Ficción

Inconmensurables

Relato finalista en la categoría de narrativa de Ciencia Jot Down

Este texto ha sido finalista del concurso DIPCLSC-Laboratorium en la modalidad de narrativa de ficción científica de Ciencia Jot Down 2021. Puedes leer aquí el texto ganador en la modalidad de ensayo de divulgación científica.

Un clip. Un sencillo clip bruñido en su pequeña estructura de acero. Un delgado y minúsculo clip con tres curvas que suavizan sus amenazantes extremos. Curvas que, por lo demás, le otorga al fino alambre la resistencia que carece. Un clip, tan simple, como efectivo en la función de mantener unidos los díscolos papeles que se amontonan embarullados en la lisa superficie del escritorio. Digo que un clip se cayó sobre la alfombra que protege mis pies del frío suelo. Un hecho, desde luego, sin importancia.

         Alargué el brazo para alcanzarlo, tanteando sobre la alfombra, sin mirar, distraído en la lectura de las últimas líneas de los folios que pretendía agrupar. Repasé con las yemas de los dedos el pequeño espacio donde lo más seguro había caído y, palpando, palpando el cálido tejido de lana,  no acerté con el metálico utensilio. Insistí en mi búsqueda mientras pensaba en la palabra más adecuada para concluir la última frase del texto. Ni lo uno ni lo otro hallaron buen logro. Cansado de estirar a tientas el brazo, dejé los folios sobre la mesa y dirigí la mirada al suelo, al lado de mi pie derecho, donde había sentido caer el liviano alambrecillo.

          A primera vista no conseguí distinguir el brillante  trocito de metal sobre los colores oscuros de la alfombra. Esperé que mis pupilas se abrieran y se adecuasen  a las nuevas condiciones de luz. Ya, cuando comenzaba a percibir con detalle los arabescos de la alfombra, repasé de nuevo y con toda minuciosidad la zona donde presumía que había caído el dichoso clip. Y continuaba sin verlo. Más fácil me hubiera resultado coger otro y olvidarme del desaparecido ¡desde luego! Pero la incredulidad de que no fuera capaz de verlo alimentaba mi obstinación. Amor propio herido por un insignificante y retorcido hilo de acero.

         O repentina e irracional cabezonería. Retiré airado el sillón hacia atrás para despejar el campo de batalla. Primero, medio encorvado, con las manos apoyadas en las rodillas, inspeccioné sin éxito el terreno de combate. Después, puesto en afrentosa postura, con pies y manos en el suelo y la vista en vuelo raso, examiné meticulosamente la entera extensión de la alfombra. Nada. Sin rastro del escurridizo clip. Tal vez estuviera buscando en terreno equivocado y que el intrépido adminículo hubiese rebotado con suficiente energía como para salirse fuera de la mullida alfombra. Hecho alto improbable por lo tupido del tejido, capaz de amortiguar toda la elasticidad que fuera posible desplegar el fierecillo alambre. Aún tuve que inclinar más mi cabeza. No me había humillado todavía lo suficiente que me obligó a tocar con una de las mejillas las gélidas baldosas para poder divisar mejor su fina silueta. La lisa y homogénea textura del solado  facilitaba la labor de inspección. Nada que ver con el abigarrado dibujo de la alfombra. En una superficie tan despejada el clip resaltaría enseguida y su hallazgo sería cuestión de segundos; claro, siempre y cuando que se encontrase extraviado en este claro y despejado espacio. Hecho que no ocurrió pese a mi desesperación. Me senté sobre el suelo pensando dónde demonios podía haber caído. Casi con miedo, sin estar convencido de encontrarlo, levanté los flecos de la alfombra por si un casual se hubiera ocultado  entre sus guedejas. Los sacudí con fuerza para que cayera en el caso de que intentara agarrarse a los hilos. Los peiné de punta a cabo con los dedos. ¿Qué más podía hacer? No aparecía.

