Ficción Crónicas desorbitadas

Dentrofueradentro

Relato ganador en la categoría de narrativa de Ciencia Jot Down

Este texto ha sido el ganador del concurso DIPCLSC-Laboratorium en la modalidad de narrativa de ficción científica de Ciencia Jot Down 2021. Puedes leer aquí el texto ganador en la modalidad de ensayo de divulgación científica.

Era como lo del gato ese, que estaba dentro y fuera de la caja, y estaba vivo y muerto a la vez, y si la abrías ya no había gato. Mi vida, digo. Cómo se llamaba el bicho, sí, gato de Cheshire, y sonreía el animalito. Yo soy más de perros, está claro, abrigan más, son más cariñosos. Pero es que mi vida siempre ha sido eso, ir de aquí para allí, querer algo y conseguir otra cosa, estar con uno y beber los vientos por otro. No saber lo que se quiere, querida amiga, es la perdición de una.

Mi pana Lina, que es la golfa a la que más he querido y la que más me ha enseñado en esta vida, aparte de Jose, mi quiosquero, que me guarda cada mes el National Geographic y el Science (y el Hola cada jueves), siempre me lo decía. Nena, ten siempre un hombre de letras en tu vida. Se era joven y cualquier gañán con una carpetita de versos susurrados al oído te encendía entera. Una, también es cierto, es más bien de combustión espontánea y no hay reactivo más inmediato que la poesía. Pero esto es tema para el Cuarto Milenio del Ikerjiménez.

Teo, el niñato de los versos, había estado en París unas vacaciones de verano y tenía las manos ligeras para medir versos y soltar cremalleras. Debajo de los adoquines, me prometía, está la playa. Y debajo del jersey de cuello alto estaban mis tetas, que es donde el muy tunante quería tomar el sol. París era una fiesta, me contaba, mientras hacía de mí la barra libre de sus confidencias. Y me llamaba Maga mientras practicaba conmigo sus trucos de trilero y me cortaba por la mitad la vida con la sierra de sus versos. Una, hija de viuda, ingenua y educada en las Ursulinas, qué podía saber para defenderse del PH tan ácido de aquel HP. En fin, la vida es ida y vuelta, un circuito cerrado de televisión que decía Víctor, el segurata nigeriano de nuestro privé.

Me deslumbraba su labia, más que sus labios, la resistencia a la dictadura, es-toy- en-u-na-cé-lu-la-dur-mien-te, el hipismo de pata ancha y amor libre y las canciones de Brel, que me tradujo años después Celine, una compañera de Toulouse, llenas de volcanes y de no me quites la paz, vamos, que no me dejes… Pero la palabra clave era entropía. La EN-TRO-PÍ-A. Así. Pronunciada sin d(de). ¿Entropida? ¿Estampida? ¿Entrompada? Entropía, decía Teo, y un silencio sagrado. Porque todo en el universo tiende al caos… Así lo decía y así se me ha quedado. Era la ley científica que justifica la necesidad humana de revolución. Y mientras él hacía la revolución con sus colegas de la célula secreta, yo lo mantenía con el sueldito que cobraba de la conservera. Y yo le dejaba en la cartera un billetito con la cara de Franco para que fumara Gauloises y se tomara sus carajillos. Hasta que un día, al volver del trabajo, oliendo a sardinas -yo- me lo encontré -él- con Maribel, la rubita universitaria, haciendo la revolución en mi cama. En plena entropía. Lo que siguió fue el caos. CA-OS.

Enseguida vi que me crecía la tripa, más entropía, y París fue sustituido por Londres, y la fábrica de conservas por el cuarto de Lina, a la que encontré en la misma clínica inglesa. Qué, me dijo, ¿a que ha pasado un hombre de letras por tu vida? Eso, cuando ya teníamos confianza. Lina era una puta, dicho en honor a la verdad, muy ilustrada. Hechos, cariño, hechos. Los hechos son testarudos. Fue mi mejor maestra. Ah, y los datos no se discuten. Se comprueban. Y me pellizcó la tripa. Ahí es donde comprendí perfectamente el método científico. Teo se cortó la barba, se casó con la rubia y acabó de profesor asociado de Sociología en alguna Autónoma. Pasé de Jacques Brel a Cat Stevens, y de los volcanes a las mañanas que se rompen, como me rompí yo. Cosas de la entropía.

