Ficción

¡Tongo!

Era la cosa más improbable del mundo que hubiese venido buscándome, y sin embargo me había encontrado. Pero no sé si me reconoció y por eso hablaba de esa manera mandona y basta, expeditiva, como en un despacho le habla a la becaria un cliente de poco rango. No sé quién le dio la dirección, quién le dijo vete allá a que te corrijan el libro, pero él sabía a qué venía. Aunque el despacho es un cuarto al que no han llegado noticias de diseño de ambientes en los últimos treinta años por lo menos, en ningún momento dio la impresión de dudar, de preguntarse si se habría equivocado de puerta. El nombre de la productora no da pie a errores: SE RUEDA. No hubo un retroceso, ni vacilación, ni cortesía. Entró en tromba y lo reconocí tan pronto cruzó la puerta —más bien la atravesó, como cuentan que hacen los fantasmas o los muertos, porque no hubo tiempo, no se fragmentó en segundos ni en trascendentes décimas de segundos el tiempo, entre el instante en que abrió la puerta acristalada y cubrió los dos metros hasta la mesa que yo tenía colonizada y se plantó delante de mí.

Aunque la nariz partida aún le dibujaba una S en medio de la cara y sus ojos seguían siendo dos bolitas negras, achicados por la pesadez de los párpados, no estaba sonado. Aunque lucía barriga, no se le veía gordo. Aunque llevaba un simple pulóver gris antracita, o gris pavimento o gris de mar revuelto, por encima de una simple camisa blanca de solapas tan anchas como se estilaban entonces, a pesar de que vestía vaqueros, no se le veía desastrado, ni pedía un chorro de agua para arrancarle la mugre a manguerazos.

El tipo de sesenta años largos que se detuvo frente a mi mesa no era un perdedor. Al contrario, donde sea que haya estado durante todos estos años, años en que a mí me ha dado tiempo a crecer, a hacerme una mujer, a camuflar mis heridas, alardes, ambiciones y lágrimas bajo esta apariencia de treintañera guapa como tantas y anodina como demasiadas mujeres, él parecía haber prosperado.

No esputaba chorros de saliva cada vez que abría la boca para hablar porque no se le atropellaban las palabras como si toda su autoridad de macho fuese a la vez convocada y descartada, a la vez reclamada y aborrecida por ese reducido tribunal que él había creado en torno a su figura, como un Buda gordo, un Buda que no tiene idea de qué puede ser eso que llaman calma cuando las olas del mar no se amotinan con una unanimidad de fuerzas conjuradas. Como entonces yo, mis ojos conjurados de odio y de impertinencia ante él, gordo, risueño y loco, atrabiliario, violento. Como veinticinco años atrás.

No sé si me reconoció. Pero sí reconoció, por comparación, lo contrario de lo que le hacía presentarse tan ufano y tan seguro: la pequeñez del despacho, la vida precaria y sin lujos, sin más alegría que esta tontería de ser aún jóvenes. Joven esa treintañera que trabajaba corrigiendo textos de otras personas. Porque a eso venía él. A eso.

Desde luego que había prosperado. Se veía próspero el brillo del pelo, prósperos los ojos, el aplomo de los zapatos a la moda plantados en el suelo. No había cambiado de corte de pelo, una mata gruesa y ya gris con restos de briznas negras, que llevaba peinado hacia atrás, petrificado entonces con agua o con saliva, muy rara vez con fijador. Ahora hasta olía a colonia, y las patillas seguían siendo anchas, cortas, pobladas, escudando esos minúsculos pabellones auditivos —he aquí una locución, pabellón auditivo, que él no usaría y que le sacaría de sus casillas porque delataba la enormidad de su ignorancia, adulada por el que o los que le enviaban a traerme su libro. Esos pabellones auditivos, la carne de sus minúsculas orejas, enrojecidos como siempre, como si los años no pudiesen hacer nada para esconder del todo al ex boxeador colérico, violento, que nunca va a dejar de ser.

