicólogas retorcidas. El libro se convirtió en un éxito, Hollywood compró los derechos y la convirtió en una superproducción noir protagonizada por Tyrone Power y Joan Blondell. Convertido en un nuevo rico, Gresham dilapidó su fortuna entre infidelidades y alcoholes al tiempo que tonteaba con el cristianismo, el budismo o la cienciología. Inició una aventura con la prima de su mujer cuando aquella le abandonó por el escritor CS Lewis. En 1962, cuando había comenzado a quedarse ciego y con un cáncer de lengua diagnosticado, se quitó la vida en un hotel de Times Square tirando de sobredosis de pastillas. Tenía cincuenta y tres años y su muerte pasó desapercibida para la prensa. Entre sus posesiones se encontraron tarjetas de presentación que rezaban: «Sin dirección. Sin teléfono. Retirado. Sin empleo. Sin dinero». El callejón de las almas perdidas comenzó a fraguarse en la cabeza de Gresham durante el invierno de finales de 1938, en un pueblo cercano a Valencia. Allí fue donde un hombre, llamado Joseph Daniel Halliday y familiarizado con el mundo del espectáculo itinerante, le habló de una atracción de feria llamada «El monstruo», un borracho que arrancaba cabezas de serpientes y pollos a cambio de conseguir bebida. Greshman empapó aquella novela con mucho de sí mismo, fabricando un tenebroso noir que deambulaba entre las atracciones de feria y los trucos de mentalismo, con personajes alcohólicos, mujeres maquiavélicas y humanos monstruosos que arrancaban cabezas de aves a mordiscos. En su momento, El callejón de las almas perdidas (titulado Nightmare alley en su versión original, es decir, Callejón de pesadilla) sorprendió por la facilidad con la que introducía al lector en los decadentes espectáculos ambulantes a través del lenguaje propio de aquel submundo, una jerga desconocida hasta entonces por el gran público. Un clásico de culto, donde cada capítulo está presentado por una carta diferente del tarot, una distinguida pesadilla que recientemente ha sido objeto de una nueva adaptación cinematográfica a cargo de Guillermo Del Toro. Una estupenda nueva edición, a cargo de Sajalín, que incluye una pequeña sorpresa en forma de tarjeta de presentación, enterrada entre sus páginas, donde se puede leer: «Sin dirección. Sin teléfono. Retirado. Sin empleo. Sin dinero». La gran novela noir y monstruosa de un hombre cuya propia vida era una monstruosa novela noir.


Dante y la identidad nacional italiana de Fulvio Conti (Universidad de Zaragoza)

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El nombre del poeta y escritor italiano Dante Alighieri resuena habitualmente entre las calles de su país de origen, de manera absolutamente literal: a lo largo del mapa de Italia existen más de tres mil setecientas vías y plazas diferentes bautizadas como «Dante Alighieri». Un número que convierte al autor florentino en el quinto nombre más utilizado para denominar paseos y localizaciones, por detrás de «Roma» y «Giuseppe Garibaldi», pero por delante de «Giuseppe Verdi» o «Cavour». En su honor también se han erigido estatuas, construido monumentos, instalado piedras conmemorativas, esculpido bustos y celebrado todo tipo de ceremonias colectivas. Y su Divina comedia ha logrado alcanzar, con el paso del tiempo, el estatus de pieza inmortal. Una obra que es leída, revisitada, analizada, homenajeada, aplaudida y argumentada en todo tipo de ámbitos y entornos. Un poema que ha inspirado películas, cómics, obras de teatro y juegos, pero que también se ha utilizado como argumento político a la hora de repasar hechos históricos tan diversos como el fascismo, el Risorgimento de la Primera guerra mundial o la República. Consagrado como el mayor poeta de la historia de Italia, Alighieri se convirtió entre finales del siglo XVIII e inicios del siglo XIX en algo más que una pluma ilustre: en un símbolo de Italia y en el «poeta profeta que había sido capaz de vaticinar en la Divina comedia nada menos que el nacimiento de la nación». A Fulvio Conti esta inmensa veneración por el escritor le ha resultado siempre fascinante, en especial el hecho de que su figura «se ha prestado a todo tipo de usos y abusos, en su mayor parte ajenos a la verdadera esencia de su obra literaria». Porque existen pocos autores con un magnetismo tan universal y potente, tan capaces de fascinar por igual tanto a demócratas como liberales, a federalistas como unitarios, o a católicos como laicos. Con Dante y la identidad nacional italiana, Conti reconstruye el proceso y las causas que han convertido al poeta en bandera. Desde el resurgimiento de la obra de Dante, un revival impulsado por la restauración de la tumba de Dante en Ravena que convirtió el sepulcro en lugar de peregrinación física y artística. Hasta la actual reinterpretación pop que alumbraría joyas como el tebeo El infierno de Mickey Mouse, la obra del mangaka Gō Nagai, o el videojuego Dante’s inferno. Pasando por las reivindicaciones iniciales de Ugo Foscolo, Vizenzo Monti o Vittorio Alfieri. La difusión de sus textos por Italia y Europa, provocando que Madame de Staël definiera a su autor como el «Homero moderno, el poeta sacro de nuestros misterios religiosos, un héroe del pensamiento». La celebración del centenario de su nacimiento en el marco del nuevo Reino de Italia. La exposición de los huesos del escritor en un sarcófago de cristal, donde fue venerado como un santo. La cátedra de Dante, una ocurrencia propulsada por el marqués Giovanni Eroli da Narni para explicar al escritor junto a «una publicación que se encargue solo de temas dantescos y mantenga en constante comunicación a los dantófilos de todos los países». Las numerosas obras de arte nacidas inspiradas en su obra. La devoción, pública y privada, por el autor durante la edad liberal, un fenómeno que desencadenaría una «Dantemanía» imparable. El culto en la Italia fascista. O la expansión del nombre hasta convertirse en fenómeno mundial. Porque todos los italianos tienen un poco de Dante, pero dantófilos somos todos.


