Ficción

Ana

 

En mi final está mi principio.

María Estuardo, Reina de Escocia y Francia

«Con Ante. Recuerdo antes de mi partida. Ana Peric, 10 de enero 1923.», escrito a mano con tinta negra en serbocroata, en el reverso de la foto amarillenta donde aparecen una mujer y un niño. Ella mira a la cámara de reojo, severa y desconfiada. Lleva puesto un sombrero de seda brillante, un vestido de retazos de terciopelo oscuro amalgamado con hilo de cerda blanco, botas acordonadas de taco alto. Está sentada estoica, de costado, con piernas cruzadas en un banco cubierto por una tela bordada. Sus manos entrelazadas se apoyan sobre su pierna derecha. Parece contenida, busca protegerse. El cuello grueso, parte del brazo y las manos están descubiertos. Insinúan su deseo de libertad. Aún se percibe la influencia del imperio austrohúngaro; ella es eslava, de la costa dálmata.

El niño mira ávido a la cámara con cejas levemente arqueadas. De pie parece tener la misma altura que su madre. Está vestido, para la ocasión, con un sombrero y traje de marinero, pantalón corto y calcetines largos enmarcando las rodillas. Le gustaría sentir el calor de la piel de su madre; los dedos de su mano se apoyan tímidos sobre el borde del asiento. Su cuerpo inclinado hacia la izquierda espera un abrazo. Su hombro hacia adelante busca un leve contacto con el de su madre. No sucede. Son dos fuerzas magnéticas inseparables que no se tocan.

Esta foto se la sacaron en el estudio de la plaza principal de Split una tarde de invierno húmedo. Ana tenía treinta y cuatro años; su hijo, Ante, doce. Unas semanas antes, Ana le había revelado que se iba con su hermana Marta a América del Sur, en busca de un buen trabajo y una casa grande para toda la familia. Se iban también, aunque no lo dijo, por otras razones: para dejar atrás a sus maridos, la miseria de la posguerra, la decadencia del fin del imperio, la persecución inicial del reinado de Alejandro I. Le dijo que una vez asentada, lo vendría a buscar. Mientras tanto, él se quedaría en Split para terminar la escuela; lo cuidarían su abuela Manda y su tía María. A su hijo no le gustó el plan. Imploró a su madre que lo llevara con ella, le prometió que él la ayudaría del otro lado del océano; ella respondió con un no rotundo.

El día de la partida, Ana escribió y firmó el revés de las fotos, y distribuyó una a cada miembro de la familia. Ella se guardó una. Ante se había puesto otra vez el traje de marinero; secretamente, esperaba que su madre cambiara de opinión a último momento y pudiera irse con ella, o que quizás podría escabullirse de incógnito en el barco, pretender ser parte de la tripulación y sorprenderla.

Le pidió que le mostrara los billetes del barco. Ana sacó del interior de su bota un papel doblado que decía:

Cosulich Società Triestina di Navegazione.
Barca: Belvedere.
Destino: Argentina.
15 gennaio 1923.
Passagero: Ana Peric.

Ante recorrió con la mirada el pasaje con avidez, pero no encontró su nombre. Su madre no le iba a dar una sorpresa. Ana deslizó el pasaje en la parte interior de la bota, extrajo de su pecho un rollo de kroneen pocos meses la moneda austríaca sería suplantada por el dinar y perdería su valor —y se lo dio a Ante diciendo: «Ahora te toca ser el hombre de la casa».

Ana y Marta subieron al barco que las llevaría al puerto de Trieste; de allí, irían en el buque Belvedere rumbo a Buenos Aires, una de esas tierras distantes que mucha gente fantaseaba como prometida. Eran cuarenta días de viaje. No sabían aún que la travesía no tendría nada que ver con el glamour de las fotos del catálogo del barco, sino que acabarían en un campo de batalla inhumano y mugriento. A finales del mes de marzo llegó la primera carta de Ana, que tenía una línea de estampillas de colores con el retrato de un señor que abajo decía «Gral. José de San Martín. 5c». La abuela Manda, la tía María y Ante se congregaron en torno a la mesa redonda. María comenzó a leer:

Querida familia, querido hijo. Hemos llegado al sur. El viaje fue demasiado largo. Sucio. Nuestro mar emite luz, el océano la devora. El barco ancló en los puertos de las islas Canarias, Río de Janeiro, Montevideo y, finalmente, en Buenos Aires. Estamos en una pensión cerca del puerto. Hay gente de todas partes. Hemos conocido a unos italianos. Al menos podemos conversar en nuestro pobre italiano. La ciudad es grande y polvorienta. Nada se compara con nuestra querida Split. Un fuerte abrazo a los tres. Especialmente a Ante, el hombre de la casa. Ana y Marta.

