Crónicas en órbita

El explorador muere en el hielo

La historia de Henry Worsley

Henry Worsley, por Sebastian Copeland

Es 15 de enero en la Antártida. Pleno verano con -42ºC, en las mismas latitudes donde dentro de unos meses esta media bajará a -72ºC. Un par de grados por debajo de la temperatura en superficie en Marte. De hecho, los trajes espaciales para la exploración del planeta rojo se prueban aquí. No hay animales a la vista, ni aéreos ni terrestres, ni siquiera refugiados en alguna madriguera. El continente blanco es técnicamente un desierto, con un bajísimo índice de precipitaciones, viento constante, altitud por encima de los dos mil metros y total ausencia de vida. Hoy, una tienda de campaña roja rompe la uniformidad blanca. Dentro duerme un hombre, completamente solo en uno de los puntos más inaccesibles del planeta. Ha venido andando desde el otro extremo del continente. Se llama Henry Worsley. Y es la literatura lo que le ha traído hasta aquí.

A los trece años leyó con absoluta fascinación El corazón de la Antártida, donde Ernst Shackleton cuenta su experiencia como jefe a cargo de la expedición Nimrod. Aquel fue el segundo intento de alcanzar el Polo Sur geográfico, pero a pocos kilómetros de conseguirlo tuvo que tomar la dura decisión de darse la vuelta. La comida no les hubiera alcanzado para ir y regresar con vida. Tres años después lo conseguía Roald Amundsen, y Robert Scott llegaba en segundo lugar, muriendo de hambre e hipotermia en el regreso. Henry Worsley se sumergió en la lectura de todas las crónicas sobre aquellos viajes, los de la edad de oro de la exploración antártica. Para llegar a la conclusión de que él quería ser un nuevo Shackleton.

Se había enrolado en la armada en su juventud, superado los entrenamientos de las SAS —las fuerzas especiales británicas, donde algunos aspirantes fallecen— y vivido y explorado Afganistán lo suficiente como para advertir al gobierno de Tony Blair que desplegar tropas allí iba a ser como meter un palo en un avispero. Ignoraron sus informes, y la guerra de Afganistán que siguió es historia. Después de esa decepción con el ejército y la política, Worsley hizo lo que llevaba practicando toda su vida. Encendió un puro, montó en su Harley y se dijo, sonriendo, que ya era hora de emprender ese sueño aplazado cuarenta años.

Lo hizo acompañado de pequeños objetos literarios, capaces de componer el personaje que quería recrear, el del antiguo explorador polar. En su primer viaje a la Antártida le acompañó como talismán la brújula de Shackleton, cedida en préstamo por su nieta, Alejandra. Su mujer decoró uno de sus esquíes con el mensaje «vuelve conmigo entero, cariño». En el otro, sus dos hijos pusieron una de sus frases favoritas, «el éxito no es el final, el fracaso no es definitivo». En una travesía antártica a pie las puntas de los esquíes son más importantes de lo que parecen, porque cuando arrastras un trineo, inclinando la cabeza para empujar, será el lugar adonde más tiempo dirijas tu vista. Worsley, comandando a dos compañeros de equipo, cruzó andando desde la costa helada hasta el Polo Sur, recreando exactamente el trayecto original de la expedición Nimrod. Contaba emocionado el momento en que recalaron en el lugar exacto en que Shackleton decidió dar la vuelta. Otra blanca extensión de nada en realidad, que él supo adornar lo suficiente como para convertirse en una figura mundialmente reconocida, tras alcanzar el Polo andando.

Thomas Pynchon escribió en su primera novela, V., que todos tenemos dentro una Antártida, una extensión estéril que debemos sufrir si queremos llegar hasta nosotros mismos

Pero no era suficiente. No para quien aspiraba a ser Shackleton. Unos años después quiso intentar el más difícil todavía, obteniendo el éxito allí donde su héroe había fallado. Antes de poder emprender su última expedición, el explorador murió de un infarto en el viaje de ida. El objetivo de Worsley era hacer lo que proyectaba, recorriendo el continente helado desde la costa atlántica hasta desembocar en el área en que se encuentran Índico y Pacífico, frente a Australia. Y hacerlo completamente solo y sin asistencia. A pie, arrastrando los 150 kilos de peso del trineo con el equipo y la comida durante 80 días, a lo largo de 1.600 kilómetros. Tres meses caminando por el infinito desierto helado.

Adornó literariamente el comienzo, como siempre hizo. Recalando en las Georgias del Sur, el territorio británico más cercano a la Antártida, lugar donde arribaban los balleneros y punto de partida de muchas expediciones históricas. Y donde está la tumba de Shackleton. Echando a su lado el saco de dormir, hiló con su ídolo una conversación-monólogo que duró toda la noche, buscando inspiración para su gran aventura.

Dos meses después, un 15 de enero, Henry Worsley se hace una foto fumándose un puro, y mostrando al sonreír el diente delantero perdido. Tuvo que arrancárselo hace unos días, tras partírselo al morder una barra de proteínas demasiado congelada. Sus seguidores han podido ver esa y otras fotos y escucharle a diario en su página web, en un podcast a cuya cita no ha faltado nunca. Antes de dormir emplea su teléfono satelital con carga por células solares para grabar las impresiones del día y enviarlas a un amigo en Inglaterra, que las sube a internet junto a las imágenes. Responde además a preguntas que le envían los oyentes: qué comida echa más de menos (sobre todo la pizza) y qué actor le gustaría que le encarnase si se hiciera una película de él (Matt Damon de joven, Anthony Hopkins en su edad actual).