¿La prosperidad lo había cambiado? No lo sé. Probablemente el cambio estaba en la seguridad en sí mismo. En cualquier caso, no exhibía el gesto de alarma, de desconfianza, de belicosidad susceptible de entonces, y cuando se dirigió a mí y me habló, no sé si sabiendo o no que era yo, no dudaba que lo entendería como una orden y no como un encargo o una pregunta para cerciorarse de que había entrado en nuestra pequeña productora de contenidos audiovisuales y editoriales. Él sabía que no rechazaría el trabajo porque venía enviado por un jefe, no Alain o Luigi o Quim, sino uno de los verdaderos jefes de las teles: los italianos que nos compran programas, contratan anuncios, cortometrajes, guiones, proyectos, ideas.

Dijo, y estaba eufórico:

—Me voy a llevar un premio. 25.000 dólares. Tienes que corregirme la novela.

La soltó encima de la mesa. La novela. Porque en todo el mundo no había otra. Nadie antes ni nadie después escribiría una novela. Así traía él su novela premiada de antemano por lo que, como si yo fuese parte del tinglado del premio amañado, me ocuparía de corregirla, diciendo a todo amén. Ni una vacilación suya ni objeciones mías. Solo comas, punto y seguido, concordancias de género y número, puntos y aparte.

Dijo dólares y los dólares demostraban que hablaba de un premio real, que no fardaba. Porque ahora ya nadie quiere euros, el dólar vuelve a ser la moneda fuerte con cambio estable. También era fácil adivinar de dónde salía la convocatoria del premio, porque se sabe quién desde hace un par de años solo paga en dólares usa, ahora que al otro lado del Atlántico hay países más boyantes que toda Europa sumada.

—25.000 dólares —repitió.

Al otro lado del Atlántico pagan fuerte por material que merezca la pena.

No le extrañó que yo no abriera la boca ni la ausencia de sonrisas. Seguro que sabía que no se pagan con sonrisas los gestos de desprecio, esa vanidad del nuevo rico que no se sabe cómo ha obtenido una prosperidad que rezuma por todos los poros.

Abrí por una página al azar, reteniendo entre los dedos unos cuantos folios y los solté pasándolos ante los ojos rápido y en desorden. Leí: púgil, Barcelona, barrio de la Barceloneta, Brasil, playas, leí Caracas, coupé deportivo, un Ferrari Testarrosa, leí tiercé, póker, pinball en las tascas del huitième, los riesgos del juego, un purasangre, no soporto las lágrimas, dinero en mano, esa mujer tenía champán en la sangre, el Tour de Francia de 1978, esprintó a lo loco, la Legión Extranjera, De Gaulle se dirigió a los franceses y el Arco de Triunfo era un hormiguero de gente, Chaban-Delmas, campeonato de boxeo, peso gallo, peso wélter, campeonato de peso pluma, José Legrá, un hombre negro podía ser mi mejor contrincante… Alfredo Evangelista, entrenamientos diarios hasta escupir el hígado.

Conforme las palabras saltaban crepitando de las páginas como palomitas de maíz, imaginé la operación del premio. Leí: Juliette con 15 años no tenía piernas, eran dos pedestales para una diosa, y se me escapó una sonrisa, aunque si él me había reconocido sabría que de sarcasmo y de asco revivido.

Me figuré cómo había ido el amaño, aunque no podía imaginarme cómo había llegado él a conocer a alguien que lo invitara a escribir la historia de su vida. En su nuevo estatus de hombre próspero podía haber conocido y entrar en contacto con cualquiera. Pongamos una terraza de hotel de playa, en el Levante, o más al sur, en la Marbella de todos los chanchullos y de todos los cancerberos de mansiones y discotecas; pongamos en el centro de esa terraza con vistas al cálido y guarrísimo Mediterráneo, una piscina de aguas azules rodeada de hamacas infestadas de turistas rubios y bronceados que reposaban la borrachera y la noche de baile, de sexo y alcohol a precios desorbitados, una barra donde camareros jovencísimos lucían musculatura preparando copas tonificantes y exóticas, de modo que alguien, en ese ambiente propicio a creerse amado por la fortuna, no solo le viera a él —un cliente, un encargado de terraza, un encargado de personal de temporada— sino que también le escuchara. Sus fanfarronadas, sus mil y un cuentos de supervivencia en el desierto español, los premios en francos franceses que obtuvo cuando se alzó dos años consecutivos con el campeonato nacional de boxeo de peso wélter, y habría visto el impacto de la historia. La novela.

