Ficción

Instrucciones para resucitar una cucaracha

Sentado en el baño, bajó la mirada y se dio cuenta de que la maleta había desaparecido. Cómo podía ser tan estúpido. Nadie con dos dedos de frente dejaba tirada una maleta con esa cantidad de dinero adentro, menos frente a un WC en serie del único terminal de autobuses que está justo en la frontera entre Brasil y Uruguay. Había una plaga de cucarachas; el piso estaba negro de cadáveres y durante una fracción de segundos desesperados creyó ver su maleta de vuelta. El gringo ya debía de haber llegado, pensó. Mientras, con los pantalones abajo y sin terminar de asumir la pérdida, miró en todas direcciones por la abertura existente entre la puerta de su frágil ámbito privado y todo el bilingüe espacio público que lo rodeaba. Se convenció: alguien se había echado al hombro su maleta sin conocer las miles de historias que ella llevaba consigo, ni mucho menos las caras de todos aquellos que ayudaron a elevar el botín a la increíble suma de diez millones de pesos. Ahora sí, los supuestos dos dedos de la sensatez fueron cinco dedos que se pusieron de acuerdo al lanzarse con un enfático golpe de castigo a su frente. Se resignó.

El gringo había pensado en Chuy porque era un lugar tranquilo. Desde allí viajarían juntos a Brasil, a unos parques nacionales ubicados en Gramado donde podrían capear un poco el calor del verano. Capear un poco el espíritu de carnaval en un entorno que llevase consigo el secreto encanto del colonialismo alemán. El gringo quería descansar de América Latina, digámoslo con todas sus letras. Llevaba ya un año recorriendo el continente en busca de espíritus temerarios que se animasen a expandir su negocio. Se suele pensar que las fronteras son los sitios más peligrosos de un no lugar, pero en definitiva el caos que las caracteriza acaba por anular las posibilidades de lo escandaloso. Es fácil pasar desapercibido cuando hay tanto ruido y tanto tráfago alrededor. Bajo la lógica del más es menos, cerraron el trato. Podrían perderse en esa multitud ávida de consumo recorriendo las miles de tiendas con carteles en rojo y amarillo que ofertaban productos libres de impuestos. Bueno, en efecto, ellos tampoco pagaban impuestos. Era esa una de las tantas ventajas de este trabajo: inodoro, fácilmente transportable y, encima, ayudaban a la gente a abrir las puertas de la percepción sin peligro de sobredosis.

El gringo debía de estar esperándolo en alguna parte de la ciudad, seguramente en el lado brasilero. El gringo no usaba whatsapp pero le mandaría un correo electrónico con las coordenadas exactas en tres, dos, uno. Miró su teléfono sin internet. Trató de atrapar alguna red fronteriza posible sin lograrlo. Seguía encerrado en el baño de un terminal y su bolso no estaba allí. Él, de muy lejos, prefería la tranquilidad de los uruguayos, pero al gringo le gustaba más Brasil que Uruguay. Luego del descanso en ese parque nacional cuyo nombre acababa de olvidar, algo relacionado con el color granate, da igual, el plan era seguir ruta hasta Florianópolis, donde había un montón de turistas, y luego pasarse directo a Río y Sao Paulo. Al gringo le encantaba pasar larguísimas temporadas en el país más grande del mundo; solía instalarse en alguna de sus playas para hacerse, cómo no, el mejor amigo de todos. De paso, iba configurando cada dendrita de la inmensa red de contactos establecidos gracias a su insaciable itinerancia por el mundo. Se lo imaginó con sus rastas rubias, como espárragos quemados, sentado en alguna plaza tocando el arpa judía, convocando cual flautista de Hamelin a todos los incautos que se le estarían acercando en este momento y con quienes él estaría tendiendo nuevos lazos. Allí debía de estar animando a un público hastiado de esta ciudad que, a pesar del ajetreo de la franquicia y las plagas, no tenía movimiento alguno. No era raro que acabara rodeado por un círculo de personas entusiastas que automáticamente comenzaban a bailar al ritmo de ese pequeño instrumento que él siempre llevaba consigo. Una fiesta trance en plena plaza de Chuy. Más es menos: sin lugar a dudas era ese el eslogan de su gestión.