         Todavía sentado sobre el suelo seguí pensando en qué estrategia emplear para que  el desafiante clip no se saliera con las suyas. No me cabía duda: debía de estar camuflado entre la lana de la alfombra. Mi razón apelaba a la contingencia más peregrina para convencerse de que los hechos insólitos no por extraños dejan de ocurrir. La escasa  probabilidad de que el ligero clip adquiriera en su caída gravitatoria la energía suficiente para penetrar  el denso tejido de la alfombra y escabullirse de sus obligaciones no significaba que dicho acto de rebeldía fuera imposible. Ignoro qué elementos se conjugaron para que el clip tuviera la oportunidad de esconderse en tamaña espesura pero esto no significa que este acontecimiento dejara de tener lugar en su remota probabilidad. Así que, tras reflexionar sobre esta conjetura, eché mano de la aspiradora. Le cambié la bolsa para que su posterior hallazgo me resultara más cómodo. Mientras realizaba esta operación me preguntaba si valía la pena tanta molestia por un objeto tan insignificante. Una persona con un mínimo sentido práctico ya hubiera sustituido el clip por otro. Pero mi razón analítica se resistía a dejar pasar lo ocurrido sin preguntarse una y otra vez en la posibilidad de la desaparición por  arte de birlibirloque de la sustantividad de un objeto físico. Ya no era la necesidad de mantener unidos los folios que acababa de escribir lo que me empujaba a desplegar tanta molestia en buscar al diminuto clip. Y para defensa mía, tampoco una pérdida irremediable y definitiva del juicio. Era la imperiosa necesidad de dar respuesta a un problema metafísico que con este suceso tan intranscendente se presentaba ante mí en su más indiscutible evidencia. Si después de una escrupulosa búsqueda sucediera que no hallara el clip en el lugar donde hacía escasos segundos se encontraba, debería de admitir la existencia de cierto fenómeno no planteado ni por la metafísica, ni aún menos por la ciencia. Hasta la fecha toda especulación filosófica se ha centrado en explicar el paso de la nada al ser. Pero nunca antes se ha cuestionado el paso del ser a la nada. Para explicar este sentido inverso siempre se ha recurrido a un supuesto cambio que sufre la materia. La materia, se ha dicho, ni se crea ni se destruye: simplemente se transforma. Este caso no consistía en ninguna transformación pues en el supuesto que no encontrara el clip, en su lugar debería aparecer cualquier otra cosa en que se hubiera transformado la materia del que estuviera conformado. Si no hubiera absolutamente nada, el problema se complicaría a dificultades insoslayables. Me convenía, por mi bienestar mental, encontrar el clip. Encontrarlo o, al menos, en su lugar hallarme con cualquier otro objeto aunque fuera la bola del engranaje de un rodamiento. Así mi razón podría explicarse este extraño fenómeno que estaba sucediendo bajo mis pies: habría ocurrido que la esencia del acero en su actualidad de forma alargada y curvilínea habría desarrollado su  potencialidad de forma esférica. Eso sería todo. Difícil de creer pero explicado por la sabiduría de los sabios antiguos.

         ¡Alto! Antes de proseguir debía de asegurarme que la capacidad de succión de la aspiradora era suficiente para extraer  de las entrañas de la estameña la raquítica figura de un clip. Para comprobarlo cogí otro clip de la caja y lo escondí a conciencia en lo más recóndito de los hilos de lana. Volví a mullir alrededor de la brecha que había abierto para ocultarlo, de tal suerte, que una simple mirada no fuera capaz de divisarlo. Apliqué con toda potencia el aspirador sobre la zona y al momento escuché subir por el tubo, con metálicos golpecillos, el clip, derecho a la bolsa de recogida. Pese a mi seguridad de que el clip había sido absorbido por el aspirador, para cerciorarme por entero del hecho, rasgué la bolsa. Y allí se encontraba el clip; el clip con una marca negra de rotulador que había tenido la precaución de realizar para distinguirlo del clip que estaba siendo objeto de mis desvelos y saber si el objeto succionado había sido el depositado por mí o el extraviado hacía unos momentos. Así, convencido de que esta embestida sería la definitiva, repasé con la aspiradora a toda revolución cada fibra, cada mechón de lana que pudiera estar arrebatándome un clip, tan simple, como esencial en esta, nunca antes llevada a cabo, investigación metafísica. Su hallazgo significaría que el decurso de la existencia de las cosas continuaría su natural devenir por el mundo. Pero su ausencia supondría que todos los modelos aceptados hasta la fecha acerca de la realidad tendrían que ser revisados profundamente. Cardé, primero, en una dirección la alfombra, en ambos sentidos, para arriba y para abajo, despacio, presionando y cerniendo el cepillo de la aspiradora para que los posibles refugios del clip quedaran al descubierto. Después repetí la operación en dirección perpendicular. Seguir la metodología trazada tan a conciencia era primordial para el buen éxito de la empresa. ¿Quién sabe? Tal vez y, recurriendo al más caprichoso azar, una de la puntas del clip se hubiera enganchado en la fibra de la lana y se resistiera a subir en la turbulencia de la aspiradora. En este caso, remover todos los pelos de la alfombra sería imprescindible para que el clip se soltara y subiera sin mayor resistencia. Acabada la operación de rastreo yo esperaba escuchar el mismo sonido tintineante de antes. Sonido que no escuché durante la tarea de aspiración. Esta ausencia de sonido no me auguraba ningún éxito en el hallazgo de la pieza. Pero también pudiera haber ocurrido que en los varios minutos que estuve aspirando me distrajera y no percibiera el momento culminante de absorción del clip buscado. Una inspección en el interior de la bolsa era preceptiva según las reglas de una rigurosa investigación. Así pues, volvía a rasgar de nuevo la bolsa y en su interior tan solo encontré pelusas enmarañadas de diversos colores, los mismos que dominaban en el estampado de la alfombra.

