Tempus fugit

Tres mujeres

Tempus fugit: decima septimana

La Duquesa Roja, 1992 (CC).

7 de marzo –  Luisa Isabel Álvarez de Toledo y Maura

En la antigua Grecia se tenía a los mejores y más virtuosos ciudadanos por ARISTOI. Lo que les diferenciaba del resto era la «excelencia» cuya etimología proviene de «excellens», sobresaliente, que excede de la talla de otro. Por supuesto, referido a virtudes morales y no a cualidades físicas.

A lo largo de la historia el término aristoi quedó en manos de un ramillete de personajes que comandaban ejércitos, conquistaban tierras, ganaban batallas o hacían servicios personales a los reyes que les recompensaban por ello con donaciones y mercedes, o sea, les pagaban en especies. Esto ocurría cuando los monarcas tenían lo que se llama «sentido patrimonial del Estado» o, dicho en cristiano: todo esto es mío y dispongo de ello como quiero.

Los reyes medievales utilizaron estos premios muy profusamente sobre todo en la Baja Edad Media cuando había que ganar el terreno a los musulmanes del sur de la Península Ibérica. Las tierras conquistadas se repartían y a sus conquistadores se les otorgaba el derecho de gobernarlas y explotarlas. Para su demarcación se utilizaron palabras latinas como ducado y condado. El dueño de un ducado era el duque (dux) y el dueño y señor de un condado era el conde. Había un tercer título que se otorgaba al gobernador de una marca: marqués. Una marca era un territorio fronterizo, tierra de nadie, que con los años acabaría reducido a una simple línea, lo que son en la actualidad. El orden de preeminencia frente al rey era: duque, marqués y conde.

Estos títulos no fueron hereditarios hasta que empezaron a serlo. El primero que tuvo consideración de tal fue el de duque de Medina-Sidonia, otorgado por el rey Juan II de Castilla —padre de Isabel la Católica— en 1445 a Juan Alonso Pérez de Guzmán.   

Las tierras que le correspondieron eran las del entorno de la desembocadura del Guadalquivir, en la provincia de Cádiz, aunque hubo que delimitarlas muy bien por no entrar en conflicto con las que recibió el duque de Arcos. El ducado de Medina-Sidonia ha estado siempre vigente, incluso cuando su poseedor no tuvo descendencia (el marido de la duquesa de Alba pintada por Goya), que pasó a líneas colaterales.

Carlos V introdujo en España el protocolo del Ducado de Borgoña (Francia) —del que era descendiente por vía paterna— y fue otorgando el sobretítulo de «Grande de España» a sus amiguetes y allegados que tenían el privilegio de permanecer cubiertos ante el rey y de ir a visitarlo sin previo aviso. Así, muchos títulos nobiliarios fueron adquiriendo, por mérito o herencia, este privilegio sobreañadido. El ducado de Medina-Sidonia tiene, además de muchos otros, unas cuantas grandezas de España.

Las familias nobles constituían un estamento superior antes de la llegada del constitucionalismo y eran muy endogámicas. Los privilegios de que han gozado siempre tardaron mucho en desaparecer: hasta 1912 tenían preferencia para ocupar cargos públicos y hasta la II República, que los eliminó, tuvieron privilegios fiscales. La C78 les dio el estoque definitivo: ahora ya no tienen sustancia jurídica alguna aun cuando pudieron disfrutar de pasaporte diplomático hasta 1984. A pesar de ello, los descendientes pelean por ostentar los títulos familiares que, por cierto, cuestan una pasta de rehabilitar y mantener.

El 7 de marzo de 2008 murió Luisa Isabel Álvarez de Toledo y Maura (también era nieta de D. Antonio Maura), la llamada «duquesa roja». Dejó un lío de mil demonios con la herencia: se casó «in articulo mortis» con su secretaria, había creado la «Fundación Casa de Medina-Sidonia» para la gestión del patrimonio cultural y de sus palacetes, y desheredó a sus hijos que todavía pelean con la viuda y entre sí.

