Entrevistas

Diego Rasskin: «La complejidad del pueblo judío es parecida a la del ajedrez; es la única religión que te permite ser ateo»

¿Siempre que se vuelve al sur se vuelve al amor?

En el sur hubo un niño que se crió con una familia muy cercana de tíos, primos y abuelos. La Argentina convulsa de los años 70. El exilio a España en 1976 destruyó ese mundo, que nunca pudo recomponerse. A esos amores ya no se puede volver, pero sí se puede soñar con ellos y volverlos a la vida en la memoria inventada de la nostalgia, la —a veces— reaccionaria nostalgia. Hubo un amor que ahora es imposible, el de mis abuelos, que fallecieron en los primeros años de nuestro exilio en España. Cada brizna de hierba, cada trozo de lecaj (torta de miel), cada compota de manzana, lleva el susurro de sus gestos, de sus ademanes ídishes, de su dulzura y de su presencia. Somos hijos del exilio permanente, pertenecemos a un pueblo que ha tenido que huir una y otra vez y esa patria exiliada es un destino. Un destino de amores nuevos y de nuevos paisajes que ahora he construido con mi mujer y mis hijos; un destino donde están todos los mundos, el mundo.

¿Mató un gallo a Caraballo?

Los primeros años de nuestra vida en España —estoy hablando de finales de los 70 y principios de los 80, en Madrid—, estuvo muy ligada a la de los cantantes Olga Manzano y Manuel Picón, autores de «Caraballo mató un gallo». Ellos pasaron a ser nuestra nueva familia.

De esos años, en que se hacían encuentros con intelectuales y personajes del mundo del arte y la literatura en casa, recuerdo dos de ellos con especial cariño: el primero con Luis Luchi y el segundo con Mario Benedetti. Luis era amigo de la familia, un poeta máximo, comprometido con el mundo. Me regaló un poema que tenía a Chaplin como protagonista y me marcó para siempre. Años después, yo tendría 16, vino a cenar Mario Benedetti con su mujer. Yo empezaba a interesarme por el ajedrez en aquellos años y me habían prestado la Mephisto, una de las primeras máquinas que jugaban a un nivel más o menos aceptable. Cuando llegaron los invitados, yo estaba en medio de una partida, que seguí jugando mientras duró la cena —levantándome constantemente de la mesa para ir a mi habitación a hacer mi jugada—. A Benedetti, que le interesaba mucho el ajedrez, le pareció fascinante lo que estaba haciendo y nos pusimos a hablar de lo divino y de lo humano. Recuerdo que en mi enloquecida cabeza adolescente llegué a decirle que prefería a Llach antes que a Serrat —él acababa de editar un disco con los poemas de Benedetti…— y le discutí a muerte que la forma era más importante que el fondo… no paré en toda la noche de discutir y de llevarle la contraria ante la estupefacta mirada de mis padres. Yo estaba en las nubes y sigo creyendo que les caí simpático. Nunca más volví a verles… ¡un gallito se atrevió con Caraballo!

¿En casa del escultor hijo científico? 

Mi interés por la ciencia es un poco rara avis en mi familia. Mi padre, artista, mi madre historiadora, mi hermano músico y mi hermana psicóloga y pedagoga. Creo que es algo que fui desarrollando poco a poco, como estudiante, con mis amigos y compañeros de instituto. Posiblemente porque quería encontrar un camino propio, personal. Las matemáticas siempre me fascinaron aunque yo estudiaba letras en el instituto, pero cuando terminé decidí matricularme en la carrera de biología. Desde el primer día me he sentido un intruso en la ciencia; mi propia aproximación a la ciencia como investigador —doctor por la Universidad Autónoma de Madrid en 1995— es poco ortodoxa, siempre buscando un principio estético que me satisfaga detrás de un problema científico. Siempre pienso, con Borges, que la hipótesis verdadera no es la más interesante; pero, claro está, como científico intento que los datos y las observaciones sean los que tengan la última palabra.