         ¡Ensayo y error! Así es como ha avanzado el conocimiento humano. Aún cabía una remota posibilidad. Sí, no cabe duda. Y en este caso mi esfuerzo de extraer el alambre de la espesura de hilos no estaría siendo vano. Cogí el clip marcado anteriormente y lo volvía a esconder. Esta vez, atravesando una de sus puntas entre la delgadez de un hilo de lana. El experimento se centraba, ahora, en saber el comportamiento de la aspiradora frente a un fino elemento amarrado en un medio fibroso. Dependiendo del resultado, las conclusiones podrían oscilar de un extremo a otro. ¿Sería capaz la aspiradora de extraerlo o no? Expectante ante los acontecimientos comprobé, con alegría, cómo el clip se dejó asomar por entero de su escondite. No siguió el largo recorrido del tubo a la bolsa pero al retirar la aspiradora de encima yacía visible, tendido, luminoso y hasta diría insinuante, sobre las apretadas puntas de los hilos de lana. Si la fuerza succionadora de la aspiradora no rompió la fibra donde se enredaba el clip, al menos, este hecho justificaba el alto precio que pagué por la alfombra. Del mismo modo, pensaba, el clip objeto de tantas molestias debió de asomar la cabeza cuando la potencia de la aspiradora recayera sobre su delgada estructura. Acontecimiento que no ocurrió a pesar de la concienzuda labor de búsqueda que desplegué. No obstante, y para asegurarme más de la eficacia de mi sondeo, repetí la batida con la aspiradora por si un casual la boca de absorción no hubiera sido la adecuada para extraer de las espesuras merinas al presuntuoso clip. No fueron sino hasta el aburrimiento, los repasos que di con la aspiradora para deshacer el maleficio que mantenía contra su voluntad – o tal vez contra la mía- al minúsculo clip invisible a mi vista. Cansado en mi esperanza de escuchar algún sonido metálico subir por el tubo, rasgué una tercera bolsa, para indagar en su interior si el objeto buscado había aparecido o no. Y hallé las mismas pelusillas y la misma ausencia de algún cuerpo de aspecto metálico.

         Estos fueron los resultados y ¿las conclusiones? De la más efímera alegría a la perplejidad más absoluta. ¿Hasta dónde llegarían las habilidades evasivas de este intrépido clip? Yo, por mi parte, ya había agotado todas las hipótesis. Ya tan solo me restaba prenderle fuego a la alfombra. Una vez quemada toda la lana y todo el cáñamo del que estaba formada la alfombra, el acero del clip debería sobrevivir a la combustión y permanecer incólume entre las cenizas. Un cedazo me bastaría para separar el fino polvo de ceniza del cuerpo metálico. Alguien, usted, por ejemplo, se preguntará si no es llegar al extremo de la irracionalidad desprenderse de una alfombra tan valiosa por un ridículo clip que no cuesta ni un céntimo. Pero temo que si usted se hace esta pregunta es que no ha comprendido todavía la trascendencia del asunto. ¿Le parece acaso normal que las cosas desaparezcan sin pedirle a uno permiso? Las personas tenemos voluntad y si queremos marcharnos, al menos, nos despedimos de los seres que más estimamos. ¿Qué decir de un simple clip? Ni voluntad, ni alma propia le mueven.  Solo las leyes de la física. Y la ley de la gravedad le llevó a caer. No más que eso. Ninguna ley rige el desplazamiento horizontal de la materia inerte en ausencia de fuerzas. ¿Dónde, entonces, podría parar? En ninguna parte. Este es el corolario que quería evitar. Porque ¿cómo podríamos convivir con un principio que no se aviene a ninguna norma, a ninguna ley capaz de predecir su comportamiento? Sería el principio de la caprichosa desaparición de las cosas. Imagínese usted que de repente, mientras habla con su amante a través de un teléfono móvil este desaparezca sin darle explicaciones – me refiero al móvil, no al amante-. Los amantes aparecen y desaparecen por rigurosas leyes del antojo humano. O que el bolígrafo con el que estoy escribiendo se esfume sin darme explicaciones. Viviríamos en un mundo harto inseguro. Por tanto, la pérdida de la alfombra que con tanta calidez me resguarda del frío suelo es insignificante frente al profundo y serio problema metafísico de la descreación de la materia.