Sí, eso es lo que hoy andan buscando editores y productores, no quieren una historia con garra, ni una voz nueva ni «un estilo de calidad indiscutible». No quieren escritores que sepan qué cuentan y cómo hacerlo, ni siquiera quieren historias entretenidas contadas de manera entretenida. No quieren, por favor, escritores siervos del diccionario y de las frases impecables y de la sintaxis inexpugnable. Quieren lo que es él: todo un personaje. Él es la voz, el estilo, lo quieren a él con la desfachatez del mamporrero que siempre se sale con la suya. Ese alguien pensó: este tipo es un filón, lo sondeó y le invitó a escribir una novela. La novela.

Porque antes de que abran los ojos todos esos rusos, o moldavos o serbocroatas que en ese momento dormitaban y se achicharraban en las tumbonas, y aprendan suficiente español para contar en primera persona cómo han cruzado fronteras y han traficado con mujeres, y cómo le descerrajaron varios tiros a la pobre estúpida que se atrevió a decirles que no, o cometió la locura de denunciarlos a ese policía romántico y encoñado que las visita cada dos por tres, o a quejarse de las condiciones de reclusión y semiesclavitud en que atienden a los clientes, cómo han acumulado montañas de dinero, vendido y comprado heroína y armas, cómo han lavado millones de euros, libras, dólares, o rublos, en villas, discotecas, negocios y pisos y más pisos de lujo, y han untado a alcaldes y a concejales, a policías y a periodistas, aunque no lograron doblegar al romántico encoñado que terminará lamentando el día en que una rusa lo encandiló, era el turno de un tipo como él. Un tipo auténtico.

Ufano, mientras las frases caían, las palabras chispeaban entre mis dedos, que jugaban con la punta de los folios para leer de través una novela que yo sabía muy bien qué contaba, repitió:

—El premio ya es mío. Y quiero que la corrijas.

Por unos segundos, loca de rabia, de envidia, el odio lento y callado de tantos años, tantos como veinticinco, entró en combustión, y mientras prendió la llama me vi robándole el libro, haciéndolo desaparecer y apropiándomelo, aunque su voz inimitable, como su alegría inimitable y su violencia salivante inimitable derrotaban de antemano a mis palabras de universitaria, correctora de estilo, perdedora en un mundo de literatos triunfadores, chanchulleros, inofensivos traficantes de famas y pequeñas fortunas en euros.

Lo que él contaba está contado, ha sido contado no más de una vez sino más de mil. Conozco la historia. La llegada a Francia de los padres catalanes y republicanos, él el mayor de una cuadrilla de cinco, tres chicos y dos chicas. Inquieto de cuerpo y con ambiciones de primogénito, empieza a echar una mano como mecánico de coches en un garaje de una barriada parisina, y le gustan el motor, las carrocerías de lujo, el estilo de los clientes dueños de esas exquisitas máquinas junto con todo el équipement, ropas y modales, mujeres y risotadas, una despreocupación que es el más precioso tesoro. Por el negocio acude a menudo uno que es boxeador, campeón europeo, hay otro que le habla de caballos y de apuestas impresionantes para el Prix de l´Arc de Triomphe; el mutismo de los padres —el silencio hijo del miedo incrustado en las vidas de una pareja que lo perdió todo, el padre que salió herido y sin honores de la guerra— cocina el runrún de su imaginación con la que ha de inventar de cabo a rabo una vida. Es un quinceañero bien plantado con prisas por ser hombre, así que le hace favores a la portera de la finca donde a sus padres les cedieron un par de buhardillas en la que instalar niños y enseres. Ella es una joven viuda de la guerra de Argelia; de la portera lo aprende todo, a besar y a no besar, a lamer, a aguantar, a darle gusto, por sí solo aprende a ponerle a dieta de sexo para controlar su humor, también a quitársela de encima de dos hostias bien dadas, aunque ella le lleva quince años. Tres años de ir y volver de su cama a la cama de otras mujeres, y de otras que no llegan a mujeres y son las que le gustan de veras. Eso lo sé yo.

