Crónicas desorbitadas

El catalanismo de Eugenio Trías

En el ensayo ‘La Cataluña ciudad’, reeditado por Galaxia Gutenberg, asistimos al intento del pensador barcelonés por comprender la cuestión catalana. Con la Diada a la vuelta de la esquina, conviene revisar este texto muy vigente donde se pronunció contra el «dirigismo unilateral», basado en un nacionalismo endógeno y en una idea estrecha de Cataluña

Antes de la brusca irrupción de la pandemia, el mundo del siglo XXI perfilaba sus temas cruciales, y entre ellos la oposición entre la ciudad y lo rural parecía llevarse la palma en Europa. Para corroborarlo existían múltiples ejemplos en clara consonancia con el auge de los nacionalismos y el enfrentamiento entre una visión europeísta y otra restrictiva. En el referéndum del Brexit, el Gran Londres votó en contra, a diferencia de regiones menos pobladas del Reino Unido. En Francia, París y su región metropolitana, hundieron las expectativas del Frente Nacional en las presidenciales de 2017, dándole a Emmanuel Macron un 90% de los sufragios.

En la Cataluña del Procés se ha repetido el mismo fenómeno. Barcelona es un oasis plural contrapuesto a la cerrazón del mundo rural, en algunas latitudes mimetizándose con el pasado carlista al defender valores tradicionales y patrióticos, aliñados con profundas dosis mesiánicas y providenciales, como si solo pudiera existir esa visión concreta, algo respaldado por el Govern, de mal en peor en su activismo sin repercusión legislativa. El mapa es azul y amarillo en el interior provinciano, mientras el litoral rebosa variedad al escapar, hasta cierto punto, de la hegemonía soberanista.

Esta tendencia se reforzó a partir del 25 de julio de 2014. La confesión de Jordi Pujol supuso una ruptura hacia el adiós del catalanismo y la eclosión de un nacionalismo con aromas decimonónicos. Asimismo, esa fecha supone la quiebra de un pacto entre el Estado central y la Generalitat, acuerdo forjado durante la transición desde la famosa conllevancia de Ortega y Gasset.

«En Trías el catalanismo actuaría desde una visión exógena consistente en mejorar el Principado y con ello contagiar de estos cambios al resto de España»

Este último punto es importante matizarlo para no caer en determinadas confusiones y poder empezar a desgranar el objeto de este texto, dedicado a desmenuzar la visión de Eugenio Trías sobre la cuestión catalana. En ella, el catalanismo actuaría desde una visión exógena consistente en mejorar el Principado y con ello contagiar de estos cambios al resto de España, mientras el nacionalismo es endógeno y solo mira su ombligo desde el rechazo a lo ajeno. En esta diatriba y lo planteado en los primeros párrafos se hallan las claves apuntadas con clarividencia por el pensador en su La Cataluña ciudad, ensayo escrito en 1985 y recuperado en este aciago 2020 por Galaxia Gutenberg.

El filósofo barcelonés no puede etiquetarse en el catalanismo político, sino más bien en la búsqueda de su comprensión, y para ello escarbó el pasado hasta recuperar La ciutat del perdó, del poeta Joan Maragall. El artículo no vio la luz hasta 1932 al ser censurado en 1909 por el director de La Veu de Cataluña, Enric Prat de la Riba, futuro president de la Mancomunitat de Cataluña, primer Gobierno autónomo en la región desde la derrota en la Guerra de Sucesión de 1714.

«Si Cataluña quería avanzar hacia el progreso, este solo brotaría si los cuerpos cívicos de la capital caminaban unidos y transmitían su armonía al resto del país»

Ese veto resume todo un siglo de desavenencia y se produjo porque Maragall predicaba la necesidad de limar asperezas entre ricos y pobres de la ciudad condal con el fin de evitar otra tragedia como la reciente Semana Trágica, cuando la burguesía se saturó de prepotencia ante las clases más desfavorecidas, rebeldes a la antigua con la quema de iglesias en julio de 1909. Para el poeta, abuelo del añorado Pasqual, alcalde de Barcelona y breve president de la Generalitat, la revuelta había surgido por una desconexión entre ambos hemisferios, y si Cataluña quería avanzar hacia un auténtico progreso, este solo brotaría si los cuerpos cívicos de la capital caminaban unidos y transmitían su armonía al resto del país, denotándose sin muchas vacilaciones unas conexiones de la gran urbe a la periferia rural, pues el término cívico nace de la ciudad, donde se forma la civilización.

Alguien podría intuir desprecio en esta formulación. Si es así se equivoca al desdeñar lo inclusivo de la propuesta maragalliana, contrapuesta, como bien advierte Trías, a la de Eugeni d’Ors, favorable a una Barcelona como polis pura, impoluta en la cuadrícula del Eixample de Cerdà, sin extranjeros ni presencias externas. D’Ors, un ególatra avanzado a su época solo desde su insoportable individualismo, jugaba a esparcir propuestas en su Glosari con intención de ocupar sillones de poder, y desde esta tesitura se asemeja, con más talento, a muchos chupópteros de la actualidad, mientras Maragall representaría al intelectual con suficientes arrestos como para ir a la contra de los suyos desde la integridad de su pensamiento, como más tarde universalizaría Albert Camus.

Maragall nada más en las aguas de Josep Pla. El genio del Ampurdán nunca amó Barcelona, pero imaginó una Cataluña urbanizada con las magníficas, democráticas y monótonas manzanas del Eixample, extendiéndose del Delta hasta la Junquera, sin ese. Maragall, mucho más preciso, hablaba, en definitiva, de aprovechar la irradiación de toda la energía barcelonesa para aunar la sociedad civil hasta generar un crecimiento imbatible. A mediados de los años ochenta, tras todo el gris franquista, la capital catalana respiraba ese espíritu entre el sacudirse de tantas legislaciones incongruentes y alcanzar una estabilidad democrática cargada de innovación por la originalidad, inteligente al leer bien su tiempo, de los ayuntamientos socialistas. A partir de estos dos vectores, Trías vio clara la posibilidad de una componenda donde los aires barceloneses podrían limpiar de mugre la parálisis rural para remar en una misma dirección.