Ante preguntó por qué su madre solo escribió Ana en el remitente y no incluyó el apellido, su apellido. La abuela no supo responderle; le dijo que quizás su mamá se había olvidado. Peric era el apellido de su padre, a quien hacía mucho tiempo que no veía. Ante apenas se acordaba de su cara y de su voz; no quedaban fotos con él en ninguna parte de la casa. Cuando Ante había preguntado por el destino de su padre, su abuela le dijo que estaba trabajando en Austria; su tía le contaba, en secreto, que estaba prófugo porque militaba en el Partido Campesino; su madre, antes de partir, le había respondido con un silencio y los ojos húmedos. Tampoco había puesto el apellido de su abuela: Bulic. Ante ensayaba firmas, con su nombre y apellidos completos, en todos los papeles que encontraba.

Pasaron el frío empujado por el viento bora y las lluvias de primavera del siroco; era época del mistral, el viento que peina aire de verano en la costa rocosa. Ante y su familia habían ido a visitar a su tío en la isla de Brac por unos días. Cuando volvieron a Split encontraron la segunda carta de su madre bajo la puerta. Revisó las estampillas. Reconoció el retrato de ese tal San Martín. Apretó el sobre para sentir la densidad de páginas. Esperaba que su madre anunciara que venía a buscarle, le enviara un billete para ir él solo en el buque y fotos de la gran casa en la que vivía; se encontró solo una página con pocas palabras.

Queridos: Disculpen nuestro silencio después de tantos meses. El frío húmedo de este río marrón ha invadido los pulmones de Marta, que tiene una grave neumonía. Apenas se recupere, vuelve a Split. Yo me quedaré un poco más de tiempo. Tengo esperanza. Recuerdos desde el sur del mundo para todos. Ana.

Su nombre, esas dos sílabas tan simples, estaban ausentes. Tampoco la palabra «hombre». Ni siquiera una pregunta. Fría, despojada, como si se hubiese olvidado de él y de los vientos del Adriático, y ahora estuviera encantada y envuelta por los polares. La abuela no emitió comentario. La tía María murmuró: «Una desalmada». Ante arremetió con un portazo y salió corriendo hasta llegar al puerto. Quería ir a buscar a su padre, encontrar un refugio. Preguntó por Milo Peric en los bares del centro, a las señoras sentadas en las puertas de sus casas, en el club de pesca, en el hospital. Nadie sabía, o no querían decir, nada sobre su padre. Fue a la estación de policía. «¿Milo Peric es tu padre? Ese traidor violento acaba de salir de la prisión. Esa rata está ahora en su casa», dijo el comisario con desprecio. «¿Qué casa?», preguntó Ante. «Al final de la calle Dobric. ¿No vives ahí?». Ante no respondió; esa no era su casa.

Golpeó con fuerza la puerta de una de las casas en el callejón sin salida. Un señor de pelo y bigote blanco apareció en la puerta entreabierta. «¿Milo Peric vive aquí?, preguntó Ante. El señor apuntó con el dedo índice y su mandíbula levantada hacia la puerta de enfrente. Ante se dio la vuelta y, con determinación, tomó la aldaba en forma de mano y lo chocó contra el círculo de bronce incrustado en la puerta de madera. El repetido sonido metálico resonaba entre los edificios; unas caras se asomaron tímidas entre las cortinas de las ventanas. Una mujer abrió la puerta con un bebé en brazos, marcado por moretones. Ante preguntó por su padre. Ella lo miró de arriba abajo, se dio media vuelta, y adentrándose en el pasillo gritó: «Milo, querido, hay un niño que te busca». Ante escapó hacia Plaza Narodni antes de que su padre llegara a la puerta.