Su vida anduvo en los medios por sus ideas y por su particular forma de vivir. Si en vez de duquesa hubiera sido duque, no se habría hablado de ella en los términos en los que se hacía; y si hubiera sido pobre, ni la conoceríamos. Mujer, rica y lesbiana: la otra cara de la moneda.

10 de marzo – Inés Salzillo

Llamamos palabras polisémicas a aquéllas que, escribiéndose de igual manera y teniendo la misma estructura morfológica y gramatical, poseen, sin embargo, varios significados; ejemplo de ello es la palabra ESTOFADO que, además de riquísimo guiso hecho a fuego lento y en su propio jugo, es una técnica, usada en la escultura en madera o IMAGINERÍA, para esgrafiar sobre oro o pintar sobre él.

Parece complejo y lo es, la verdad. En primer lugar, se cincela la escultura sobre el tronco, después se recubre de albayalde —carbonato de plomo— y yeso al que se van fijando pequeñas piezas de pan de oro sobre las que, a su vez, se aplican las capas de pintura; una vez hecho todo este trabajo, se va esgrafiando, es decir, se va raspando el color, con mucha delicadeza, formando encajes, figuras o filigranas para dejar al descubierto el oro que brillará debajo del color con una fuerza inusitada.

Este era el trabajo encomendado en el taller familiar a Inés Salzillo, nacida en Murcia en 1707, posiblemente el 10 de marzo, hija de Nicolás y hermana de José y Francisco —el más famoso de la casa—. Como en todas las empresas familiares de la época, el jefe era el padre que enseñaba y distribuía los trabajos entre los hijos, generalmente los varones, usando a las chicas para tareas menores o de menor relevancia hasta que se casaban y desaparecían del taller o ayudaban esporádicamente cuando había mucha faena.

Inés tenía encomendada la de estofar, es decir, de hacer aparecer el oro por debajo de bellísimos encajes raspados con mucha paciencia y delicadeza; su trabajo está datado hasta el año de su matrimonio con el procurador Fco. García Comendador y parece que su hermano la utilizó como modelo en algunas vírgenes y figuras femeninas. Ninguna de las obras de Francisco, siendo lo maravillosas que son, tendría la relevancia y el atractivo que tienen si no fuera por ese toque final, delicado y minucioso, de su hermana Inés.

Su nombre, sin embargo, es poco conocido en el mundo del arte; hay que hacer un trabajo de investigación para conocer a las mujeres que, dotadas de la gracia y del don de la creatividad, fueron capaces de llevar a cabo obras que, en muchos casos, eran atribuidas a sus maridos o familiares porque ese no era oficio de féminas. Fue también el caso de Luisa Roldán, la Roldana, hija de Pedro Roldán, nacida en Sevilla en 1652 y casada en 1671 con Luis Antonio de los Arcos que «firmaría» muchas de las obras realizadas por su mujer.

Todo ello por hablar de dos figuras del panorama español porque lo mismo o más puede aplicarse a figuras internacionales como Marietta Robusti (hija de Tintoretto), Sofonisba Anguisola, Lavinia Fontana, Clara Peeters, Artemisia Gentileschi y tantas otras, que precedieron o fueron contemporáneas de Inés. Por suerte, las cosas están cambiando.

La emperatriz Isabel de Portugal, de Tiziano, 1548. (DP).

11 de marzo – Isabel de Portugal

Las bodas por amor fueron cosa de pobres o gentes sin patrimonio que juntar hasta que el siglo XIX diera paso a otros usos. Los reyes y las familias nobles hubieron de esperar un siglo más para que no mandaran los «altos intereses» sobre el enamoramiento, lo que ha traído mucha literatura sobre sus lances amorosos y una buena colección de bastardos. Reyes o príncipes eran seres humanos que poco se diferenciaban del resto en cuestiones de bragueta, aunque de sus andanzas sí nos hemos enterado por cronistas y cotillas y porque algunas de ellas han tenido trascendencia política o económica.

Las bodas con amor fueron muy escasas. De entre las más famosas cabe destacar la que unió a Juana de Castilla con Felipe el Hermoso y la de el hijo de ambos, Carlos V, con su prima Isabel de Portugal.