         Y a la mañana siguiente llevé a incinerar la alfombra. El empleado del crematorio no daba crédito a mi propuesta. Tras insistir y untarle el bolsillo más de lo conveniente accedió a mi petición. Le rogué que la temperatura de ignición no fuera muy elevada  debido a que los materiales con los que estaba realizada la alfombra eran de fácil combustión. No le expliqué el verdadero motivo de mi petición que no era sino el temor de que el clip se fundiera y complicase su posterior hallazgo.

– No se preocupe, usted. Su alfombra no sufrirá mucho- me dijo con sorna el mamarracho.

– Eso espero- le contesté, sabiendo que todo intento de aclaración de mi conducta no  serviría nada más que para confirmarle  mi estado de locura.

– ¿Y desea usted guardar las cenizas? – siguió con una sonrisa en los ojos, mientras apretaba los labios para no reírse franca y abiertamente.

– Desde luego, si no fuera así no me hubieran hecho falta sus servicios- ataqué sin remilgos y en clara postura beligerante, acaso ¿no podría limitarse a cumplir su trabajo sin entrometerse en los motivos que me llevaban a aquella situación?

Pues no, no se daba por contento y me espetó, mientras alcanzaba el delirio del que se sabe vencedor, el órdago definitivo de su chanza:

– Mientras se incinera su alfombra puede usted elegir la urna en la que desea depositar sus restos. En esta vitrina tenemos una gran variedad.

– No, ya las he visto y ninguna me parece adecuada para recoger las cenizas ¿No le parecen un poco horteras para una alfombra de tanta clase?

         Nos miramos con el ultimátum escrito en los ojos. Cualquier intento de seguir en esa dialéctica hubiera derivado en un inevitable intercambio de bofetadas como único medio de dirimir la situación. Al fin pudo más la cordura y se dio la vuelta a cumplir con su cometido que es para lo que, al fin de cuentas, le pagué.

         Al cabo de media hora salió de la sala de operaciones y me preguntó, esta vez ya sin chufla, dónde depositaba las cenizas. Le extendí entonces una bandeja impoluta de acero inoxidable que me cogió sin mirarme a los ojos. Cuando la volvió a sacar me puse desesperadamente a remover con un palito las cenizas en busca del clip. En vista de que no aparecía usé una criba por donde tamicé toda la ceniza hasta que no quedó en la bandeja ni una mota de polvo. Ningún indicio de restos metálicos quedó sobre la tela de la criba. Cogí la bandeja y el cernedor, dejando esparcidas en el suelo de la sala las cenizas.

         – Pero oiga ¿qué hace? ¿Está usted loco? – se atrevió al fin a declararme su opinión acerca de mí.

         – ¿Para qué cree usted que le he pagado el sobresueldo? Para que barra las cenizas, idiota- me despaché, a mi vez, de la opinión que me merecía el individuo, mientras salía corriendo por las puertas del crematorio.