He sido «postdoc» en Estados Unidos en el Instituto Smithsonian y en el Instituto Salk y en Austria en el Instituto Konrad Lorenz. Desde el 2006 trabajo como investigador en la Universidad de Valencia, en el Instituto Cavanilles. En los últimos años he desarrollado un nuevo concepto de análisis de la forma orgánica basada en la teoría de redes que ya tiene vida propia y se utiliza para analizar el desarrollo y la evolución de los organismos. No es casual que haya elegido la teoría de redes, creo en la limpieza y en la estética de un grafo. Las experiencias en otros países y esa perspectiva personal que me hace seguir sintiéndome como un outsider han nutrido mi actividad investigadora en todas las facetas, desde la paleontológica —hay un dinosaurio que se encontró en Cuenca que está asociado a mi nombre— a la integración de conceptos alrededor de la idea de modularidad —he sido editor de un libro de MIT Press que desarrolla este tema— o de la integración entre programas de desarrollo embrionario y evolución —con otro libro editado en la Universidad de Valencia—.

Pero sí, el Diego escritor siempre ha estado ahí, agazapado y un tanto amenazador. Desde hace unos diez años he estado escribiendo cuentos, algunos de los cuales —los que tenían al ajedrez como parte del núcleo narrativo— se han ido publicando en la revista Peón de Rey. Poco a poco la amenaza del escritor se ha ido ejecutando.

¿La Bohemia quería decir: teníamos veinte años?

Yo crecí muy rápido. Creo que el exilio, la falta de familiares, la vida en la calle tuvieron mucha culpa. A los 15 parecía que tenía 25 —o por lo menos yo lo sentía así—; no le tenía respeto a nada, me ganaba unas monedas tocando la flauta en el metro y entre borrachera y borrachera me fui haciendo mayor en el barrio de la Prospe, junto a compañeros que acabaron siendo quinquis y drogatas. Después vinieron los años de la carrera, donde me fui a vivir a una buhardilla en Lavapiés, pero todo eso, a pesar del evidente ambiente bohemio, ya era más ordenado; entre que tenía que trabajar para mantenerme y los estudios tenía las manos llenas. Años intensos.

¿Quién es el nieto del herrero?

Mis bisabuelos, judíos de la región de Odesa, emigraron a la Argentina antes de la revolución soviética. Él, Jacob, era herrero, y la leyenda cuenta que podía levantar un carromato con el hombro mientras le cambiaba la rueda con una mano. Siempre he soñado con esa imagen y, de alguna manera, siempre la he creído mía; siempre he estado convencido de que ese espíritu, esa fortaleza pasó directamente a mi padre —el nieto del herrero— y me tocó de lleno. Habla no solo de una fuerza primigenia, sino del espíritu, de los exilios, de la voluntad y de la propia vida. El nieto del herrero, Abel, y su mujer, Susana, construyeron su propio mundo en España, lejos de todo y a pesar de todo y de todos. Yo me crié junto al olor a aguarrás, al óleo, a la pintura al pastel; acostumbrado a navegar por la simbología de la extraordinaria obra de mi padre, el nieto del herrero. Hoy, aquí estamos.

¿Cómo se dice madre en ídish?

Mis abuelos más cercanos, los padres de mi madre —Leizer y Szeine; Lázaro y Sofía, mal traducidos por los oficiales de emigración del puerto de Buenos Aires— eran judíos polaco-rusos, nacidos en Bialystok. Emigraron antes del holocausto; el resto de su familia, padres, hermanos, primos, todos, fueron asesinados por los nazis.

Uno de los recuerdos más entrañables que tengo de mis abuelos es verlos leer Di Presse, el periódico ídish progresista que se editaba en la Argentina. Yo me sentaba a su lado y les pedía que me tradujeran esos símbolos arcanos. Para mi abuela, yo era «Dieguitole» —pronunciado «dieguítale»—, una mezcla que hacía ella de diminutivos, en español e ídish. Los sonidos del ídish son como aquella tarta de miel y mamele —mamita en ídish— es, como no, mi hermosa madre.

¿En qué sinagogas no entras? ¿Y en cuáles sí?

La complejidad del pueblo judío es parecida a la complejidad del ajedrez.  Dicen que allí donde hay dos judíos ya hay tres opiniones. Es la única religión que te permite ser ateo. Siempre abro la muralla al corazón del amigo y nunca entraré en la sinagoga de los absolutos, en la que no existe el sentido del humor, en la de la imbecilidad y en la de la mediocridad.

If you are so smart, how come you ain’t rich?

Pregunta que me hizo mi mentor del Museo de Historia Natural del Instituto Smithsonian, hace 30 años, con mucha guasa. Todavía me lo pregunto.

¿Qué te dice la huella de una mano dejada hace veinte mil años sobre una roca?

Habla del miedo y del arte, de los albores de la cultura y de la curiosidad y del conocimiento. Todo en uno; representar para comprender, dejar la impronta para trascender, conjurar para dominar el medio. La humanidad ha recorrido un camino hermoso de descubrimientos; quien no se emocione con esas huellas no entiende nada de nada.