Dos meses después, un telegrama anunció que Marta volvía de Buenos Aires. María, la abuela Manda y Ante la esperaron expectantes en el muelle del puerto, sin decir una palabra. Marta bajó del barco cabizbaja; cuando vio a sus tres familiares esbozó una sonrisa amplia. Ante no esperaba ninguna sorpresa o regalo de su madre. Su tía le había traído unos extraños regalos de ese país lejano: un cinturón con hebilla de plata, un cuchillo con mango hecho de hueso animal y una manta de lana que su tía le dijo que se llamaba poncho. Y un pequeño sobre que Ante abrió ilusionado y con rabia. Dentro había una hoja con membrete del Hotel Excelsior Buenos Aires que tenía escrita dos frases.

«Hola Ante. Te espero pronto de este lado del gran océano. Ana D.».

No decía «hijo», ni «hombre», ni «te quiero» o «te extraño». Decía «hola» escrito en otra lengua. Ante preguntó a Marta qué quería decir esa palabra. «Zdravo», le respondió levantando los hombros, disculpándose. ¿Ahora mi madre se llama Ana D.?, pensó Ante. Marta contó algunas de las historias del viaje, describió la ciudad, pero no habló de su hermana; se habían peleado unos días después de la llegada al puerto de Buenos Aires.

Durante cinco años, no hubo ninguna noticia de Ana: ni cartas, ni telegramas. Solo rumores y preguntas: ¿Estaba enferma? ¿Se había muerto? La tía María escribió una carta a la embajada de Croacia en Argentina preguntando sobre el paradero de su hermana. Un mes y medio después recibieron la respuesta: no había ningún registro o información sobre Ana Peric o Ana Bulic. Ante había hecho caso a su madre: terminó la escuela y fue el hombre de la casa, colaboraba con el dinero que ganaba ayudando a su tío en el bar. Hacía también recados para los vecinos y trabajos durante los fines de semana para ganar unos dinares más, que ahorraba para comprar un pasaje para atravesar ese gran océano.

En la despedida en el puerto a la que fueron su abuela y las dos tías no hubo foto de familia, ni traje de marinero. Ante llevaba puestos una boina, un traje de lana hecho a medida por la vecina, tirantes y una ancha corbata. Sujetaba una maleta de cuero marrón; dentro de ella había ropa cuidadosamente planchada y un diccionario croata-español que protegía la foto de él y su madre. Su traje juntó manchas y humedad de mar a lo largo de ese viaje que semejaba una cuaresma. Partió de Split en la temporada del viento bora y llegó a Buenos Aires en tiempo de jacarandás en flor. La ciudad no era lo que había imaginado. Esperaba edificios altos y modernos; se encontró con un puerto bajo un polvorín desolado: un mercado de frutos descuidado, depósitos de ladrillo en mal estado, olor a carne podrida, barcas desvencijadas y la vasta planicie.

Nadie lo esperaba. Pasó unos días en el Hotel de Inmigrantes, hasta que pudo aventurarse hacia la ciudad en busca de su madre. Fue de inmediato al Hotel Excelsior. Se acercó nervioso a la recepción e indicó su madre con el dedo en la foto. El recepcionista negó con la cabeza; preguntó a otros empleados pero nadie había visto a esa mujer. Ante, desahuciado, recorrió durante días los hoteles y pensiones del centro, los hospitales, asociaciones de inmigrantes, cementerios y varias comisarías. No había rastros. Unos croatas que conoció en la pensión le hablaron de una comunidad serbocroata, que se había instalado en una ciudad llamada Comodoro Rivadavia, en la Patagonia, para construir las tuberías de gas natural. Viajó en un tren destartalado, con ilusión y nervios. Pero allí tampoco encontró a su madre. Se había quedado con muy poco dinero para pagar el regreso. Consiguió un trabajo y decidió quedarse allí durante un tiempo, hasta que pudiera volver a la ciudad.

Al cabo de unos meses, Ante volvió a la capital para retomar la búsqueda de su madre. Se casó, tuvo una hija y una casa pequeña. A su nueva familia les hablaba de los vientos del Adriático, del mar, las intrincadas calles de su ciudad, sus tías y su abuela. Cantaba canciones en croata y en italiano, algunos tangos. Pero eludía hablar de su infancia; nunca les contó tampoco la historia de su madre. Volvió en un par de ocasiones a visitar su Split natal (que era socialista) y a su familia. Murió en 1998 en su cama, en Buenos Aires. Sobre la mesa de luz, entre las páginas de una pequeña novela de detectives estaba la foto de él y su madre.

 


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Andrés Clerici es escritor y director creativo de exposiciones. Nacido en Buenos Aires, Argentina, vive en Nueva York.

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