         De vuelta a mi casa recordaba una ocasión en la que me sucedió otra desaparición similar a la del clip. Tendría yo ocho o nueve años y me encontraba jugando a las canicas en el corredor de casa de mi abuela. El juego consistía en colisionar una bola con otra lanzada desde cierta distancia. Conforme acertaba, la distancia la iba aumentando un palmo. Y así transcurría la apacible tarde sintiéndome protegido no solo por la conversación, que se oía detrás de una puerta, entre mi madre y mi abuela, sino también por la espléndida luz que inundaba toda la galería. Después de un sinfín de tiradas, cuando me dispuse a recoger por enésima vez la bola que usaba como lanzadora me encontré contrariado al no hallar la canica ni junto al marco del ventanal que iluminaba el pasillo ni alrededor de la maceta de una alocasia que felizmente desplegaba sus exuberantes hojas en ese espacio pleno de luz. La bola receptora de los impactos la colocaba justo delante de esta maceta para que tanto en el supuesto de acertar, o de fallar, las canicas no se dispersaran demasiado lejos de mi alcance. Pero en este último lance mi bola favorita no apareció de ninguna manera y tuve que resignarme, cuando me despedía de mi abuela, a no saber más de ella. Bien es cierto que estuve investigando su paradero el resto de la tarde. Busqué por la maceta; por el plato sobre el que la maceta evacuaba el exceso de agua y, sobre todo, por el deteriorado rodapié de madera que bordeaba ese cálido rincón. La vieja madera de pino presentaba tantos agujeros como nudos poseían las tablas. La sequedad, con el tiempo, había desprendido estos singulares lunares de su natural ubicación, dejándolos caer para que unas hacendosas manos los barriera y sepultara en la oscuridad de la tumultuosa materia en descomposición. Todos estos agujeros se encontraban por encima del nivel del suelo, salvo uno, el de la esquina derecha del ventanal que, cual boca de ratonera, abría sus hambrientas fauces a las canicas desapercibidas de semejantes peligro. Y fue este agujero el objeto de mis intentonas por rescatar la bola desaparecida. Introduje un dedo y comprobé que la profundidad del hueco era mayor de la que me esperaba. No lograba alcanzar el final con los dedos. Me ayudé de un alambre para arrastrar la bola hacia la salida, pero tras largos sondeos comprobé que el agujero se bifurcaba en pequeños túneles por todas  direcciones, tanto a izquierda como a derecha de la entrada como para abajo del suelo. Fue al comprobar esta circunstancia cuando se desvanecieron todas mis esperanzas por recuperar la canica de irisados colores que tanto apreciaba. No me cabía duda que mi canica se encontraba en lo más recóndito de ese escondrijo, fruto tal vez, del trabajo de generaciones y generaciones de roedores.  No sería de extrañar en un caserón tan antiguo como aquél de mi abuela. En este caso saber el final de esas galerías subterráneas no dejaría de ser una tarea que sobrepasase los medios de los que pudiera disponer un niño que como yo, en aquel entonces, tenía alrededor de ocho años. Así, pues, cuando salí de casa de mi abuela me llevé conmigo no solo el disgusto de haber perdido mi canica preferida sino también la certeza de saber dónde se encontraba y la impotencia de no poder recuperarla.

         Luego, después de muchos años, cuando la casa fue derribada para construir un nuevo edifico, confieso que no pude resistirme a presenciar su derrumbe y volver a buscar la canica que en un día de mi infancia perdí sin conmiseración. Tanto era mi afán que, al llegarle el turno al viejo ventanal de ser convertido en una masa informe de tierra, mandé parar a la máquina excavadora para remover entre sus escombros y proseguir la búsqueda que un día quedó truncada. Si en aquel entonces esta labor me resultó imposible, en esta ocasión, frisando mis cabellos los cuarenta, no resultó mucho más fructífera. A veces, engañado por blancas chinas redondas del propio tapial, creía haber hallado mi tan preciada canica; pero no eran nada más que eso: chinas blancas que destacaban del color pardo de la tierra. De no haber sido porque el operario de la máquina me advirtiera que no disponía de todo el tiempo del mundo, a buen seguro que no hubiera desistido de buscarla hasta encontrarla. Son esas pequeñas contrariedades que nos recuerdan que no somos tan dueños como creemos de nuestras determinaciones. ¿Qué voluntad nos zarandea de un sitio a otro igual que errantes pasajeros sin patria? ¿Qué funesto destino nos conduce de fracaso en fracaso? Misterioso hado que nos humilla y aturde como riendas que sujetaran nuestra desbocada ansia de erigirnos en pequeños dioses gobernadores del mundo. Y así es como una vez más me sentí frustrado, aunque intentara consolarme, cual impenitente mojigato, con lógicas explicaciones acerca de la dificultad de encontrar una bolita de cristal entre tanto escombro revuelto; entre tantas maderas, cañizos, tejas, ladrillos, adobes y demás cascotes que pudieran ocultar, incluso asimilar, a aquella canica que no olvidé con el paso de los años. Mas mi conciencia quedó conforme de haber cumplido con su memoria.