La línea se refracta. Saltan los héroes a un abismo cierto, de materia líquida.

Así es; he sido nadador toda mi vida, pero nunca me he sentido tan vivo dentro del agua como en los últimos años. El esfuerzo hasta la extenuación, la línea que se refracta en medio de la calle de la piscina es una línea que llega al infinito. Mis héroes son mis compañeros de entrenamiento: una y otra vez conquistando islas repletas de tesoros fabulosos.

Hay otra línea. La línea que surca los límites del tablero. ¿Qué mundo delimita, qué héroes se atreven con ella?¿Cuánta poesía cabe un escenario aparentemente tan estructurado como el ajedrez?

El tablero de ajedrez, las 64 casillas del antiguo ashtapada, son un mundo dentro de un mundo. Otra vez, todos los mundos, el mundo. Comprender la complejidad del universo de repente se nos antoja posible en este mundo cuadriculado de reglas sencillas. No hay metáfora más evocadora, no hay excusa más reveladora.

Diez elevado a ciento veinte

Es el número de posiciones posibles en ajedrez. Habla de esa complejidad astronómica, un asunto que toqué en Metáforas de ajedrez. La mente humana y la inteligencia artificial, un libro que publiqué en 2005 que después se amplió y se editó nuevamente en 2009 en una traducción al inglés por MIT Press. El ajedrez es un modelo del universo sobre el que se pueden hacer modelos matemáticos, metáforas de la mente humana y especulaciones filosóficas de todo tipo. Desde el año 2014 he estado reelaborando estos modelos y metáforas en Jot Down y ahora todo ha desembocado en mi nuevo libro.

Bosque oscuro

No hay oscuridad como la oscuridad del bosque de las variantes de una partida de ajedrez. Mihail Tal, el mago de Riga, campeón del mundo de ajedrez, solía decir que al rival hay que llevarlo a ese bosque, oscuro, complejo, aparentemente sin salida, del que solo puede emerger victorioso uno de los jugadores. Es la esencia del miedo a lo desconocido, la oscuridad de lo complejo ante la mente humana que tiende a verlo todo linealmente como una sucesión de causas y efectos. El bosque es más que eso, las causas son múltiples y también los efectos y, nuestra comprensión, limitada. Es la metáfora perfecta de nuestra angustia por aprehender no solo nuestro pensamiento, sino también el pensamiento del rival. En el bosque somos la quintaesencia del ser humano: un ser que piensa y sabe que otro ser piensa y sabe; y los dos saben que el otro sabe. Ese juego de la mente ha creado cultura y civilizaciones. El bosque oscuro representa el miedo a perdernos, a que venga el lobo feroz y nos coma de un bocado pero, a la vez, representa la esperanza de encontrar la salida.

Golem

El pueblo judío ha sido perseguido, vilipendiado, humillado, masacrado durante miles de años. El Golem representa la esperanza de poder hacer frente al enemigo. La defensa. La cábala. Pero también es la metáfora del dominio del fenómeno de la vida: la creación de materia orgánica a partir de materia inorgánica. Es una idea que se repite en el Frankenstein de Mary Shelley, en la cibernética, en la robótica, en la inteligencia artificial, en la biología sintética… Una idea que nos da miedo y también esperanza. Es parte del bosque oscuro: los laberintos del conocimiento.

Sefarad

La tierra donde los judíos habitaron al menos mil años después de la diáspora. Es una tierra con demasiados elementos históricos como para hablar de ella como una leyenda. Cada pueblo de España y Portugal tiene su judería y su historia terrible de guetos, persecuciones, asesinatos en masa. Me quedo con los traductores de Toledo, con Ibn Ezra y con Maimónides. En Sefarad habito acompañado de los fantasmas de Ashkenaz.

Aleph, Beth, Gimel… ¿Qué fue primero en la inspiración para tu libro, tu curiosidad o interés por el legado que nos dejaron los mercaderes judíos a través de los viajes y los siglos o tu amor por el ajedrez?