Se preguntó cuánto rato podría permanecer encerrado allí dentro sin morir. Se quedó mirando a una cucaracha que luchaba por su vida. Agitaba las patas peludas en un movimiento desesperado que se fue apagando poco a poco. Se limpió con el último pedazo de papel que le quedaba y decidió recoger sus pies sobre el WC para que no lo fueran a reconocer por sus zapatillas. Podría pasar la noche allí, se convenció, después de todo no era tan incómodo. Llevaba un gotario en su bolsillo, si se echaba media gotita a la pupila ni siquiera experimentaría hambre. Podría hacer abstracción de su cubículo y verse a sí mismo corriendo a través de una pradera de gramíneas, como las que había visto por la ventana del bus camino hasta allí, hasta quedarse imaginariamente dormido bajo un ombú solitario. Mala idea. Quizás qué ataque de paranoia le vendría allí dentro. Mejor era armarse de paciencia y esperar. Al menos tenía un baño a su entera disposición. A primera hora, cuando el gringo ya se hubiera aburrido de esperarlo y hubiera partido camino a su puto parque nacional, él se tomaría otro bus en sentido contrario de vuelta a Montevideo, a reencontrarse con esa linda muchacha que dejó en Cabo de Polonio, y buscaría junto a ella la manera más rápida y limpia de conseguir los diez millones: robándolos. También tendría que conseguir la mercadería que se había perdido junto con la maleta: eso estaba más complicado. Acá había cosas mejores, pero él no había querido meterse en esos negocios del polvo blanco porque siempre terminaban mal. Además, el acuerdo valórico que el gringo y él habían celebrado cuando se conocieron en pelotas en un bosque suizo se basaba en la promesa de vender productos que expandieran las posibilidades del ego hasta deshacerlo; y eso otro lo único que hacía era alimentar el ego como si se tratase de un show pobre en plena plaza de una frontera. Trató de tranquilizarse. El gringo no se enteraría nunca de lo ocurrido y continuaría su altruista misión hacia el norte. Quizás le escribiría un par de mails y luego estaría obligado a olvidarse. Obrigado y hasta pronto, baby. No podría ni llamar a la policía. El gringo, quien ya había pasado tres años en una cárcel de la India (en el mismísimo noveno círculo del infierno, cuarta zona) por haber traicionado a un buen hombre que quería usar los gotarios en un centro de yoga, ya tenía también vetada la entrada a EE.UU. Toda esta situación era una señal que con el paso de los minutos se hacía cada vez más certera: la última vez, esta sería la última vez que aceptaría cerrar un nuevo trato con el gringo. Ya no quería seguir vendiendo lo que había en aquellos frascos. Se quedó absorto en la cara de alien de otra cucaracha moribunda, una que luchaba por volver a la vida porque no quería resignarse. Llegó a la súbita conclusión de que el gringo tenía cara de bicho y que él mismo había montado este timo del robo de la maleta para jugarle una lección: quería que él viera su cara, su alargada cara de gringo divino y diabólico, en cada uno de esos absurdos y crujientes seres marrones enviados por Kafka hasta bordear el límite del desasosiego. Se le atragantó un suspiro, uno de alivio. Bajó la mirada y se dio cuenta de que la maleta estaba ahí. Con el apuro y la emoción, saltó acrobático de la taza y cayó en cuclillas frente a ella. Así fue como una de las únicas cucarachas que había sobrevivido a una noche de plaga perdió la vida. La maleta estaba llena de frasquitos de remedio que lo ayudarían a resucitarla.


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Constanza Ternicier (Santiago de Chile, 1985) es Doctora en Literatura (PUC) y en Teoría Literaria y Literatura Comparada (Universidad Autónoma de Barcelona), gracias a una tesis acerca del campo literario chileno actual por la que obtuvo el Premio de Excelencia en Tesis Doctoral. Coguionista de la película Sapo (Zapik Films, 2017), ganadora del premio a mejor película en el festival SANFIC. Ha publicado las novelas Hamaca (Minimocomún, 2014; Caballo de Troya, 2017) y La trayectoria de los aviones en el aire (Comba, 2016; Libros del Fuego, 2019). Fue incluida en la lista de los 100 líderes chilenos del 2018 por el diario El Mercurio y la Universidad Adolfo Ibáñez en Chile. Acaba de cursar el Máster en Creación Literaria de la UPF-BSM. Vive en Barcelona e integra el colectivo Auch! (Autoras Chilenas Feministas).

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