Ficción

Lo que intentas olvidar

El viejo se ha levantado de madrugada. Ha vuelto a ensuciar sus calzoncillos. Tu nariz lo percibe desde la cama de al lado. Hace meses que dejaste de tomar la dosis de alprazolam que te recetó el neurólogo. Necesitas despertar por si el viejo necesita algo. Porque a veces, sin que lo notes, él orina de pie sobre el colchón, o intenta salir del cuarto golpeando la puerta una y otra vez hasta que te levantas como ahora para llevarlo al baño. De nada sirve ponerle el pañal desechable, porque siempre se lo quita. Llevas diez meses en esta rutina. Intentas limpiarle el culo sucio y el pene sucio, pero él no se deja, se ríe, se cubre con las manos y te sientes rara porque es tu padre, porque nunca imaginaste ver así al hombre que te golpeaba en las piernas con un cinturón y te obligaba a cargar enormes pedazos de res sobre la espalda hasta el mercado. Ya no es ese hombre, por supuesto. Ahora es solo huesos y músculos flácidos bajo una capa de piel arrugada de ochenta y tres años. Ni siquiera recuerda cómo se llama. Tiene una enfermedad de nombre extraño, que nunca pronuncias bien. Un mal que, sospechas, algún día también padecerás.

Durante treinta años no se hablaron. Ni visitas. Ni llamadas telefónicas. No querías saber de él desde que abandonó a tu madre. Tu hermana era muy chica para acordarse, pero tú ya no eras una niña. Él estaba muerto para ti. Eras una mujer sin padre. No querías tener padre. Aunque lo recordaras de vez en cuando al ver tu cara en el espejo.

Tienes su nariz afilada, el color pardo de sus ojos, el pelo lacio, la forma de sus manos y los dedos del pie, el tono de su risa, las canas prematuras, la mueca de fastidio, esa horrible manía de morderse las uñas. Todo esto ha pasado a ti. ¿Heredarás también su enfermedad? Preferirías morirte antes de que alguien más tenga que llevarte al baño.

Cuatro quince de la madrugada. Le pones una pijama limpia, le das media pastilla de alprazolam disuelta en un vaso con agua. Lo obligas a acostarse. Al cabo de un rato, el ansiolítico por fin hace su trabajo. Él se duerme. Tú no.

*

Todavía te acuerdas de la carnicería. Atendías como siempre, cada mañana el puesto del mercado. Una mujer de rizos negros y vestido floreado esperaba junto al puesto todos los lunes hasta que tu padre llegaba. Don Emilio, buenos días, decía ella muy seria. Entonces él, sin responder, fileteaba medio kilo de lomo y se lo daba en una bolsa junto con un billete naranja. Papá, ¿quién es esa señora? Siempre le das carne pero nunca te paga. Ese no es tu problema, decía él, y te ordenaba afilar sus cuchillos.

No eras tonta como para no darte cuenta. Para tu madre: los huesos de res para cocinar la sopa. Para la mujer del vestido floreado: el lomo, la carne de verdad. Pronto decidiste vengarte. El dinero de la primera venta que hacías iba directo al bolsillo de tu falda. O te llevabas a escondidas algunos cortes de churrasco y se los dabas a tu madre envueltos en papel periódico. No te vaya a descubrir tu padre, decía preocupada frente a tu regalo. Pero no. Él nunca te descubrió. Ella nunca te delató.

*

Tu memoria está hecha de fragmentos mezclados, algunos débilmente definidos. De los días de tu niñez recuerdas, por ejemplo, que él era un extraño en casa. Cuando estaba, era para tirarse a dormir sobre su catre o discutir con tu madre por plata. Siempre era la plata. A veces llegaba borracho y era más cariñoso contigo. Hacía que te sentaras en sus piernas y te daba un beso sonoro en la boca. Su aliento a cerveza te asqueaba.

Un día cogiste veinte céntimos del bolsillo de su pantalón. Él se dio cuenta. Entonces te arrastró de los pelos hacia la cocina. Encendió la hornilla. Jaló tu mano derecha hacia el fuego. Cinco segundos bastaron para que la piel se chamuscara y te dejara una cicatriz que hasta hoy te avergüenza. Como cuando comenzaste a salir con chicos y cuando querían coger tu mano, jalabas la manga de tu chompa para ocultar la marca. El día del fuego tu padre no estaba bebido. O tal vez sí, eso ya no es importante. Tenías seis años.

*

En algún momento pensaste que podías olvidarlo. Cuando él abandonó la casa y se fue a un pueblo de la selva con la mujer del vestido floreado, pensaste que todo terminaría allí. Pero ahora tu padre vive contigo, duerme en tu cuarto, come en tu mesa y no recuerda quién eres, ni cuál es su nombre, ni qué año es, ni qué día es, ni en qué lugar está. Es un hombre que se caga en los calzoncillos. No puedes evitar sentir por él una mezcla de rencor y lástima.

Siete treinta de la mañana. Enciendes el televisor. Pones el canal Disney. Al viejo le divierten los dibujos animados para niños de cuatro años. Le sirves el desayuno. Una taza de avena y pan con palta salada. Come, papá, come. Pero las manos le tiemblan como si fueran a quebrarse y derrama la avena sobre la camisa celeste que le acabas de poner. Ahora debes limpiarlo, darle de comer en la boca. Una cucharada tras otra.

Más tarde, antes de llevarlo contigo a una junta de trabajo, te sientas a ver fotos viejas con él. El neurólogo ha dicho que eso es bueno para su memoria.

—¿Quién es?

—Mi señora será, pues.

—No, soy yo, tu hija Violeta.

—…

—¿Y quién es ella? —le muestras un retrato de tu madre.