Volví a Madrid, de autónoma, y me asocié con Lina en un piso Castellana arriba. Que nadie te recite versos, me dijo. Bobita. Léetelos tú misma. Y me regaló un libro con veinte poemas de amor. Entre Teo y el librito de marras me quedó clara mi intolerancia a las teorías amorosas. Era la canción desesperada. El empirismo entró en mi vida. Bueno, yo entonces no lo llamaba así. Así lo llamo ahora, cuarenta años y mil libros después. Entonces era la lucha por la vida, más bien.

Y me pasó como a Alicia, la niña esa muerta de aburrimiento de lo bien que vivía. (Que sí, que luego descubrimos que había sufrido abuso infantil.) Caí por un agujero y, de pronto, crecí y crecí y crecí. Debe ser verdad que los ojos del observador modifican lo observado. Me miré y ya no vi una niña. Vi una mujer. El problema es que los hombres de aquel paisito en blanco y negro llamado Estepaís también se dieron cuenta. Y de pronto todo fue reconciliación, libertad sin ira, diálogo. Abrazos.

Sinergias, rubita. Da un poco de vergüenza decirlo, pero tuve una temporada de rubia platino. El paisanaje tenía ganas de sueca -Abba ayudó lo suyo- y con algunas palabras en inglés que había aprendido en Londres y en la escuela nocturna de modelaje, y que reservaba para las ocasiones, ascendí en la escalera del deseo masculino. Pasé de hombres a caballeros, que, como se ve, las prefieren rubias (pero se casan con las morenas). El que me hablaba de sinergias, por lo menos esta vez no confundí la palabra con Sinesio, que es como se llamaba mi tío cura, era un tiburoncillo acostumbrado a nadar en las aguas revueltas de una transición. Maoísta, trostkista, cenetista, platajuntista, oerretista, comunista, socialista, reformista, cuántas novias tuvo el caballero. Y así juntábamos sus sinergias con las mías y, a veces, cuando me llevaba a algún restaurante por la carretera de La Coruña, parecíamos una pareja de mundo. Del primer mundo, quiero decir.

No diré que no soñé por momentos con aparecer en su tarjeta de Licenciado en Derecho como señora de (complétese con un apellido doble con guion en medio, muy sinérgico y democrático). Sus sinergias fundamentalmente tenían lugar cuando iba escalando dentro de su partido. Yo para entonces ya había aprendido a comer el marisco de modo elegante y mi platino iba volviéndose una media melena clarita. Él, de concejal de distrito soñó con ser diputado constituyente, aunque era yo la que lo reconstituía muchos viernes cuando salía de la Carrera de San Jerónimo donde merodeaba su ambición. El país era sinergia pura, aunque yo no entendía bien entonces su significado. Por un momento me dio la impresión de que era cometer las mismas cochinadas de

antes pero con la luz encendida y fumándose un porro. Él lo consiguió, pero yo ya no estaba allí para verlo. Estaba Mercedes, la Merche, su novia del pueblo. Sinergia era, por lo visto, venir a la capital a hacer las Américas y, ya instalado, traer a la Merche y enseñarle que al descolgar el teléfono no se decía ¿Mande?

Aún estoy riéndome al recordar su voz de manchegaza acatarrada. La Lina tenía razón. Lina, tenías razón. Me dediqué a cultivarme un poquito más. La escuela de modelaje fue un paso adelante. Aparecí en las fotonovelas de los quioscos durante unos años (y en algunas revistas que los quiosqueros vendían dentro del periódico… como las fotos que le hizo un curita a la niña del gato). Jose, mi quiosquero, que me reconoció vestida, era un amor de discreción y solo me dijo. Señorita, Vd. solo puede mejorar con la edad. Lo agradecí. A una ya empezaba a interesarle la palabra más que la imagen y me dio por acercarme a la Escuela de Periodismo.