Es difícil encontrar un principio. Comencé a interesarme por la historia de los mercaderes judíos porque encontré que muchos personajes históricos tenía nombres árabes pero en realidad eran judíos y me pregunté cuál habría sido la relación del pueblo judío con el ajedrez en aquella época. Sabiendo que la tradición de grandes ajedrecistas judíos comienza en el siglo diecinueve, estaba convencido de que esa tradición no podía haber surgido de la nada. Entonces comencé a indagar en la historia medieval judía, en la increíble historia de los mercaderes «radhanitas», de los jázaros, de los centros talmúdicos de Sura y Pumbedita, de los judíos de Kaifeng, en China, de Samarcanda —donde se han encontrado las piezas más antiguas de ajedrez—, etc. Todo apuntaba a que, alrededor de la ruta de la seda, los mercaderes judíos iban y venían estableciendo un nexo cultural no solo entre oriente y occidente, pero también entre la cultura cristiana y musulmana, el norte y el sur. Emplear el ajedrez como nexo surgió entonces como algo natural.

¿Quién es Moshe ben Oni?¿Cuánto hay de Diego en Moshé, o viceversa?

No sé muy bien quién es. Por un lado es el judío errante, aquél que ha sido condenado —por Dios, por los otros, por el poder, por las injusticias— a vagar por el mundo y encontrar múltiples patrias; a asimilarse a múltiples culturas a hablar múltiples idiomas. Es el que tiene que justificar todo lo que hace por el mero hecho de pertenecer a un pueblo. Por eso es ben Oni, «hijo del dolor», que es también una defensa de ajedrez. Y Moshé es también es un espíritu inquieto, un creador, un emprendedor; es un judío y todos los judíos, los que fueron médicos de las cortes los que tuvieron que dedicarse al préstamo porque así lo ordenaron los reyes y la iglesia —los mismos reyes y la misma iglesia que luego se deshicieron de ellos— y, por supuesto, el que juega, el que se convirtió en los grandes genios del tablero, como Wilheim Steinitz o Emanuel Lasker o Mihail Botvínnik, el renegado Bobby Fischer o la maravillosa Judit Polgar. Moshé ben Oni es el dybuk que se apodera de todo judío y le atormenta —mil demonios a su izquierda, diez mil a su derecha— y a la vez le advierte de la masacre que se avecina. Es el jugador que juega, mil veces juega, para olvidar la agonía del infinito. Ese dybuk ha sido exorcizado con múltiples conjuros en los cuencos mágicos de Babilonia y atrapado en la espiral del alef-beis hasta el fin de los tiempos.

Juegas con blancas: e4, e5. ¿Y ahora?

Una posición interesante. Sin duda d4?!, preparando el sacrificio de un peón y abriendo la posición. Sin gambitos, la vida no vale la pena vivirla; las partidas, tampoco.

¿Cuántos imaginarios mundos te quedan por descubrir? Hay en estos versos mucho que podría inspirar un fabuloso libro de narrativa ¿te has planteado una novela que gravite sobre esta misma temática?

Todos los mundos aspira a abarcar todo aquello que me atormenta, aquello que me inspira, aquello que me acobarda, aquello que me da esperanza; para ello mezcla vivencias muy íntimas con escenas y paisajes exóticos que nunca he vivido. Utilizo personajes históricos y personajes  inventados. ¿Novelarlo? Todo es posible, aunque la obra la considero ya como algo cerrado; no quise escribir más a pesar de que el drama judío contemporáneo es profundo y me toca mucho más cerca del corazón. Quizás por eso no he querido tocarlo, es muy personal y, por el momento, demasiado doloroso. Me he encontrado muy a gusto con la forma de verso libre, me ha permitido expresarme de un modo que he considerado muy mío. De alguna manera me he reconocido en esos versos; es difícil explicarlo pero es como oírme hablar desde lejos. Al releer los versos me veía escribiendo, a veces llorando por la memoria recobrada. No sé si podría retomarlo, cambiando la voz, cambiando el tono; creo que cambiaría mi manera de percibirlo. Dicho esto, sí que he pensado que el siglo veinte se merecía un tratamiento aparte y quizás la novela sea el medio adecuado.

בשנה הבאה בירושלים?

¿El año que viene en Jerusalén? Tengo un gran respeto por Israel y una gran pena por la realidad que le toca vivir. Seré el primero que irá y brindará en Jerusalén por la paz con Palestina y el mundo árabe.


 


Todos los Mundos, el Mundo

Diego Rasskin
WEST INDIES PUBLISHING COMPANY
(Tallin, 2021)
66 páginas
13,00 €

4 Comentarios

  1. Pingback: Diego Rasskin: Dicen que allí donde hay dos judíos ya hay tres opiniones. |

  2. Muy interesante entrevista, me tome el atrevimiento de poner un enace en mi blog.

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