         Y hoy, un modesto clip de acero, con la insolencia de un objeto insignificante, es capaz de tambalear los cimientos de mi inteligencia. Un hecho es irrefutable: el clip ha desaparecido. Bajo qué principios de la naturaleza se haya realizado esta desaparición es algo que hasta el presente no se ha cuestionado ni se ha dado respuesta alguna. Se ha hablado mucho del origen de las cosas; se ha investigado acerca de su comportamiento y como interactúan entre ellas; incluso se les ha sometido a leyes para que no se desmanden y adquieran autonomía, lejos de nuestro control. Pues he aquí, bajo mi mesa de trabajo, la rebelión de un clip que no quiere cumplir con su función. Que, sin permiso, se ha redimido de sus obligaciones y se ha negado a seguir prestándome sus servicios, aunque… no, no quiero ser anatema, pero existe una posibilidad de explicar todo lo ocurrido de la manera más ventajosa a ambas partes. De una parte, el clip se habría valido de esa triquiñuela para liberarse de mis manos y, de otra, mi razón perpleja encontraría, al fin, una convincente justificación acerca de la repentina desaparición del clip. Pudiera haber ocurrido que el clip, cansado de ser sustancia de acero con forma de alambre retorcido, se hubiera determinado a adoptar la sustancia de pelo de oveja en su forma de hilo de alfombra. Esto es, bajo mis pies pudiera haberse dado la transubstanciación del acero en lana. De esta manera el clip hubiera dejado de tener una vida fría, solitaria y servil para llevar una vida más cómoda, confortable y cálida, arropada en una multitud de fibras solidarias, unidas en un armónico y colorido dibujo de geometrías concatenadas. Si esto hubiera sido así, ya podría estar yo buscando, que ni con los más sofisticados medios hubiera dado con el clip. Partí de una premisa equivocada: buscaba un objeto que se había convertido en otro totalmente distinto. De acuerdo. Ya lo sé. Este principio de la transubstanciación es un principio de fe, que nada tiene de experimental y de científico. Pero acaso ¿no es la fe una forma de conocimiento como dejaron escrito los escolásticos? ¿Por qué no aceptarlo? Al menos explica de forma sensata lo que la ciencia no puede ni por asomo explicar. Y así estamos todos contentos. Cada uno que tome lo suyo. Yo, al menos, me tranquilizo pensando que el desdichado clip no eligió el momento oportuno para su liberación. No sabía el desgraciado el fin que le esperaba, quemado en la hoguera como un infiel. Que es, lo que al fin y al cabo, ha sido conmigo. O, a lo mejor, sí. Convertido en mota de ceniza se ha escapado con el viento a recorrer el mundo que yo le negaba. Allá él lo que quisiera hacer con su vida. Yo al menos, entiendo porqué no lo hallé ni con la aspiradora, ni palpando, ni con la vista, ni entre las cenizas y no me importa que cierto sector recalcitrante de la sociedad me persiga y me amenace de excluirme de la lista de los hombres de bien.

         Aunque, para su tranquilidad, también puedo ofrecerles otra interpretación menos enojosa acerca de la inverosímil desaparición del clip. Y sin necesidad de transgredir principio tan sagrado como el de la transubstanciación. Me basta remontarme a cierta escuela antigua que existió en la magna Grecia, aunque los gerifaltes de aquella sociedad no querían gentes tan extrañas y tuvieron que marcharse a Crotona, al sur de la península itálica, donde al parecer la presión de las clases dirigentes no era tan severa. Me refiero a los pitagóricos que hicieron de los números entes mágicos que parecieran gobernar el mundo. Donde quiera que dirigieran su mirada no dejaban de encontrar fantásticas relaciones numéricas. Se maravillaron al encontrar relaciones numéricas entre la longitud de las cuerdas de la cítara con el sonido más grave o más agudo de las mismas. Así, por ejemplo, si se reduce a la mitad la longitud de una cuerda se produce un tono de una octava más alto; si se reduce en dos tercios, entonces es una quinta más alto; y, si son tres cuartos, una cuarta más alto. No se conformaron solo con estas relaciones numéricas. Las distancias de las orbitas celestes, dijeron, corresponden también con los de la escala musical, por lo que no estaríamos desbaratando si afirmáramos la existencia de una música de las esferas. Amén de estas casualidades se quedaron prendados al comprobar que los cuadrados se pueden formar con la suma de los impares sucesivos. Esto es, 1+3+5 = 32, o bien, 1+3+5+7 = 42. En general 1+3+5+…+ (2n+1)n = n2. ¡Magnífico! Descubrieron los llamados números perfectos que son los que son iguales a la suma de sus divisores, incluyendo el uno. Un número perfecto es, por ejemplo, el 6 porque es igual a 1+2+3. Pero la faceta más trascendente que los pitagóricos designaron a los números fue la de constituir el armazón del mundo; esto es, el uno representa un punto; el dos define una línea (puesto que dos puntos definen una línea); el tres una superficie y el cuatro un cuerpo en sus tres dimensiones. La suma de estos números resulta ser diez, número mágico por excelencia, ya que el sistema de numeración que ha acabado imponiéndose es el decimal. Además, estos números se pueden disponer en forma de triángulo:

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El símbolo esotérico de los pitagóricos.  ¡Ah! por cierto ¿no se suele representar la divinidad en forma de triángulo? Por todo esto, y por algunos otros detalles que no señalamos para no aburrir, los pitagóricos hicieron de los números la esencia y causa material de todas las cosas. El orden mensurable de los fenómenos es debido precisamente a que las propiedades intrínsecas de los números y sus razones son los principios de las cosas. ¿De qué otra manera se podría explicar estas relaciones?

         Mas no mucho tiempo después de ser formulada esta cosmovisión del mundo surgieron serios inconvenientes. Y es que los números naturales no son adecuados para dar cuenta de propiedades fundamentales de algunas figuras geométricas. Así, por ejemplo, si relacionamos la diagonal de un cuadrado con su lado, sean cuales sean las dimensiones del mismo, resulta ser   cuyo valor aproximado es 1,414213562… y digo aproximado porque por mucho que me quiera a acercar al valor exacto de , utilizando números naturales, nunca llegaré a expresarlo con entera precisión. Igual ocurre con la diagonal de un cubo y su lado que es    1,732050808…O a la relación del lado de un pentágono regular con sus diagonales que resulta ser el tan traído y llevado número áureo ≈ 0,6180339887…de gran importancia para alcanzar la armonía en el arte. Incluso algunos dicen que las distancias de los tallos de una rama de árbol guardan entre sí proporciones conformes al número áureo. Tales parejas de segmentos los antiguos las denominaron inconmensurables.

         Estas dificultades le sobrevinieron a los pitagóricos por haber supuesto el espacio y el tiempo como constituidos por puntos e instantes, ya que estos se ajustaban mejor a un tratamiento numérico; pero tanto el espacio y el tiempo tienen también otra propiedad que es más fácil de intuirla que de explicarla como es la de «continuidad». De esta característica se valió Zenón de Elea para formular sus famosas paradojas que invalidaban la posibilidad del movimiento. Una de ellas es la de Aquiles que nunca podrá alcanzar en una carrera a una tortuga a la que le ha dado cierta ventaja. Pues mientras Aquiles recorre la distancia inicial que los separa, la tortuga habrá caminado alguna distancia, y cuando Aquiles vuelva a caminar esa distancia que ha recorrido la tortuga, ésta habrá recorrido a su vez otra y así sucesivamente, impidiendo a Aquiles alcanzar nunca a la tortuga.  Otro ejemplo de reiteración hacia lo infinito lo tenemos al trazar las cinco diagonales de un pentágono regular. Estas diagonales forman, a su vez, otro pentágono regular más pequeño. Si trazamos de nuevo las diagonales de este segundo pentágono se formará un tercer pentágono regular todavía más pequeño. Este proceso lo podemos continuar indefinidamente tantas veces como queramos.