—Esa chinita ya debe de ser una mujer.

—Es tu esposa.

—Ah, sí pues, debe ser…

—¿Y este quién es? —le enseñas una foto suya. El viejo debe de tener veinte años.

—¡Ah! —te sonríe—. Ese es un perro.

*

Durante todo este tiempo habías vivido sola. Tuviste parejas, varias, algunas más estables que otras, pero nunca hijos. Solo una vez, casi, pero es una historia que no te gusta contar. Dices: sola estoy bien. Trabajas para una importadora de artículos de ferretería. Sobre tus tacos azules, vas de comercio en comercio con tu catálogo de tornillos, bisagras alemanas, cadenas de acero, bombillas fluorescentes, taladros chinos y esas cosas que compra la gente para arreglar sus casas. Todavía vives en el piso de tu madre fallecida. Tienes un gato blanco que se escapa por los techos vecinos. Estás bien así. Eso te repites.

Hasta que un día tu padre, el desaparecido, regresa. Tu hermana menor, casada y con hijos, lo trajo de la selva al enterarse de que estaba solo y enfermo en su chacra. Te ha rogado que cuides de él. Ella se hará cargo de los gastos. El viejo no tiene a nadie más, es nuestro papá, dice, ya no le queda mucho tiempo. Discutes con ella. Te calmas. Aceptas. No sabes muy bien por qué. ¿Tiene algo que ver esa amiga evangélica, que te lleva a su iglesia los domingos? No estás muy convencida, pero vas. Te has comprado una Biblia. Intentas rezar. Cantas alabanzas que hablan del perdón de Dios, un bálsamo para el alma.

Pero desde que tu padre volvió, nada de eso te funciona en la vida real. Dios no se levanta a las cuatro de la mañana para limpiarle el culo a tu anciano padre. No está cuando te desvelas noche tras noche, cuando debes faltar durante días al trabajo para cuidarlo cada vez que se enferma. Para darle de comer en la boca. Sacarlo al parque. Bañarlo. Diez meses así. No hay tanto dinero para contratar a una enfermera, dice tu hermana. Qué conveniente. Piensas: Dios no está en mi casa. No es que no exista, simplemente no está.

*

Es la quinta vez que tu jefa te llama a su oficina para conversar. Hace meses que tus ventas han disminuido a la mitad. Sé que tiene problemas, te dice la dueña de la empresa, intentando ser delicada, pero no podemos seguir así, necesitamos resultados. Entonces intentas excusarte de nuevo, pedir otra oportunidad, pero la decisión está tomada, señora Violeta, pase, por favor, a cobrar su liquidación. Son quince años de trabajo. Dinero no le va a faltar. Lo siento mucho, en verdad. Le deseo suerte con su papá.

Fuera de la oficina de paredes de vidrio, el viejo espera junto a un dispensador de agua. Tiene la gorra roja con el logo de la empresa, una camisa de franela y unos jeans gastados que le pusiste esta mañana. Lo miras y no sabes qué sentir. Si llorar o no. El viejo te mira y sonríe como un niño que espera a que lo saquen a jugar.

*

Desde que llegaste a casa luego de la oficina, te limitaste a hacer lo de siempre. Darle la cena a tu padre, ponerle la pijama, dejarle ver dibujos animados hasta que le diera sueño. Le diste alprazolam con un poco de avena. Tu tomaste solo media pastilla. No querías pensar demasiado en lo de esta tarde. Ya lloraste a solas lo que tenías que llorar.

Pero ahora son las tres quince de la madrugada y el viejo se ha despertado. Se ha cagado de nuevo en los calzoncillos. Le gritas. Le jalas del brazo hacia el baño para limpiarlo otra vez, pensando en que es tu padre, un anciano que no puede defenderse. Pero de pronto comienza a reírse, a tocarte la cara con sus manos sucias de su propia mierda y a reírse, como burlándose de ti, como si hiciera todo esto a propósito, por joder, o eso sientes. Por eso le gritas y le das bofetadas que en otras ocasiones habías reprimido, y lo tiras sobre el colchón como un pedazo de carne, y recuerdas el despido de la empresa y la mujer del vestido floreado y la res que robabas del puesto del mercado y la quemadura en la mano derecha y el abandono de treinta años y todo lo que todavía odias de él, recuerdos empozados en algún zona de tu mente, que ahora se proyectan como una energía oscura que fluye hacia tus brazos y tus manos que aplastan la almohada sobre la cara de tu padre para que deje de reírse y burlarse de ti de una vez por todas. Desde aquel día, la memoria que tendrás de ese instante será difusa. Y esos cinco segundos te parecerán eternos, o así los recordarás. El viejo agitando los brazos y soltando un sonido apagado, el sonido de la vida, de alguien que intenta respirar. En la imagen siguiente, la almohada está en el suelo. Detrás de ti, escuchas los pulmones cavernosos de tu padre llenarse de aire otra vez. Estás sentada al borde de la cama. Miras las palmas de tus manos. Están mojadas. El resto de ese recuerdo, el final de esta historia, dices, es algo que quisieras olvidar algún día, pero no puedes.


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Joseph Zárate es periodista y editor. Fue subeditor de las revistas Etiqueta Negra y Etiqueta Verde. Recibió el Premio Ortega y Gasset 2016 a Mejor Historia o Investigación Periodística. Ha publicado crónicas y perfiles para revistas y medios como The New York Times en Español, Ballena Blanca (España), Mundo Dinners (Ecuador), Buensalvaje (Colombia), Internazionale (Italia), y en portales de periodismo como Ojo Público, Convoca, Gkillcity (Ecuador), Pointzine (Chile), International Boulevard y Univisión (Estados Unidos).

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*