Ficción

Últimos apuntes sobre el diluvio

 

Mi corazón ya no tiene la música de todas las playas de hoy
mas tendrá el silencio de todos los siglos
Salvador Novo

Y quisiera en este momento explicar sus recuerdos, sus razones, tal vez, porque ahora ya no da lugar a arrepentimientos, y con ellos el recuerdo de los elefantes, como si lo importante no fuera llegar a tiempo, tan solo unos segundos para contemplarlos, que el tren ya va a llegar, pero ¿qué serán estos animales? Elefantes, ahora lo sabe, ahora lo lamenta.

¿Para qué nos sirven los trenes? Para saber que somos puntuales. Te espero a las siete y cinco todos los viernes, y si no llegas… ¡ay de ti! Y si no llego, ¿ay de mí… qué? Algo terrible pasará, y será tu culpa, ya lo verás. Y cuanto más remaba, más evidente era que las palabras de Alexa tenían algo de premonitorio, como si las olas a la orilla de la barca fueran ecos que le advirtieran un «te lo dijimos» y esa culpa de los setenta segundos revoloteando por todos lados. Porque, quién decía que no era verdad, que lo tentó más la duda de ver si era cierto lo de la maldición, si en aquello de los segundos ocurría algo impresionante, como que se acabara el mundo, o se cayera el cielo, como decía el ciego Antonio, o peor aún que el tren no volviera a pasar jamás y entonces sí sería mala la cosa, ya no podrían jugar, no se verían las caras y las ganas con esa ansiedad propia de la puntualidad. Ya faltan pocos segundos y, si no, Alexa se enoja… empujar gente en el andén, perdón señora, pero Alexa se enoja, y el ciego Antonio predicando el fin del mundo ante la insistencia de Julián por ser puntual, ¿cómo se dará cuenta, pinche ciego? ¿serán mis pasos?, se atrevería a pensar. Mientras, al fondo del vagón apareciera la cara, el cuerpo, las manos de una Alexa que ya ni se preocupa por cumplir con su presencia, ella allí está, completita como el tren que ya bufa las siete y cinco, que exhala un pitido que pone en alerta a todos, menos a Alexa que ya sabe que frente a ella aparecerá Julián bufando a tiempo también, sudando toda la prisa por el miedo entre las carcajadas de Antonio, quien le dice que esta vez estuvo cerca. Nada más la advertencia de Alexa lo vuelve a la calma, como esa tarde en la estación en que supo que ya nada había que hacer, que el tren, el juego y el desierto se habían terminado para ambos.

Y ahora resultaba raro llamar desierto a esto. El mar, habría oído decir a Antonio, ¿cómo va a ser mar si aquí no hay ni madres? Y la arena y las llanuras dándole la razón. Lo más emocionante es el tren, no se cansaba de repetir, sobre todo los viernes, sobre todo por Alexa, quien lo retaba siempre a las siete y cinco, y otra vez con la conciencia a cuestas por la tardanza, mientras las olas lo bambolean y ve que para un lado no hay nada, solo agua, y para el otro tampoco… Y para enfrente el destino y la puntualidad, y el montículo ese que asoma, ¿de dónde? Aquí nunca ha habido montañas, puro llano, pura tierra. Y esa polvareda le recuerda el motivo de la tardanza, el viejo aquel con los animalotes enormes y arrugados. ¿A dónde los lleva? A ponerlos a salvo, se llaman elefantes, y Julián ya había oído hablar de ellos en algún lado, en la radio, o de chico, si así fue, cuando lo llevó su mamá al circo, ¿y esos qué son, ma? Elefantes, pero aquellos estaban bonitos, llenos de luces y de plumas, no como estos todos llenos de tierra, pero si aquí no hay nada, ¿de dónde van a sacar plumas que ponerse? Recuerda la advertencia, tú deberías hacer lo mismo, deberías ponerte a salvo. Un «¿A salvo de qué?» se le atoró en la garganta cuando escuchó a lo lejos pitar al tren, ya va a ser la hora, y la risa del ciego Antonio, martillándole el cerebro, ¿habrá sido por pura curiosidad?, se pregunta hoy que nadie lo escucha, que no hay elefantes con que distraerse, ni siquiera esa pinche risa, como retando, como saboreando la razón cuando Julián llegó setenta segundos tarde, las siete y seis y contando, un «¿Qué podrá pasar?» que aún se asomaba, mientras el ciego Antonio se cagaba de la risa y Alexa no estaba por ningún lado, y con la risa parecía llegar la voz de ella diciéndole: te lo dije, Julián, algo terrible va a pasar… y, mientras miraba a los cielos y trataba de definir el origen de ese sonido tan extraño, su rostro se mojaba con la primera gota de lluvia de su vida.

En este absurdo de navegar a la deriva piensa que ya debe de ser la hora, por aquí debe de estar a la estación, piensa, si siquiera hubiera un tren que me avisara, vuelve a pensar, pero… ¿Cómo un tren, aquí en medio del agua? ¿Y ese monte allá enfrente? ¿Me habré perdido? Ojalá Alexa me diera la pista, como lo hacía antes, mucho antes de las siete y cinco semanales, como cuando los niños jugaban a ser trenes, a recorrer las vías, y Alexa con una voz más madura de lo usual le diría que los trenes serían su desgracia, que los elefantes también, y luego otra vez el juego de niños que ya no tiene sentido, como las palabras acabadas de mencionar. Porque lo importante era jugar a ser trenes y correr por las vías hasta llegar a la estación y a tiempo para pitar más fuerte y que todo el mundo se entere, incluyendo al ciego que se reirá más tarde. Ya casi deben de ser las siete, se atreve a pensar mientras la certeza de montaña desaparece al constatar los dos cadáveres de elefante que flotan a la deriva y, en sus cuerpos húmedos, el sol le muestra las luces y plumas que alguna vez Julián extrañó. Debo de estar cerca, piensa.

Ahora ya no sabe si fue la advertencia o la duda, habría que ponerse a salvo, habría que llegar a tiempo, si no algo terrible pasará. Un segundo después, setenta en este caso… y así se logró que llegara el agua. Las primeras gotas en el rostro de Julián que no creía lo que pasaba, las últimas gotas bajo la balsa que se aleja de los elefantes que no pudieron ponerse a salvo. Unas primeras gotas que equivalen a la última referencia de una Alexa que se fue sin despedirse, y cuya única certeza es la de encontrarse al pie de un tren que no llegará puntual nunca más debido a que Julián se retrasó setenta segundos.

Más allá de los elefantes, Julián mira una figura conocida, ya no se escuchan risas, ni oleaje ni nada que le diga que lo que pasa no es cierto, que el llano ha dejado de ser tal para convertirse en el mar que alguna vez le dijeron, el ciego ya no está, la barca tampoco. Alexa se acerca para constatar que esta vez ha llegado a tiempo, que no tiene nada que reclamarle ni hoy ni nunca. El silbato de un tren que se avecina confirma que van a dar las siete y cinco.

 


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Alfredo Peñuelas Rivas es un escritor méxico-nicaragüense. Ha publicado cuento, novela, crónica y ensayo. Es doctor en Ciencias Sociales y Humanidades por la Universidad Autónoma Metropolitana de México, y Máster en Creación Literaria por la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona, España. Su novela La orfandad de la muerte recibió el premio de coinversiones de Conaculta en 2013.

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