         Bien. Toda esta literatura está muy bien. Pero ¿en qué le concierne a nuestro caso, a la desaparición inesperada de un clip bajo mis pies? Tengamos paciencia porque tal vez nos pueda dar la solución definitiva de este misterioso caso. Creo que la teoría de los pitagóricos fue desechada muy pronto y que luego no se ha retomado con seriedad a pesar de que nunca se ha dejado de hablar de ella. Establecer los números como el principio y la esencia de las cosas no es ninguna tontería. El hecho de que los pitagóricos desconociesen otros números distintos a los naturales no invalida su afirmación. El campo de los números se fue ampliando con el tiempo con los enteros, con los racionales e irracionales. Y todos ellos conforman el llamado conjunto de los números reales. Reales, sí, he dicho bien. Reales porque conforman la realidad, nuestra realidad, la que nos rodea. También se ha postulado la existencia de números imaginarios, como solución, por ejemplo, de la ecuación de segundo orden del estilo x2+x+1=0. Pero estos números, de momento, no interesan a nuestro objetivo. La ciencia moderna, por otro lado, no ha dejado de dar la razón a la creencia de los pitagóricos al cuantificar los fenómenos de la naturaleza en fórmulas matemáticas que no son otra cosa que relaciones numéricas al modo de los pitagóricos. Y en estas fórmulas pueden intervenir todos los números reales, incluidos los que antes hemos llamado inconmensurables (que son los actuales irracionales). Pues bien, ¿Quién nos dice a nosotros que esos arabescos que estampaban mi alfombra no obedecieran a relaciones inconmensurables? Y al igual que el pentágono regular inscrito dentro de otro pentágono regular nos lleva a una sucesión sin fin, estas figuras formasen un vórtice capaz de sumir un objeto en un torbellino infinitesimal, transportándolo a unas dimensiones fuera del alcance de la percepción humana. Esto es, como la esencia de los dibujos que ornaban mi alfombra corresponde con un inconmensurable y este consiste en la división de la continuidad del espacio hasta el infinito, es posible que en algunas de esas florituras se formase algo parecido a un cono invertido cuyas aristas no se corten nunca y, por tanto, un pozo sin fondo, un sifón en espiral que te absorbiera hacia una región tan minúscula que jamás encontrase el límite de su pequeñez. Un agujero negro del cual es imposible escapar. Esto justificaría, satisfactoriamente, la repentina desaparición del clip. A la que, por fin, puedo encontrar una explicación racional. Y no sólo esto, sino también agradecerle al clip que fuera él el que desapareciera y me llevara tanto trabajo en buscarlo, hasta las consecuencias de deshacerme en sacrificio expiatorio de mi valiosa alfombra, pues de no haber sido así, tarde o temprano, hubiera sido yo el que hubiera desaparecido por este enigmático punto inconmensurable hasta el confín de los tiempos. El hecho de no haber ocurrido este letal desenlace en mi persona se debe a la más caprichosa casualidad: el de no haber pisado, durante los dos años que tuve la alfombra, en el lugar propicio para quedar atrapado en esta sima hacia el infinito.

         ¡Alto! El hecho de que la alfombra haya sido destruida no implica que la esencia de los dibujos haya sido también aniquilada. Su inconmensurabilidad puede permanecer en los restos de cenizas que dejé tirados en el crematorio. Cualquier objeto o persona que se acerque a esos restos puede caer atrapado en esta vorágine adimensional de reducción por la eternidad. Debo, pues, volver al crematorio y advertirle al encargado del peligro que corre. Aún es posible que llegue a tiempo. No hace ni quince minutos que dejé esparcidas las cenizas con toda mi mala intención y ese cretino seguro que no se da demasiada prisa en recogerlas. Necesitará su tiempo para vencer su orgullo y barrer lo que un loco y excéntrico personaje le dejó desparramado en señal de reto.

         Si de vuelta a casa el camino me resultó ameno y entretenido, pensando esta última y definitiva teoría acerca de la desaparición del clip, en cambio, el regreso de nuevo al crematorio, guiado por las prisas, me resultó interminable. Los semáforos parecían estar confabulados en detenerme el paso. El tráfico de repente se había convertido más denso y ajetreado. Todos los vehículos parecían obsesionados en ocupar el carril de la derecha para evitar ese lento carromato o el inoportuno coche, con luces de emergencia, aparcado en doble fila. Para colmo me equivoqué en un cruce y tomé la calle equivocada, obligándome a dar un rodeo que me hizo perder unos cinco minutos lo menos. No. No se crean ustedes que las desavenencias que había tenido con el oficial del crematorio me llevaban a desear su desaparición de este mundo. Al fin y al cabo, su extrañeza ante mi petición era comprensible. Nadie va a un crematorio a incinerar una alfombra. Lo que ocurre es que a mí tampoco me gusta que se entrometan en mis asuntos. Y este que me llevó allí era de vital importancia. Aunque reconozco que de difícil justificación al común de los mortales.

         Al fin llegué al crematorio. La puerta seguía abierta. La empujé y me dirigí al vestíbulo donde se encontraba la vitrina de las urnas y donde esparcí las cenizas. Mi corazón se sobresaltó al ver un cepillo y un cogedor tirados alrededor de las cenizas. Me acerqué un poco más. Y pude observar que sobre las cenizas se encontraban marcadas las huellas de un zapato. El pie derecho. Y el pie izquierdo. Y a ambos lados de esas huellas, como dejadas caer en un descuido de la mano, yacían el cepillo y el cogedor. Me alerté hasta lo inimaginable. Mis pelos se encresparon con escalofríos que recorrían todo mi cuerpo. No sé si me asustaba más el hecho de que ese señor hubiera desaparecido o la hipótesis de que un inconmensurable pudiera configurar la realidad y sumergirnos en el abismo de los tiempos.

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