Durante esos tres años él mismo se abre puertas, de billares y gimnasios, de tascas, tiendas de ropa de lujo robada a los modistos, la trasera de restaurantes, garajes en fincas fuera de París. Acepta aquí y allá empleos y recados, hace y pide favores, contactos, se curte. La cara a puñetazos. ¿Quién fue el que lo convenció de que tenía madera de pegador, de que ya podía dar la talla sin vergüenza contra campeones en declive que necesitaban enfrentarse a un aspirante prometedor para reverdecer sus triunfos? En realidad, sólo nos convencen para hacer algo que ya estamos decididos a hacer. Encuentros amañados, hoy pierdo para triunfar mañana. Pongo la cara, pongo la sangre del labio partido, el cartílago roto de mis narices, pongo los puños, el trabajo de pies entrenados saltando a la comba como una niña y como un Brando en cine de barriada, me río de las normas como me reiré de la sintaxis, de la gramática, de las bases del Premio de Novela excelentemente dotado que todos los años convoca la gran editorial Interamericana. Si ven su cuerpo tumbado en la lona por una zurda que ha llegado como un misil teledirigido contra su sien, contra su pómulo estallado, si lo ven, después de que el puñetazo haga saltar su protector dental, derrumbado semiconsciente con una convicción de actor aficionado, el público se levantará de sus sillas para gritar ¡¡¡¡TONGO!!!!, pero el promotor sabrá que es de fiar. Y el promotor tiene el dinero.

Así llegan, pasan, vive los años y él lo cuenta todo. Los premios en metálico, la fama rápida de su nombre en carteles de campeonatos de primera categoría o sus ambiciones caprichosas como el viento voluble, empresario fracasado y luego matón de boîte en época de vacas flacas que le rompe la cara a un tío más borracho de lo que debía y también más apuesto de lo que le convenía; cuando se sabe que ha sido él quien le ha partido la jeta al favorito de la flamante mujer del mismísimo Chaban-Delmas, no hay puerta que siga abierta. Pero qué fácil es esconderse cuando se llevan los apellidos más vulgares del censo español. Fernández, Rodríguez, García, Martínez, López, Sánchez. Elija. El desierto. Y además, el desierto real.

Ah, cómo no, las mujeres. Juliette a los 15 años no tenía piernas, aquello eran dos pedestales para sostener a una diosa. Una cabeza capaz de parir una frase de este calibre tiene lecturas a su espalda, pensaría oyéndole el tipo acodado en la barra mientras el joven y musculado camarero agita la coctelera en una terraza marbellí, donde los chuloputas serbocroatas y traficantes rusos dormitan en mullidas tumbonas sin saber ni jota de español, así que no pueden escribir novelas en primera persona. Claro que tiene lecturas. De chico no leía otra cosa que esas noveluchas de quiosco de Silver Kane, Marcial Lafuente Estefanía, Clark Carrados y Lou Carrigan, y aquella colección del polar francés, la série noire de moda en los cincuenta y los sesenta, que alguien abandonó en la buhardilla donde vivía con sus padres… Cada semana se leía de una sentada dos o tres, así que cómo no va a saber cómo contar con efecto lo buena que está una mujer y lo dispuesta que está a marcarse un baile con uno antes de achucharse como tórtolos en primavera; cómo no va a saber cuántas páginas necesita llenar antes de que el chico —deportista, de mente despejada, bien parecido y poco hablador— señale al maromo de gesto hosco, chaqueta descuajeringada y abultada sobaquera y le diga que él es el malandro que se ha llevado la pasta que, aquí, este probo empresario echa de menos en su caja fuerte, a la par que a su rubia querida de 17 años, cabeza de chorlito.

Apenas diez minutos llevaba en el despacho, y miró sin mirar alrededor, las paredes adornadas con carteles de películas recién estrenadas en las que participamos como productora, los estantes donde se abarrotan los libros y una decena de guiones encuadernados. Si vio las dos estatuillas representando un águila y a un efebo en plata, no creo que supiera que corresponden a dos premios que nos concedieron en prestigiosos certámenes de cine en Italia, en Brasil. Premio al mejor guión adaptado, premio a la mejor película.

