Ficción

Mi cárcel blanca

Foto: Santiago Álvarez (CC BY-NC-ND 2.0).

Llevo tres días sin cagar. El sábado toca peso y tengo que subir 200 gramos. Me he convertido en una autómata: hago mis cinco comidas al día, leo siempre los mismos párrafos de los mismos libros, voy a clases de meditación, doy mi brazo todas las mañanas a las 7:00 am para que me saquen sangre. Las enfermeras dicen que tengo «reflejos condicionados», como lo de apretar los músculos de mis abdominales para canalizar la ansiedad, y tienen que cogerme del cuello y levantarme unos centímetros del suelo para que pare. En esos momentos me siento un cachorro de perro. Un cachorro gordo. Cuando entré aquí pesaba 31 kilos, y ahora ya peso 33. El dedo índice y el pulgar ya no se tocan cuando intento rodear mi muñeca. Ayer lo intenté torpemente con la izquierda, luego con la derecha, y la enfermera de noche me miraba con una mueca de compasión horrible, como si fuera uno de esos niños gordos que no pueden acabar la course-navette porque no pueden respirar bien, y sus madres les dicen: «cariño, no pasa nada, lo importante es intentarlo»; yo también intentaría borrarle esa sonrisa de la cara a la enfermera con mi cuchilla de afeitar, pero aquí no nos dejan tener cuchillas, ni pijamas con cremallera, ni jabones que no sean pH neutro, ni nada, no nos dejan tener nada. Solo nuestros cuerpos y un pijama azul cielo, como el cielo que imagino que debe de haber ahí afuera, pero ya no sé si llueve, si hay tormenta o si está nevando, y la verdad es que ni me importa, solo pienso en los 200 gramos y en la posibilidad de salir a caminar unas calles para endurecer mis nalgas, que se han convertido en un par de esponjas moldeables, protésicas, me recuerdan a las tetas operadas, una extensión de algo que antes formaba parte de mí y ahora les pertenece a ellos, a los carceleros, a los que se supone que nos tienen que cuidar y que se olvidan constantemente de enseñarnos a pensar. Nos enchufan Pentaset cuando no comemos, una especie de líquido que huele a calamar muerto, ¿y luego qué? Estamos sanos, llenos de vida, con 1.000 kilocalorías danzando alegremente por nuestro esófago, por nuestro estómago, pero nosotros tenemos piezas de puzle desordenadas en nuestro pequeño cuerpo, en paisajes microscópicos, donde la pieza amarillo-marrón es exactamente igual a otra pieza amarillo-marrón, y es imposible empezar a buscar, empezar a encajar, ¿encajar con qué? ¿O con quién? No tenemos referencias. Si no nos bebemos el Pentaset, porque nadie nos ha explicado por qué hay que beberlo —el para qué sí, el para qué está más que claro—, nos meten una sonda nasogástrica y nos atan a la cama unas horas con la puerta cerrada. Medidas de contención, lo llaman. Pedro me dijo el otro día que eso solo podían hacerlo si «el paciente es peligroso para él mismo o para los demás». ¿Cómo coño vamos a ser peligrosos si ni siquiera podemos coger hojas en blanco para colorear casas en el bosque, ovejas deformes y ríos bajando por la montaña, que son las únicas cosas que saben dibujar los niños de mi edad? Parece que nos tienen miedo. Si no, no me explico por qué nadie habla con nosotros. Pedro me insinuó que es porque nos dan por perdidos, pero yo no quise escucharle, le tapé la boca con mis manitas agrietadas, con los ríos de sangre seca bajando por mis dedos, y le dije «eso nunca», porque yo pensaba que solo se daba por perdidos a los viejos de 90 años, y eso implicaba envejecer 80 años de golpe, me entró un vértigo horrible, porque en ese caso mi madre también estaría muerta, y ya nadie me podría ayudar a encajar las piezas del puzle amarillo-marrón. «¿Por qué lloras?», «Nada, me habrá entrado algo en el ojo», hay que hacerse la dura en este sitio, hay que aprender a no llorar para que el psiquiatra no te acuse de querer llamar la atención, como cuando le dije a la profesora que no quería copiar en los exámenes que me enviaban al hospital, y ella me dijo, textualmente, «eres una niña caprichosa que pide ayuda a gritos y después se niega a aceptarla», pero yo no recuerdo haber gritado nunca, solo solté un sollozo interno cuando vi que mi distorsión de la realidad era de más de 20 centímetros por cada lado de mi cuerpo («lo normal son 5 centímetros o menos», me dijo el doctor, que de repente se enfadó conmigo, sin explicarme por qué), o me rompí un poquito por dentro cuando me dijeron que debía llegar a los 40 kilos para salir de aquí, o apreté fuertemente la mesa del comedor con mis manitas quebradas cuando una chica cogió un cuchillo y lo puso en su cuello, doblando un poco la piel hacia adentro, mientras se despedía de nosotros con la mirada, o apoyé las manos en el cabezal de la cama para no marearme por las bajadas de tensión, que al principio eran casi diarias, o me arañé la nuca cuando vi que Paula se metía los dedos en un rincón y sacaba tropezones de espaguetis de su boca, o me balanceé hacia adelante y hacia atrás cuando tiraron a Carlos al suelo porque quería fugarse, eso decían, «fugarse», como si fuera un gánster de una película de mafiosos, cuando yo sabía que él solo quería ir al Camp Nou para evitar la invasión del planeta Error404, quería hacernos un favor a todos y ellos lo trataban como a un puto gánster. Así que no, señora profesora, yo nunca he gritado, y si lo hiciera no sería para pedir ayuda, sería para decirle que se vaya usted a la mierda y que nos deje disfrutar de nuestras infancias en paz.

 


Con la colaboración del Máster en Creación Literaria de la BSM-UPF, dirigido por Jorge Carrión y José María Micó, catorce años formando a escritores de España y América Latina. Más información aquí.

Montserrat Bizarro Amat (Barcelona, 1994) realizó el Máster de Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra, tras cursar el doble grado de Periodismo y Humanidades en este mismo centro. Ha trabajado en medios de comunicación como el diario El Punt Avui y la agencia de noticias Europa Press, así como en agencias de comunicación de empresas como Nissan y Atrevia. En la actualidad se desempeña como periodista freelance, actividad que alterna con labores de información en la Casa Batlló y su formación en talleres de escritura con el autor mexicano Juan Pablo Villalobos. Le gusta leer, escribir, el cine, el teatro, la filosofía y la psicología.

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