El orden del Aleph, de Gustavo Faverón Patriau (Candaya)
El desbordante ingenio del escritor argentino Jorge Luis Borges (1899–1986) lo ha consagrado como una de las plumas más importantes de la literatura universal. Narrador excepcional y maestro del cuento, Borges se atrevía a cubrir con infinitas capas sus historias fantásticas, dotándolas de una profundidad filosófica, unas ramificaciones eruditas y una metaficción juguetona que la mayoría de escritores son incapaces tan siquiera de esbozar. El Aleph es uno de los cuentos borgianos más populares, un influyente relato publicado en 1945 donde el escritor describe en primera persona, a través de un Borges de ficción, el fabuloso descubrimiento, en el sótano de una casa cualquiera, de un Aleph. Un objeto fabuloso definido como uno de los puntos del espacio donde se contienen todos los puntos del universo. Una minúscula esfera a través de la cual es posible contemplar todo aquello que existe, desde todos los ángulos posibles. El Aleph es un texto de menos de cinco mil palabras, ni siquiera una decena de páginas, que a pesar de su brevedad conforma lo que podría ser el mejor ejemplo de los mundos que burbujeaban en la cabeza de su autor. Un artefacto mágico en sí mismo: una fábula minúscula a través de la cual es posible contemplar todas las inquietudes borgianas desde todos los ángulos posibles. Sabedor de ello, Gustavo Faverón Patriau ha construido alrededor de El Aleph un estudio para desenmarañar sus entresijos: El orden del Aleph. Un análisis exhaustivo de cada frase y cada elemento que compone el cuento El Aleph con intención de comprender la estructura, las intenciones, los objetivos y los significados que lo empapan. Una brújula para caminar entre el laberinto creado por aquel escritor aficionado a los laberintos. El intento de cartografiar una historia plagada de infinitas ramificaciones, y coloreada mediante la constante travesura de enredar la erudición ficticia con la real. Patriau examina El Aleph con espíritu detectivesco, llegando a compararse con el investigador Erik Lönnrot de La muerte y la brújula durante sus pesquisas. Y las pistas lo llevan a viajar por los pasillos del castillo de Tycho Brahe, a intentar cazar el tiempo trazando líneas sobre mapas físicos, a adentrarse entre los mundos de La divina comedia de Dante Alighieri, a escalar Las torres de Babel de Bruegel, a resolver acertijos entre los cuentos tradicionales de Oriente medio que conforman Las mil y una noches, a encontrar puentes con la Naturalis historiae de Plinio, a contemplar cuadros de Murillo y dibujos caricaturizados en el New York Times, y a visitar, desde el prisma borgiano, la obra de William Shakespeare, Edgar Allan Poe, Franz Kafka o Thomas de Quincey. Pero quizás el mayor logro de Patriau sea mostrarnos cómo escribía Borges de la manera más fascinante posible: examinando también aquello que no escribía. Acudiendo a los borradores iniciales de la obra para analizar los numerosos cambios que el argentino realizaba a sus piezas antes de considerarlas completas, porque «Borges no inserta cambios con intención de condensar ideas, sino para desplazarlas o substituirlas». El orden del Aleph no pretende poner orden en una historia, de apenas cinco mil palabras, que realmente se antoja inabarcable, sino tratar de entender su orden. Y Borges habría disfrutado con ello.