Yo, además, corrijo libros, guiones, limpio semillas de éxito. El éxito siempre es de otros y son otros los que ven brillar su nombre cuando el libro luce en escaparates y en las mesas de novedades de las grandes superficies.  No necesito esa fama, no quiero ver mi nombre impreso. Firmo los guiones con diferentes seudónimos. Porque quería evitar que llegara a ver mi nombre y pudiera dar con mi paradero. Siempre aparecen en pantalla o en las credenciales de la productora no mi nombre sino mis seudónimos. Heterónimos de una fuga. Tal vez él no supiera que era yo.

—Corre prisa— dijo, como para ir terminando, cuando solo había dicho la cuantía del premio y que al darle nuestra dirección le aseguraron que una experta le revisaría el libro inmejorablemente. He corregido las memorias del dos veces presidente del gobierno ultraderechista, y las de un comisario antietarra que describe con pelos y señales y nombre falso el modus operandi en el País Vasco de la policía española con el apoyo de un pelotón de chivatos; he revisado las memorias del líder del PCE y he reescrito de la primera a la última línea los engendros de varias luminarias de la televisión. Prefiero ocuparme yo a que lo haga otra persona. Tachar frases o párrafos, reescribir páginas, verificar fechas… es mi manera de controlar la realidad. Aunque hay quien cree que no tengo ideas de ningún color.

Me miró, no desde muy arriba porque apenas mide un metro setenta y cinco, desde lo alto de su desprecio por no ser ya una niña de diez o doce años a la que podía tener desnuda durante horas, pasándole la mano por todo el cuerpo mientras juega a las muñecas con ella en la ducha y la mantiene callada de un sonoro guantazo que la aturde cuando se echa a llorar, harta del impune magreo, sino una treintañera guapa sin intención de caer bien, porque a él nunca le han ido las mujeres como soy yo ahora, una que viste, sin adornos, un vestido blusero de batista y altas zapatillas de esparto.

Se dio cuenta, probablemente, de que había roto su particular protocolo dejando asomar la oreja colérica del lobo que es.

—Pero no te pases poniendo comas, ni puntos y comas a diestro y siniestro.

Vi que se había arreglado los dientes, blanqueándolos y rectificando el camino. No se había cambiado el nombre pero también había llevado a cabo una verdadera operación de camuflaje.

Sonrió.

Yo no. Miré impasible a la altura de su hombro. Si encontraba mi mirada, quién sabe qué pasaría.

—Te pagarán bien —dijo, en el mismo tono de autoritaria culpabilidad con que se sacaba monedas del bolsillo, y en la palma de su mano había hilillos de lana y restos de tabaco con las pesetas y duros y monedas de cinco duros que dejaba encima de la mesa, señalándolas con el mentón, ordenándome que mis manos de niña se las quedaran—. Será un éxito que ni Papillón. Aquí he puesto toda mi vida.

No pude evitarlo. Bajé la cabeza y miré la portada blanca del libro y tampoco pude no pensarlo con odio a punto de descongelarse:

«Pero seguro que no cuentas cómo mataste a tu mujer.»

No creo que me reconociera, seguramente solo le preocupaba no perder el dinero del premio, aunque por unos segundos pensé que sí sabía quién era yo, porque mientras una mano la apoyaba en el libro acercó el puño de la otra y el índice amenazador hasta mi cara, diciendo la misma frase que entonces:

—Como esto salga de estas cuatro paredes, te mato.

Tomó aire durante unos segundos, yo supe mantenerme en el gesto impasible, sin parpadear. Luego mostró los dientes blanqueados y se marchó.

 

 

3 Comentarios

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  2. Espléndido cuento, a fe mía. Al terminar de leerlo he ido a buscar en un estante de la biblioteca de mi dormitorio (hay una en cada cuarto de este apartamento), un estante que comparten Borges y Cortázar «en amor y compaña», como decía Juan Ramón, y he releído «Torito» y he visto apalancada mi intuición: a Julio le habría encantado leer «¡Tongo!» Enhorabuena, María José.

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