Analógica Crónicas desorbitadas

Vivas o muertas

Algunos diccionarios en la Biblioteca Nacional de España. Foto: Carlos Delgado (CC).

Por causas del destino me vi dos veranos pescando con unos gitanos en el litoral atlántico de un pueblo de Cádiz. Ya solamente pasar las vacaciones allí, para cualquiera menos metiche que yo, es un espectáculo de inmersión lingüística bastante curioso. En el caso de mezclar pesca y habla, la inmersión se convierte en buceo profesional.

Una mañana, al filo del amanecer, faenábamos contentos. O eso creía yo. Algo de marejada había, eso es verdad. Se alborotaban las aguas pero yo me sentía segura. El bote se sacudía, pero no se estaba convirtiendo en esa cáscara de nuez a merced de las olas que tanta rabia me da leer en los textos marineros y manidos.

Uno de los tripulantes (a ver, éramos tres, entiéndaseme la hipérbole por lo grave del momento) me gritó: «¡Niña, arrejínchate!». Me gritó mucho, con dos exclamaciones por lo menos y varias veces: «¡¡Arrejínchate!! ¡¡Arrejínchate!!».

No sé lo que quería decir. Pero ni idea. Ni remota. No solo no sabia qué me quería decir, sino que igual mi vida estaba en peligro y yo estaba ahí, de pie, como una vaca viendo pasar un transatlántico. Por supuesto, por mi mente empezaron a discurrir pensamientos, no en formato cine pero sí en forma de pregunta: quién me mandará a mí meterme en estos fregados acuáticos siendo yo de Segovia, a ver quién le explica a mi madre esta muerte absurda, y en qué lengua me está hablando este señor.

Pensé: qué magia esta de los idiomas que, hablando todos nosotros el mismo, en esta embarcación sea yo la única que no tengo ni pajolera idea de lo que hay que hacer. Y también pensé de qué me había servido todo el latín, el griego y la teoría de la X-barra de Noam Chomsky, clavándome en el culo la cumbre de la investigación lingüística moderna, para nada. Para absolutamente nada.

Debe de ser que hay palabras muertas —recapacité— si no se usan. O que están muertas para unos sí y para otros no, igual que hay lenguas muertas, vivas y moribundas. O quizá lo que pasa es que las lenguas, o las palabras, se quedan ahí, haciéndose las muertas hasta que alguien mete la mano en el saco del diccionario para llevárselas a la boca. Tanatosis. ¿Podría existir una palabra capaz de desarrollar esta táctica para sobrevivir? Una pequeña palabra que se sabe en peligro, reduciendo el ritmo cardiaco, desplegando colores espantosos, llegando incluso al extremo de emitir olores nauseabundos. Claro, eso es, una palabra casi putrefacta. Desde luego, a mí, «arrejínchate» me olía muy mal.

Me dio por pensar entonces que no había leído el ensayo de Suzette Haden Elgin titulado El noble arte de la autodefensa verbal. No me extrañaría que, en alguno de sus tres volúmenes, hablara de este superpoder del comportamiento lingüístico. Lo que sí recordé que hizo fue inventar un lenguaje artificial (tan artificial como debía de parecerles a sus coetáneos que una mujer escribiera ciencia ficción) en la trilogía Lengua materna, donde hizo una interpretación feminista de la teoría de Sapir-Whorf, que argumenta que cada lengua hace una comprensión particular del mundo.

Eso es, yo no comprendo lo que es arrejincharse porque nunca me ha hecho falta ni hablar ni escuchar ese lenguaje de mar gruesa. Si la lengua da forma al pensamiento, según este Sapir, de mi boca jamás habría salido ese vocablo pestilente, ni de mi mente esa preocupación. En mi mundo, hasta ahora, no ha existido riesgo alguno relacionado con el agua, y eso que aprendí tarde a beber en vaso.

Pero pensándolo bien, también las mujeres desarrollamos a veces el arte de la tanatosis. A algunas no les queda más remedio que hacerse las muertas y simular quietud mientras desarrollan actividades en soledad, sin dar la nota, vigilando por el rabillo del ojo no sea que alguien se ofenda por su listeza. Nada de pestilencias, eso sí, perfumes ricos.

Se me vino a la cabeza Marie Pasteur, que se pasó la vida amando y asistiendo al famoso Louis a la chita callando. Criándole unos cuantos hijos pochos, otros cuantos hijos ajenos rabiosos y un montón de gusanos de seda que salvarían la rica producción del sur de Francia mientras él profundizaba en las propiedades ópticas del vino. No me extraña que tuviera ese rictus severo. Cara de estar pensando «a la guillotina que vas, como me sigas tocando las probetas».

O aquí tenemos a la misma Haden Elgin, que pasó sus setenta y ocho otoños con más pena que gloria a pesar de ser una escritora, activista e investigadora brillante. Aunque ¿para qué irme tan lejos? Mira a María Moliner, dándole al lapicero en su casa, sola, durante quince años, sin que nadie se diera cuenta, para rematar el diccionario más completo del uso del español hasta la fecha. Pues ni siquiera en el María Moliner aparece «arrejinchar» ni «arrejincharse».

Qué lástima me da pensar en María Moliner, suspiré. Me la imaginaba paseando por las inmediaciones de la Real Academia Española (de la Lengua), esperando que cayera de las ventanas de arriba una trenza de Rapunzel inexistente por la que trepar; buscando de reojo las huellas de la escandalosísima Emilia Pardo Bazán, sin encontrar ni un rastro que se encamine al interior de tan insigne y macha casa.

Y entonces el gitano me puso la mano en el hombro, con firmeza, y empujó hacia abajo. Me presionó a pesar de mi rigidez física, producida por tanta actividad mental. Solo quería que me agachase. Pasó el peligro.

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