Rostros en el agua de Janet Frame (Trotalibros)

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Janet Frame nació en 1924 en Dunedin, Nueva Zelanda. Fue la tercera de los cinco hijos de una familia humilde donde el padre trabajaba en los ferrocarriles y la madre ejercía como empleada doméstica de la escritora Katherine Mansfield. Frame no gozó de una infancia sencilla, porque su adolescencia estuvo marcada por la muerte de dos de sus hermanas en dos accidentes distintos, la epilepsia que padecía uno de sus hermanos y la violencia que ejercía contra todos ellos su progenitor. A los diecinueve años, con idea de convertirse en profesora, entró en la facultad para iniciar una carrera que se vería truncada por un intento de suicidio dos años más tarde. Desde entonces, Frame asistió a sesiones de terapia, fue estudiada por psiquiatras y condenada a vagar entre diferentes, y temidas, instituciones mentales del país como el  hospital de Dunedin, el Seacliff lunatic asylum, el Avondale lunatic asylum o el hospital Sunnyside. Durante su periplo entre aquellas instituciones médicas fue diagnosticada con esquizofrenia y tratada a base de insulina junto a descargas de electrochoque. Pero también comenzó a escribir, llegando a publicar en 1951, mientras aún era paciente y prisionera de los centros psiquiátricos, la colección de cuentos titulada The lagoon and other histories. Un compendio de relatos que, tras alzarse con el prestigioso galardón Hubert church memorial award, hizo que los médicos se replantearan la lucidez de Frame y acabasen optando por cancelar la inminente lobotomía que tenía programada. En los años posteriores, y como una persona libre del encierro hospitalario, la escritora comenzó a asistir a sesiones de terapia para tratar de superar los traumas provocados por el cautiverio y los tratamientos a los que fue sometida en las diferentes clínicas. Por sugerencia de su psiquiatra, Robert Hugh Cawley, decidió volver a escribir y plasmar en unas memorias propias aquellos horrores médicos sufridos, pero la historia no tardó en cobrar vida propia e invadir el terreno de la ficción. La novela resultante se tituló Rostros en el agua y se publicó en 1961, una década después de que su autora regatease una lobotomía a base de literatura. Rostros en el agua narra las desgracias sufridas por una joven llamada Istina Mavet al ser ingresada en un hospital mental: el trato vejatorio sufrido por las enfermeras cuidadoras, la insufrible rutina, las terapias de choque, los castigos, la ineficacia médica, el dolor y la desesperanza. Rostros en el agua está escrita de un modo tan excepcional como para ser considerada una de las grandes obras de la literatura neozelandesa, pero también para congelar el alma del lector con la crudeza de lo que cuenta. Frame es virtuosa describiendo mentes trastocadas y ubicaciones lúgubres, evocando belleza a través de la metáfora alucinada y miedo a base de descripciones que se pueden oler y palpar. La suya es la representación de un cuadro de horror pintado mediante una prosa exquisita. Certera, evocadora, dura, desgarradora, una sacudida con forma de terapia electroconvulsiva. «Aunque este libro se ha escrito en forma de documental, se trata de una obra de ficción. Ninguno de sus personajes, incluido el de Istina Mavet, representa a una persona de carne y hueso», anuncia la autora antes de invitarnos a cruzar las puertas hacia un mundo espeluznante. No la creemos, y eso, por una vez, quizá sea bueno.

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