«Trías vio clara la posibilidad de una componenda donde los aires barceloneses podrían limpiar de mugre la parálisis rural para remar en una misma dirección»

Era demasiado optimista. El duelo estaba servido. Desde 1980 Jordi Pujol presidía la Generalitat. Su único rival era Pasqual Maragall, alcalde de Barcelona desde 1982. Ambos tenían planteamientos bien distintos sobre Cataluña. El primero quería hacer país mientras engrosaba sus arcas, pero esto vino después. Entonces le molestaba la diferencia barcelonesa, más potente si cabe por el uso de una herramienta nacida durante el mandato municipal de Porcioles, la Corporación Metropolitana. Pujol se la cargó en 1987 porque no quería tener una réplica hanseática en su feudo, demasiado molesta al ser una alternativa muy sólida y más moderna, premonitoria de nuestro siglo.

Maragall no cejó en su empeño. Los Juegos Olímpicos lo inmortalizaron y a posteriori Barcelona se proyectó en el escaparate internacional, y las palabras nunca son inocentes. Si no podía cambiar Cataluña, haría de su dominio condal un elemento más europeo desde un federalismo mundial, pues como dijo en el discurso inaugural de los Juegos de 1992 “lo que es bueno para Barcelona es bueno para Cataluña, y lo bueno para Cataluña lo es para España y Europa”.

«La guerra contra la gran hechicera, así la bautizo el poeta Verdaguer en una oda decimonónica, aún no ha terminado»

¿Lo consiguió? Sí, pero al tener restringidas las maniobras en el territorio del Principado su triunfo refundó la ciudad sin enmendar sus diferencias sociales, centrándose más en una limpieza estética y propagandística, muy en la senda de la izquierda finisecular y contemporánea, donde cuenta más elevar lo identitario desde la fachada mientras se menoscaban las políticas beneficiosas para el común de los ciudadanos.

¿Traicionó Maragall el ideal de su abuelo? Podría ser. Fue sensacional y lo admiramos, si bien algunas de sus virtudes cosechaban sus defectos. Cuando ganó las elecciones catalanas, en papeletas sin vencer por escaños, se vislumbró la separación de Cataluña con Barcelona, una nacionalista a ultranza, la otra con querencias cosmopolitas; por eso mismo Puigdemont y Torra demonizaron a la ciudad condal hasta afirmar que Girona era el principal centro urbano del país, no sin alentar un cierto odio hacia lo proveniente de la vieja Barcino, como en verano de 2019, cuando una serie de crímenes vulgares le confirió categoría de caos criminal sin ser ella nada de eso. La guerra contra la gran hechicera, así la bautizo el poeta Verdaguer en una oda decimonónica, aún no ha terminado y sintetiza sin aristas la división catalana desde el sobresaliente infantilismo de un notorio grueso poblacional con mucho apremio por sonsacarse el aburrimiento vital o mucha voluntad de acatar órdenes en la senda del rebaño, reproducida en muchos otros lugares.

«Durante el Procés, Barcelona ha intentado resistir desde cierta intelectualidad marginada»

Durante el Procés, Barcelona ha intentado resistir desde cierta intelectualidad marginada, como la de quien escribe. Sin embargo, el Ayuntamiento capitaneado por Ada Colau, notable en aspectos como la sostenibilidad, ha titubeado en materia independentista sin remediar un sinfín de males de carácter social, agravados e invisibilizados por el empequeñecimiento causado por el Procés, dándonos más aspecto de villorrio con ínfulas, así como la puntilla al devolver el victimismo al podio de los dolores sin expulsar el maniqueísmo ni favorecer lo plural hasta enquistarnos en un bucle inútil, pernicioso e indigesto.

Todo esto podría remediarse si se comprendieran determinados matices. La ciudad tiene 73 barrios y 10 distritos. Si se aprovechara el municipalismo como motor de cambio, los barrios activarían una política de proximidad federalista al comunicar sus problemas al distrito para que este los transmitiera a la Casa Gran de la Plaça de Sant Jaume. Perdida la opción de sociedad civil con toda Cataluña esto sería de gran ayuda para abrazar una red continental, pues tras esta década ser catalanista carece de sentido y uno debe remarcar el valor de ser ciudadano desde el europeísmo.

«Barcelona puede ser, en pocos años, una ciudad de segunda o tercera fila, una hermosa Marsella, con todos los respetos para esta ciudad hermana», escribe Trías

Como esto, pese a las esperanzas de algunos, no sucede, daremos con pesar la razón a Eugenio Trías, quien en un espléndido párrafo de su ensayo observa lo siguiente: “De no plantearse prioritariamente este objetivo, que implica desarrollar todas las energías ciudadanas, sean cuales sean su ideología y su habla, su procedencia y su grado de mestizaje, de persistir nuestros políticos en un dirigismo unilateral, fundado en una idea estrechísima de Cataluña y en un concepto ochocentista de nación, nos quedaremos, a la vez, sin Cataluña y sin Barcelona; aquella vegetará de nuevo en uno de esos inviernos sempiternos que, a principio de siglo, logró con heroísmo descongelar; y Barcelona puede ser, en pocos años, una ciudad de segunda o tercera fila, una hermosa Marsella, con todos los respetos para esta ciudad hermana.” No podemos estar más de acuerdo.

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