La verdad la reserva para su diario personal. Allí escribirá las confesiones que un explorador debe apartar de su cabeza cuando pasa diez y hasta quince horas al día oyendo nada más que el viento, el ritmo de sus esquíes como un metrónomo y eso que él llamará, obsesivamente, «la blanca oscuridad». Worsley, que comenzó diciendo en su primer podcast que la Antártida es el mejor lugar del mundo, escribe sesenta y un días después que los auriculares de su iPod se han roto, y ahora pasa los días sin oír una bendita voz humana. David Bowie, Johnny Cash y Metal Loaf habían estado cantándole todo este tiempo. Ahora escucha un silencio al andar como no existe ningún otro. El de la blanca oscuridad en torno, solo roto por sus esquíes, sus crampones o el sonido de su respiración. Y nada más.

Worsley, que comenzó diciendo en su primer podcast que la Antártida es el mejor lugar del mundo, ahora pasa los días sin oír una bendita voz humana

Ha perdido dieciocho kilos debido al régimen de ejercicio diario que le obliga a consumir entre seis mil y ocho mil calorías. La visión se le está llenando de sombras por efecto de las quemaduras solares en la córnea, fruto de la larga exposición a la nieve. Tiene llagadas las ingles por el roce del arnés con el que tira del trineo. Siente mareos debido a la altitud y la falta de oxígeno, porque la última semana ha estado cruzando el Titan Dome, a más de tres mil metros de altitud. Sus dedos han comenzado a estar insensibles, un preocupante síntoma de congelación. Sufre además hemorroides sangrantes. Y el pasado siete de enero le acometió un dolor de estómago tremendo, que le está obligando a tomar ración doble de analgésicos. Ha estado a punto de caerse en una de esas simas invisibles de las que está cuajado el terreno, agarrándose con los bastones y sus crampones en el borde, con la suerte de que el peso del trineo le ha retenido. Es uno de los mayores peligros de la Antártida, junto con los temporales y los accidentes, y por eso no hay decisión más arriesgada que ir en solitario.

Pero Henry Worsley es un tipo duro, y como explica en un podcast respondiendo a la pregunta de cómo lo aguanta, «es sobre todo una cuestión mental, las horas de gimnasio no te preparan para esto». Ha hablado con la familia por teléfono en Navidad, y no ha cedido a la tentación de dormir caliente y comer bien en la base científica del Polo Sur, que rebasó poco antes de año nuevo. El sentido de su aventura es estar tan solo y desasistido como los primeros exploradores árticos.

Los cuatro días que siguen al 15 de enero son agónicos. El 17 su voz suena por primera vez cansada en el podcast: «Es la una de la mañana y ha sido un día de duro castigo, me queda tan poca energía…». Corta abruptamente ahí. El 19 vuelve a sonar agotado, pero apenas deja traslucir lo que está pasándole. Las líneas del diario se vuelven en cambio ilegibles, tan solo aparecen nítidas palabras sueltas, «desesperado», «perdido», «estómago», «analgésicos». El 20 llama a su hijo Max «solo quería oír tu voz», pero le ha contactado cuando era mitad de la noche en Francia. Algo que no se le hubiera pasado por alto en condiciones normales. Su mujer, preocupada, le llama el 21, y comprende lo cerca que está su marido del colapso. Pero él se recompone y pide que espere antes de solicitar el rescate. El diario vuelve a ser legible, con la famosa frase de Shackleton cerrándolo, «nunca te rindas».

Worsley con brújula de Shackleton, por Adventure Network

Sin duda fue el 15 de enero cuando su héroe dejó de inspirarle. Si algo caracterizó siempre a Shackleton fue su prudencia, su capacidad de abandonar cerca de la meta. Algunos compañeros le acusaron de ser una viejecita medrosa, demasiado prudente como para arriesgar. «Mejor ser un burro vivo que un león muerto», fueron sus palabras. De toda la ejemplaridad de su héroe, Worsley olvidó al final la máxima más importante. No arriesgues tu vida para llegar. Cuando el 22 de enero pide ser rescatado solo 48 kilómetros le separan de su meta. Pero ya han pasado quince días desde que comenzó su lacerante dolor de estómago.

Apenas queda una línea para la literatura. «Aquí Henry Worsley, firmando al final de su viaje». Es la frase con que remata el diario, su testimonio final. En una foto dentro del helicóptero de rescate se le ve entero. Pero solo su fortaleza mental le hace aparecer tan tranquilo. La úlcera que se le perforó hace una quincena, motivo de sus dolores y debilidad, le ha provocado una peritonitis que desemboca el 23 de enero en el colapso de uno de sus riñones, y luego del resto de sus órganos internos. Henry Worsley ha muerto. No en el hielo, como tampoco lo hizo Shackleton, pero al igual que él, no ha completado la última expedición.

Un año después, una caja con sus cenizas es llevada por su mujer e hijos hasta la Isla de San Pedro, y enterrada junto a la tumba del explorador a cuyo lado durmió una noche. Un Shackleton junto a otro.

Thomas Pynchon escribió en su primera novela, V., que todos tenemos dentro una Antártida, una extensión estéril que debemos sufrir si queremos llegar hasta nosotros mismos. Henry Worsley la cruzó, y lo hizo por la razón más importante de todas. Por seguir esos sueños, ambiciones e ideales por los que vivimos y perdemos la vida los seres humanos. Somos, conscientes de ello o no, un ser literario pendiente de su fantasía. Worsley además se dejó arrastrar por ella, tan absolutamente, que hizo aquello con lo que otros solo alcanzamos a soñar.

3 Comentarios

  1. Ignacio Nogueras Andrés

    La historia de este hombre me ha parecido extraordinaria y fascinante.

  2. Gracias por la historia, me ha gustado mucho. No hace frío, pero en algunos pasajes me estaba helando solo de imaginármelo.

  3. Pingback: El mal nuestro de cada día - Jot Down Cultural Magazine

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