No logré que me admitieran, pero entró otro hombre de letras en mi vida. Este, periodista. Aquí se mezcló la entropía con la sinergia. Él sabía de palabras y yo de vidas. Así que hicimos una especie de pacto sinérgico por el que uno enseñaba a la otra, y esta era maestra de aquel. Te voy a redimir, me decía el muy fariseo y, como me había advertido la Lina, los hombres que te quieren cambiar, con esos ten cuidado. Una noche, mientras dormía, me acerqué a la máquina de escribir en la que redactaba sus crónicas. Y me metí en la caja del gato. Me rompí una uña pero terminé el artículo sobre el amor libre que estaba escribiendo. Si eso no es sinergia… Me regañó por la mañana. Sus cosas no se tocaban. Pero ese lunes, en la revista, Sección Opinión, su artículo estaba con mis palabras apenas cambiadas. Sin decir nada, yo completaba algunos de sus textos, mientras él estaba en el bar echando unas cañas. Una, claro, mujer, habla de sus cosas, de nuestras cosas, quiero decir. Vaya, que ya se podían usar palabras como regla, como deseo, y hasta sexo.

Correrse, no, me dijo tocursi, llegar al clímax. Me corrigió en el bar cuando yo bajé porque no encontraba la manera elegante de decirlo. Eduardo, otro redactor que estaba allí, me miró complacido. O tener un orgasmo. Miró burlón a su colega, mi exnovio al instante. Así que este era tu secreto.

Unas cosas llevaron a otra, entre entropía y sinergia, y me ofrecieron una sección de consejos para mujeres, en la línea de señorita Francis pero con sugerencias sobre el sexo, posturas, anticonceptivos y todo aquello. Así me puse las pilas. La práctica la tenía todita. Empecé a leer. Más versos, no. Primero otras revistas. Me llegaron algunas cartas y así conocí a las de la Asamblea de Mujeres de Cuatro Caminos. Aquello era un pandemónium. Lo mismo viudas, que prostitutas, madres solteras o mujeres que querían poder casarse con un cura secularizado. Igual daba cómo limpiar la plata, señorita Escarlata, que ya no me desea porque tras tener a Juanito he engordado y mese marcan las venas en los pechos. Y el segundo sexo. Y la termodinámica. Y Gaia.

Resultaba ahora que la sinergia era eso, mujeres hablando con mujeres, escribiendo, leyendo como mujeres. Y en este llevo los últimos veinte años, desde estas páginas.

Un día fui a visitar a Lina -se había casado con un camionero portugués, los de aquí ya se sabe cómo son, y vivía feliz en Ponferrada-. Estaba… tranquila.

Ha llegado el momento de que pongas una mujer de ciencias en tu vida.

Y me dio el teléfono de una ginecóloga en León. Lina, creo que ya lo he contado, es como el gato de antes, que está dentro y fuera. O que estando dentro ve lo que hay fuera. O al revés. El caso es que la doctora me detectó cáncer de pecho, y ni siquiera necesitó meterme la mano bajo el jersey, como hacía Teo, con su praxis marxista.

Y eso, querida lectora, querida amiga, es lo que quería contarte hoy. Esta es la lucha de este momento. Como la de miles de vosotras.

Parece que cuando las sinergias funcionan entra la entropía a tocarnos la trompeta de Falopio. Ahora ya sabéis de dónde vengo, cuál ha sido mi vida. Espero que volvamos a encontrarnos en el camino. Por el momento estas serán mis últimas palabras en las páginas de esta revista. Que las sinergias os acompañen.


Ari Adna es el pseudónimo de Javier Izcue Argandoña

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