Ficción

Maleza

La última papa está escondida en mi habitación. Solo me queda esa, oculta tras la rejilla del ducto de aire, envuelta en una camiseta reseca y manchada, protegida por las cabezas de cuatro tornillos de cruz. La papa de la que se alimenta mi humanidad. La-papa-de-la-cordura. Mi última papa. Tuve que ocultarla de Boris y Sankaran, a los que cada día veo más cerca de terminarse la lúnula; la carne rosada se inflama debajo de sus uñas como encías que comienzan a sangrar. Anoche Sankaran me preguntó qué podíamos hacer con nuestro pelo, si una sopa o un engrudo o lo que fuera para sentir en el estómago algo distinto a este vacío con esquinas afiladas. Jack shit, eso le dije, el pelo es lo mismo que las uñas: pura keratina sin sustancia, nada que ver con las delicias encerradas en las pezuñas de otros animales. Dios, cuánto daría por una pata de vaca. Imagino un caldo de hueso rebosando con los mechones rubios de Boris, fideos lacios y delicados, literales cabellos de ángel que me quitarían estas ganas de… La papa. Pienso en la papa. Me reconforta pensar en la papa. Aunque quisiera, no podría compartirla con esos salvajes. Si se enteran de que la escondí me van a matar, o peor, me van a comer. Mi papa me espera entre la oscuridad de la habitación solo a mí, para quitarme las ganas bestia de tener algo entre las muelas y desmoronarlo. Podría hacer algo más sofisticado, una papa al vapor, una papa rostizada, un ratatouille de nada más que papa, pero eso sería arriesgar a que me descubran. No. Tendrá que ser como las otras cuatro, masticadas entre lágrimas crudas en la negrura de la medianoche. El hambre… es tanta. Paso el día acostado, cuando se pone peor intento dormir. Dormido dejo de ser consciente de la existencia de mis células, de que se alimentan las unas de las otras. Solía soñar con platos y platos de comida en torres que se inclinan como en las caricaturas. Ahora, hasta mis sueños están invadidos por la maleza, su coro de voces me invita a hacer comunión con la biomasa. Despierto con el pecho salpicado de gotas frías y corro a quitar los tornillos para abrazarme a la papa, que palpita, palpita tan rápido como el corazón de un recién nacido. Contemplo la papa y el suicidio, los días pasan y lo único que cambia son la maleza y el hambre, las dos crecen. Qué cosa. Un cocinero muriéndose de hambre. El canibalismo es un gran chiste entre náufragos hasta que te percatas de las nalgas carnosas de Boris. El pobre idiota salió hoy a recorrer la nave buscando comida, como si fuera a encontrar algo distinto a un puñado de tuercas para llevarse a la boca. Y la maleza. La hemos asado, horneado, hasta intenté glasearla con lo que nos quedaba de azúcar, pero ningún método le quita el incomible sabor a talco y la textura granulosa del aserrín. Nunca hemos hablado de las voces —estoy seguro de que las escuchan también, lo he visto en los párpados temblorosos de Sankaran cuando intenta meditar—, pero se hacen más fuertes después de comerla, adultos y niños y animales y plantas que hablan al unísono. Podemos sentir, nos dicen, cómo agonizan en nuestro vientre, cómo se degrada su resistencia al deseo de fundirse con nosotros. La papa me salva, siempre. Me aferro a la papa. Ahora que Boris no está, tal vez olerla muy fuerte me quite el hambre. O una lamidita. ¿Sería capaz de compartirla? Puedo decir que la encontré mientras buscaba comida, que estaba escondida entre la maleza. Sería lo correcto. Cuando den con nuestros cadáveres dirán que conservamos nuestra humanidad, que aguantamos, somos héroes. ¿Qué nos separa de los animales si no es la voluntad de resistirse a las nalgas de Boris? Hay suficiente papa para todos. La dividiré en tres. Algo primitivo ocurre al compartir la comida, cierto instinto depredador satisfecho, la sensación del triunfo de lo humano sobre lo otro como un chorro de sangre caliente corriendo por las venas. Pasan las horas y Boris no aparece. La dividiré en dos, Sankaran y yo tendremos suficiente hasta encontrar otra cosa, hasta que nos encuentren, hasta que ocurra algo. Antes de dejar la habitación me aseguro de que la papa sigue ahí, apoyo la oreja contra el muro de metal y escucho su palpitación excitada. Sé que me anhela. Salgo y atravieso la maleza, la nave está muda como un muerto, solo se escucha mi cuerpo rozando las briznas igual que un insecto que se frota para llamar a otros con su chirrido. Sankaran está en la sala de control. Tiene las piernas cruzadas en loto, los ojos perdidos en la infinidad agonizante del espacio. Brotes tiernos crecen en las comisuras de la ventana. Algo en mi estómago me dice que no puedo compartir la papa con Sankaran, se quedará mirando por la ventana hasta que la última estrella esté muerta. La dividiré en uno. Regreso corriendo por el túnel de hierbas y las voces a mi espalda se hacen más fuertes, me hablan sobre los sentidos de la carne. Entro a la habitación y el silencio del secreto me recibe. Ni siquiera enciendo la luz, conozco el camino a tacto. Quito los tornillos, rebusco la papa, tengo la boca como un sabueso. Descubro la camiseta y mis dedos se entrelazan con algo, a la papa le han salido unos bulbos que me saludan, se estiran para agarrarme la mano. No puedo sostenerla, estoy temblando o son sus palpitaciones, un ventrículo firme y suculento entre mis manos, la acerco a mi boca y ya la mordí, algo se revienta contra mi paladar, escupo, la saliva sale roja.

 


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Daniel Bravo Andrade (Medellín, 1993). Escritor y profesor universitario. Es comunicador social de la Universidad EAFIT y tiene un Máster en Creación Literaria de la UPF-BSM. Textos suyos han sido publicados en Granta en español y en medios colombianos como Universo Centro, Generación y algunas antologías de cuentos. Dirige un taller de escritores. Su primera novela, [niño rata], está buscando editorial.

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