Nebrija, de Agustín Comotto (Nórdica libros)
Lebrija, 1456, dos niños juegan en un humedal a cazar calamones con una honda. Las aves, alarmadas por una pedrada fallida, alzan el vuelo espantadas. Mientras los chicos las contemplan surcar el cielo, uno de ellos pregunta «¿No es asombroso que los pájaros puedan volar?». Ante el gesto de sorpresa de su amigo, prosigue con sus divagaciones: «Algún día sabremos cómo vuelan los pájaros, de la misma manera que algún día sabremos cómo hablamos y nos entendemos las personas». Pero su compañero de travesuras no entiende la necesidad de dejar que la mente discurra por terrenos tan pantanosos y replica «Qué cosas dices, Toño. Los pájaros vuelan porque así dios lo quiso. Cómo también quiso que las personas hablemos, porque son asuntos de dios, como dice el cura, y no vale la pena saberlo». Aquel niño incomprendido llamado Toño era Antonio de Nebrija. Aquellas preguntas que revoloteaban por su cabeza eran cuestiones que marcarían el rumbo de su carrera. Y aquella reacción hostil, por parte de su compañero de juegos, sería algo a lo que el chico habría de enfrentarse durante toda su vida adulta. Con aquella pareja de infantes, el dibujante Agustín Comotto y la editorial Nórdica nos presentan Nebrija, una novela gráfica que traslada al mundo del cómic la vida del famoso humanista español, el responsable de firmar la primera gramática castellana y el diccionario de latín-castellano más completo. En las viñetas de Nebrija, Comotto utiliza como camino narrativo la comparecencia del gramático ante el Tribunal del santo oficio. Acusado de «temerario, escandaloso, impío y falsario», por hacer uso de obras hebraicas durante sus estudios filológicos sobre textos bíblicos, Nebrija encara al Inquisidor general, el dominico Diego de Deza, y se ve obligado a repasar, a lo largo de varias jornadas, los recuerdos de su propia historia. Sus días como estudiante extraordinario aferrado a las becas; su estancia en Bolonia, fascinado con una ciudad repleta de maravillas, donde ingenieros como Fioravanti eran capaces de mover torres sin destruirlas mediante artilugios ingeniosos; su admiración por profesores como Filelfo, Galeotto Marzio o Urceo Codro; su trabajo sirviendo al arzobispo Alfonso de Fonseca; sus esfuerzos para convertirse en un respetado maestro de gramática en la universidad de Salamanca; su renuncia a la vida como clérigo tras conocer a su futura esposa, «el celibato no va conmigo, excelencia» afirma ante los inquisidores; su fascinación por la revolucionaria imprenta, un invento novedoso que estaba a punto de cambiar el mundo entero; sus encuentros con el Cardenal Cisneros; su empeño por elaborar de una gramática de la lengua castellana; su audiencia con la reina Isabel la Católica, justo después de que aquella recibiese a Cristóbal Colón; o sus últimos días como cronista real del reino. El retrato elaborado por los lápices de Comotto es un tremendo homenaje al que fuera el primer humanista hispánico, un tomo que se publica coincidiendo con la celebración del quinto centenario del fallecimiento de su protagonista. Nebrija es la vida de un sabio perseguido por un país construido sobre traiciones reales, dilemas religiosos y guerras. La supervivencia de un genio en una época donde los curiosos y los eruditos se sabían amenazados por una Inquisición que no solo arrojaba libros a la hoguera, sino también a sus autores.
Grandes rivales de la historia, de Joseph Cummins (Arpa)
Los hechos más importantes de la historia habitualmente han sido el resultado de una serie de acontecimientos ejecutados a cuatro manos, es decir, en parejas. Para ser más exactos, en parejas de rivales que se odiaban a muerte entre sí por un motivo u otro, y que tuvieron a bien arrastrar al resto del país, o del planeta, a sus planes y contiendas. Porque la historia de la humanidad se ha asfaltado a base de animosidades, intereses comunes pero no compartidos, ansias de poder, hostilidades, fronteras y, en general, choques entre corrientes ideológicas basadas en creer que todo lo anterior debería de estar en el lado de la balanza que cada uno tiene más a mano. Con Grandes rivales de la historia, el divulgador Joseph Cummins propone repasar veinticuatro de las disputas políticas, personales, militares y estratégicas que han provocado algunos de los episodios más dramáticos de nuestra historia. Y al hacerlo, Cummins huye del tono enciclopédico engolado, optando en su lugar por la exposición accesible, pero no carente de profundidad ni