Ficción

El Tuerto y la banda de Gonzaga

«Portrait of a One-Eyed Man» (1889). / © Van Gogh Museum, Amsterdam (Vincent van Gogh Foundation)

Al Tuerto, cuando todavía no era tuerto, la mujer lo encontró en la cama abrazado a la vecina. La mujer del Tuerto, Sandra, así se llamaba, en el pueblo era conocida por su mal carácter, y esa noche caminó sin decir nada hasta el armario para buscar el revólver del marido, y al volver al cuarto, mientras los amantes seguían paralizados entre las sábanas sin saber qué decir, disparó al cuerpo del hombre, que por la bala perdió el ojo derecho. A los pocos días ya se lo vio de nuevo en la calle principal, aunque por primera vez con su parche negro.

La Sandra lo dejó y se fue a vivir a otro pueblo, a la casa de su madre. Dicen que unos años después se casó con un viudo que vivía por allá y que era dueño de algunas hectáreas que había heredado del padre. Como el Tuerto con la Sandra no había tenido hijos, él andaba siempre con tiempo, que perdía en el bar, en la timba, en el prostíbulo.

Con su ojo miraba el paso de las nubes, los perros sin dueño y a otros borrachos como él, que en el pueblo habían quedado olvidados y a quienes ya nadie reclamaba. Por las noches no hacía más que fumar y beber, y cada tanto juntaba fuerzas para volver a su casa, aunque pocas veces llegaba hasta la cama. La sobriedad le duraba poco, enseguida buscaba la forma de abandonar esa condición.

Con el tiempo, empezó a acumular deudas que no hacían más que incrementarse, y por eso varias veces la banda de Gonzaga lo golpeó en distintas esquinas, según el lugar en donde se lo cruzaran. El Tuerto terminó por acostumbrarse al dolor de las heridas, de las físicas y de las sentimentales, y con los años dejó de sentir. Con eso perdió el miedo, y ya sin miedo no le importaba nada: en el bar, jugaba a las cartas lo que hacía rato no tenía, y al salir del bar lo esperaba la banda de Gonzaga para reclamarle el dinero que debía. Esas discusiones duraban poco, cada vez menos, ya que las golpizas empezaban de inmediato.

Una vez lo golpearon muy fuerte, más que las anteriores, y estuvo internado durante dos semanas. Unos días antes de salir del hospital, el paciente de la cama de al lado le preguntó cómo era vivir con un solo ojo. Pa lo que mierda hay que ver, con uno alcanza y sobra, dijo el Tuerto sin sacar la vista del televisor encastrado en la pared. Aquellos días de forzada sobriedad lo hicieron recapacitar, pero ya era tarde para cambiar las costumbres, y el reflejo de un vaso de vino, el humo del cigarrillo y el color de las cartas lo devolvieron a su rutina.

Un domingo por la tarde, o era un martes, ¿quién sabe?, el hombre de confianza de Gonzaga lo interceptó en una esquina y le dijo: Tuerto, te lo digo ahora antes de que entres al bar, yo no quiero lastimarte, pero me tenés que pagar, pensá que yo también tengo compromisos con gente; te lo digo ahora, que te veo más o menos derecho, porque después no se te puede hablar. Si no me pagás antes de que termine la semana, Gonzaga te va a mandar a matar.

Sí sí, dijo el Tuerto muy serio, aunque solo pensaba en el whisky y en el póquer. Esa noche, cuando salió, Gonzaga había dado la orden de que lo dejaran pasar, pero a la semana siguiente la historia se repitió, y Gonzaga, que a esa altura había perdido la paciencia, fue a buscarlo en persona.

Tuerto de mierda, mandé a decir que tenías que pagar. ¿Tenés algo para darme? Y el Tuerto se rio porque una vez más lo habían pelado y por la ingenuidad del criminal, que todavía no podía aceptar que nunca iba a cobrar.

Ahí nomás lo agarraron entre dos y lo tiraron al suelo. Uno de ellos sacó un revólver y le apuntó al Tuerto a la cara. Pero Ciro, el dueño del bar, salió a pedir que no lo mataran y les dio algo de dinero que cubría una pequeña parte de la deuda. Al otro día el Tuerto no se olvidó de agradecer, y por la noche, al ver a Ciro en el bar, le dijo Ciro, querido, no te preocupes por mí, la única deuda que no quisiera tener es la que tengo con vos, a estos giles nunca les voy a pagar, y hoy, mañana o pasado me van a matar, pero no me importa…

A la mañana siguiente fueron a buscarlo a la casa, y cuando lo sacaron a la calle para que todos miraran, para que todos vieran que a Gonzaga no se le debe, un nene que pasaba de la mano de su madre para ir a la escuela, al ver al Tuerto, dijo: a ese señor le falta un ojo.


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Ezequiel Naya (Ciudad de Buenos Aires, 1981). Licenciado en Publicidad, trabajó como creativo en las agencias Agulla & Baccetti y El cielo. En 2008 fundó Bleed VFX, uno de los primeros estudios de animación 3D especializados en simulaciones, con sede en Buenos Aires y Barcelona. Se formó como escritor en los talleres de Diego Paszkowski y Fabián Casas. Es egresado del Máster en Creación Literaria (Universitat Pompeu Fabra). En 2012 publicó el libro Fantasmas de Animales, en la editorial Corregidor. Es uno de los fundadores de la librería Lata Peinada.

2 Comentarios

  1. Mariano Moreno

    Interesante relato que, de alguna manera, recuerda el ambiente y el destino del personaje de «El Sur», de Borges.

  2. Matías Fuentes

    Muy buen cuento que atrapa al lector desde la primera línea y se lee de una tirada. Gracias por publicar este tipo de relatos. Saludos.

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