Ficción

Oportunidad de negocio

En la estación de autobuses se me acercó un señor de esos a los que ya no se les calcula la edad. A bocajarro pero con corrección, me preguntó:

— Disculpe, ¿está usted casada?

Me pilló desprevenida. Un día, no hacía muchas semanas, me había yo congratulado de saber catalán, pues eso me permitía mantener conversaciones, durante la larga parada que hace el bus, con todos los abuelos que arrastran bolsas en esa letrina del tiempo que es la estación de Lleida. Los tiernos abuelos conversan con las dulces viejecitas, y con gusto lo hacen también conmigo porque yo «soy del Pont de Suert» y siempre hay alguno que tiene un primo, ya muerto, que subió a la montaña en los años cincuenta a trabajar en las obras hidroeléctricas.

Pero este hombre era diferente. No estaba ahí gozando del tiempo sino jugándole una carrera. Y era tal el contraste de su prisa con el tiempo de los otros que un poco me conmovió. Entonces hice un esfuerzo consciente por pensar en viejos de mierda. A veces tengo que hacerlo. Uno ve ahí un abuelito desvalido y se olvida de que quizás fue un hijo de puta que le metía mano a la sobrina cuando era niña, que cascaba a la mujer, robaba a los amigos y maltrataba a los animales. De repente me pareció que el tipo era la viva imagen de Pinochet, con ese bigote cortado prolijo, el pelo cano aún abundante y la barbilla soberbiamente apretada hacia arriba.

— ¿Y ahora? ¿Por qué me hace esta pregunta? —pregunté en catalán. Fue la única respuesta que atiné a dar.

La cara del tipo se trasmudó. El diálogo continuó así:

— Ah, ¿habla el catalán? Disculpe, he pensado que era usted extranjera.

— Pues sí que lo soy, soy uruguaya —continué, a sabiendas de que lo de uruguaiana no le sonaría de nada. ¿Y usted se dedica a abordar a extranjeras para preguntarles si están casadas?

— Pero ¿está casada o no?

Viejo de mierda. Si le decía que sí, iba a desparecer sin más, y a mí había algo de ese personaje que a la vez me repelía y me llenaba de curiosidad. No quería que se fuera, pero no me veía con ánimo de seguirle el jueguecito porque, por otra parte, no parecía muy dispuesto a invitar a un café para flirtear, ni nada similar. El tipo iba al grano, no tenía tiempo que perder.

— ¿Y usted? Usted lo estuvo, ¿verdad? Y le gustaba humillar a su mujer. ¿A que sí? No bebía ni fumaba más que el cigarro de la tarde. Un tipo recto y trabajador, pero le gustaba obligarla a hacer cosas que ella no quería y después ni siquiera le acariciaba el pelo. Era su mujer, al fin y al cabo, era su deber. ¿No? O tal vez no, tal vez se mantuvo usted soltero y libre de bragas colgando en la línea de la ropa, y no le hizo falta mujer alguna porque la sobrinita de ocho años lo quería a usted de una manera especial, aunque no sabe por qué le rehuía hacia el final y cuando le crecieron las tetas de repente su hermana le dejó de hablar y ya no lo recibieron más en casa.

Opción (a): el tipo se pone a llorar. Opción (b): me manda a la mierda. Opción (c): no entiende nada y vuelve a repetir «pero ¿está usted casada?».

¿Y yo por qué me pongo histérica? ¿Qué me molesta? ¿La edad, la premura, o el que busque extranjeras? Bueno, al fin y al cabo quizás tuviera algo que ofrecer. Quizás no quería una mujer que lo masturbara en el baño de la estación sino una persona necesitada con quien establecer un trato beneficioso para ambos. Eso es el matrimonio, ¿no? (Y ahora veo que soy una mojigata porque tampoco tendría nada de malo que el pobre hombre necesitara alivio para la carne y buscara hacerle una propuesta a una mujer soltera —soltera, eso sí—). Pero quizás buscaba esposa en la estación y la buscaba ahí porque era un tipo emprendedor, un tipo práctico que había decidido que era el momento de casarse, tan práctico que era un incomprendido. Y yo me pongo histérica y le salgo con una sarta de clichés sobre los hombres y las mujeres. No, mejor que pase otra cosa.

Lo voy a ayudar a conseguir esposa por internet. ¿A que por internet no ofende? El señor plantea lo que tiene para ofrecer y a alguien le conviene y sellan el trato y el tipo muere feliz y acompañado mientras la mujer hereda una torre en Anglesola y se trae de su país de origen a los hijos que ahora son adolescentes, y al cabo de un par de años se pone a vivir con un guineano que pronto ayuda a venir a su hermano. Aprovechan el regadío y cambian la alfalfa por una plantación de plátano macho, ñame y mango. Venden su producción en un par de colmados afrolatinos en la ciudad de Lleida pero pronto el hijo mayor de la señora se espabila y monta un sistema de venta de cesta mensual de «productos afroleridanos». En la fiesta de casamiento de la más chica de ella, la rubísima novia baila el balélé y el presidente de la Associació de Subsaharians de la Plana de Lleida da un discurso en el que celebra la labor de difusión de la cultura africana llevada a cabo por la familia Nsué-Lazarescu. Dedica también unas palabras a la rechoncha y feliz madre de la novia y ya nadie se acuerda del antiguo propietario de la casa del Camí de la Coma que fue solterón hasta que se casó con la rumana y murió feliz y sin hijos, ni tampoco del padre de los hijos de la señora, que quizás beba en un bar en Rumanía satisfecho de haber perpetuado su sangre aunque a nadie le importe un bledo, o quizás ruede en un camión de mercancías y un día se encuentre a su hija en una gasolinera, sin saber que lo es, le tire los trastos y esta le conteste alguna obscenidad en balengue.


Mariana Font (Montevideo, 1977) es docente, traductora y autora de la novela corta La memoria es un sitio solitario. Ha publicado relatos en revistas literarias y en recopilatorios de las editoriales Irrupciones y Candaya.

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