de curiosidades llamativas, y rebozándolo todo en un tono divertido y ameno. Grandes rivales de la historia (cuyo subtítulo oficial en su versión original es un jocoso «When politics gets personal») presenta sus enfrentamientos de manera ordenada y cronológica, comenzando con la gresca antes de Cristo que tuvo lugar entre Alejandro Magno y Dario III de Persia, los dos grandes reyes de la Antigüedad, y finalizando con la animadversión mutua entre John F. Kennedy y Richard Nixon. Entre medias, se abordan conflictos como el de Aníbal Barca y Escipión el Africano, la batalla por el espíritu de Roma librada por Julio César y Cneo Pompeyo el Grande, el choque de reyes entre Guillermo el Conquistador y Haroldo Godwinson, la enemistad entre hermanos de los reyes Ricardo y Juan de Inglaterra, la rivalidad entre Francisco Pizarro y Diego de Almagro, los piques entre Isabel I y María Estuardo, la norteña lucha a muerte que Carlos XII de Suecia mantuvo con Pedro el Grande de Rusia, el duelo (que cambió la historia de Estados Unidos) entre Aaron Burr y Alexander Hamilton, las rencillas de Napoleón y el Duque de Wellington, las hostilidades entre el Conde de Lucan y el Conde de Cardigan, los asuntos pendientes de Pancho Villa y Emiliano Zapata, la noche de los cuchillos largos que protagonizaron Adolf Hitler y Ernst Röhm, el odio entre León Trotski y Iósif Stalin, o la contienda por el dominio de una nación que tuvo lugar entre Chiang Kai-Shek y Mao Zedong. Porque dos nunca han batallado si uno no quiere, pero muchos si lo han hecho cuando el resto del mundo no estaba por la labor.
Los cerros de la muerte, de Chris Offutt (Sajalín)
«–¿Sabías que el resto del país vive más que nosotros? O que nosotros morimos más jóvenes. –¿Qué? –La esperanza de vida – dijo–. En todas partes la gente vive un poco más cada año. De media, nuestras vidas son cada vez más cortas. En ningún otro lugar del país sucede esto. Hace veinte años, la vida aquí era más larga. –Los cerros nos están matando». Chris Offutt es un novelista norteamericano natural de Kentucky, alguien que durante su juventud recorrió los Estados Unidos a dedo, saltando entre más de una cincuentena de empleos diferentes mientras garabateaba en los moteles sus primeros relatos. Offutt publicó su primer libro (Kentucky seco, una recopilación de historias cortas) a principios de los noventa, escribió memorias, libros de no ficción e incluso capítulos para las populares series Weeds y True blood. En 2018, tras casi veinte años sin visitar los campos de la ficción, el escritor se presentó con Noche cerrada en el maletero, una celebrada novela negra rural protagonizada por desterrados, alcohol de contrabando y policías. Tras aquel disparo, Offutt ha optado por no hacer esperar otras dos décadas a sus lectores sedientos de emociones fuertes en la Norteamérica profunda, y se acaba de presentar con Los cerros de la muerte, una nueva historia que supone la primera entrega de una trilogía. Mick Hardin, un veterano de guerra y miembro de la División de investigación criminal del ejército en Alemania, regresa con un permiso a su Kentucky natal para descubrir que su esposa está embarazada, y que la verdadera paternidad de la criatura alberga bastantes dudas. Ante la noticia, Hardin opta por aferrarse a las botellas y retirarse a una cabaña, ubicada en las colinas del lugar. Hasta que su hermana Linda, sheriff del condado, reclama su ayuda para resolver el primer caso de homicidio al que ella se enfrenta: al asesinato de una mujer cuyo cuerpo ha sido encontrado en el bosque por un anciano, antiguo conserje de la escuela local. Al investigar el crimen, Mick lidiará con las gentes del lugar, con los parientes de la mujer asesinada que planean ejecutar la justicia por su mano, con los poco razonables matones responsables del negocio local de distribución de heroína y con un agente del FBI. Los cerros de la muerte es una novela policiaca destacable, la primera incursión de Offutt en la carretera del crimen con misterio, una obra que ha sido comparada con series como True detective o Mare of Easttown. Y curiosamente, ante trabajos como éste, la etiqueta de escritor de country noir que le han estampado a Offutt no le sienta mal: el autor es un virtuoso a la hora de condensar y transmitir el ambiente, el sabor, los coloquialismos, las rencillas, y las sensaciones de la vida rural en lo más recóndito de las montañas de Kentucky. «Era un bonito lugar para morir» pensó aquel viejo cuando encontró el cadáver de la muchacha.