En esos tiempos, las bodas reales llevaban mucha parafernalia detrás: los intereses estratégicos primaban sobre cualquier otro y se concertaban matrimonios —que ahora nos parecerían de locos— entre niñas y viejos, primos carnales, tías y sobrinos (o al revés) y otros espantos que tenían como único fin hacer las paces o reunir imperios. Los RRCC afianzaron este sistema de alianzas matrimoniales frente al de las espadas casando a todos sus hijos con herederos de otros territorios, lo que convirtió a su nieto Carlos en emperador, rey de Romanos, señor de las Indias y un largo etc. de títulos. Para redondear su preeminencia frente a su gran competidor, Francisco I de Francia, concertó su boda con la infanta Isabel de Portugal, a la sazón, uno de los países más ricos de Europa gracias al comercio con las Indias.

Carlos tenía su pasado amoroso, pero eso no importaba: a los 17 años se había liado con la viuda de su abuelo Fernando, Germana de Foix, de 29 años, con la que tendría una hija —Isabel— que murió y antes de casarse todavía tuvo una con Juana Van der GheynstMargarita— y otra con Ursolina de CancellieriTadea—, ambas reconocidas y criadas como princesas (bastardas).

En 1525 envió a su Sumiller de Corps a negociar el matrimonio con Isabel, la hermana del rey de Portugal Juan III. Era nieta de los RRCC y, por lo tanto, prima suya, lo que obligó, una vez cerradas las negociaciones, a pedir dos dispensas papales. La boda por poderes se llevó a cabo el día 1 de noviembre de ese mismo año en el palacio real de Almeirim —unos 100km al NE de Lisboa— y en ella el emperador estuvo representado por Carlos Porpeto.

En enero del año siguiente se puso en marcha la comitiva para entregar a la ya emperatriz en la frontera próxima a Badajoz. Fue acompañada de sus hermanos que la dejaron a 30 pies de la línea (40 metros que recorrería andando) y que la despidieron con mucho sentimiento. La comitiva española la recogió en el punto acordado y la llevó a Badajoz donde permaneció un tiempo hasta que la llevaron a Sevilla y la alojaron en los Reales Alcázares. El día 11 de marzo de 1526 llegó el emperador que, intrigado por lo que le habían contado de la belleza y dulzura de la novia, urgió al arzobispo de Toledo para que celebrara esa noche «la misa de velaciones» —ratificación del matrimonio— lo que daba paso al tálamo nupcial en cuya puerta esperaría una comitiva de nobles hasta que el rey saliera a exhibir la sábana manchada de sangre, último paso del ritual de matrimonio.

Cuentan las crónicas que el flechazo fue instantáneo, que los recién casados (y recién conocidos) se enamoraron al instante y que su vida en común, hasta la muerte de ella en 1539, fue una eterna luna de miel en la que, a pesar de las continuas ausencias del marido, ella parió siete veces (hijos, fetos y abortos).

De Sevilla fueron a Granada donde la emperatriz se sintió tan a gusto que Carlos mandó construir un palacio, en el recinto de la Alhambra, que nunca vio terminado (hasta los años 40 del siglo pasado no se dio por concluido) pero en el que pasaron algunas temporadas. Allí le hizo un regalo muy especial: una flor traída de Persia, el clavel, que acabaría convirtiéndose en el símbolo nacional.

¿Bella? Tiziano hizo de ella uno de los retratos más hermosos que he visto. Tiene mucho ángel. Y cuentan que la emperatriz, que hubo de ejercer el gobierno cuando el emperador se iba a imperar por ahí, había heredado el carácter de su abuela Isabel la Católica. Carlos entró en depresión a la muerte de su amada y tardaría en recuperarse; nunca volvió a casarse, pero tuvo tiempo de tratos carnales de los que nacería otro famoso bastardo: D. Juan de Austria (Jeromín para muchos).


Si quieres recibir semanalmente Tempus fugit, puedes suscribirte a nuestra newsletter aquí.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*