Horas críticas

La mística del vigía

Sueños de un insomne, Vladimir Nabokov. Ed. de Gennady Barabtarlo. Traducción de Valerie Miles y Aurelio Major. WunderKammer. (Girona, 2019). 216 páginas. 19,50 € .

Que la vida y los sueños sean hojas de un mismo libro (leerlos en orden es vivir y hojearlos soñar), como opinara Schopenhauer, o que, por el contrario, se trate de libros distintos con una lógica y un argumento dispares, tal como compartieran Borges y Sábato en uno de sus estimulantes diálogos, es algo que a una mente mediana se le escapa. Lo que sí alcanza a concluir es que, de alguna manera, forman parte de un solo universo, el del propio yo, y participan en similar proporción de la dosis de grandeza, entusiasmo e imaginación de que cada cual es capaz. Mucha, por cierto, en el caso de este colosal insomne, de este genio incómodo, cuyo mundo onírico aúna y sistematiza el profesor Gennady Barabtarlo y que Wundekammer nos trae en español en su cuidada colección áurea.

Fue en otoño de 1964 cuando el escritor decidió poner en práctica el experimento de John Dunne y anotar los sueños tras cada despertar. Pretendía con ello alcanzar, a través de su recuerdo, la posibilidad de un tiempo plegado, para lo que el hallazgo de sueños precognitivos sería prueba irrefutable de que no estamos tan alejados del País de las maravillas («mala memoria la que sólo funciona hacia atrás», le decía la Reina a Alicia). Soñar, pues, cada noche —lo que, ya de por sí, era casi una hazaña para un atormentado insomne— y estar en alerta, ser un vigía durante el día para poder habitar la memoria inversa, conseguir caminar por un tiempo reversible donde invertir la inevitable causa-efecto. Percibe el lector en esta búsqueda una especie de fe de creyente, una necesidad de constatación seguida de la alegría que acompaña a cada pequeño hallazgo; «este es mi primer éxito indiscutible en el experimento de Dunne», escribe la mañana del 20 de octubre de 1964 después de ver una película que identifica como fuente de un sueño tenido de antemano.

«El hallazgo de sueños precognitivos sería prueba irrefutable de que no estamos tan alejados del País de las maravillas»

¿Sobre qué soñaba Nabokov?, se pregunta una con curiosidad al abrir las páginas del libro. ¿Estamos ante una forma de diario íntimo? Freud, para quien todo sueño no era más que una realización de deseos (incluidos los sueños penosos, donde el deseo se revela en el contenido latente), nos diría que sin duda alguna; pero bien es sabido que Vladimir denostaba las teorías del psicoanalista.

En cualquier caso, tenga razón uno u otro, lo cierto es que hay mucho del mundo de vigilia en todos sus sueños. En ellos abundan la visita a los museos, los viajes en tren y barco, los juegos de palabras (adoraba los palíndromos), la convivencia en armonía de sus dos lenguas… y sus mariposas, sus eternas mariposas, ya sean cazadas, huidizas (una de sus grandes pesadillas) o en refinado vuelo.

Dos mundos, por tanto, el velado y el desvelado, muy similares, lo que nos lleva a concluir que los enunciados de Hölderlin («el hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona») y Novalis («los sueños nos protegen contra la monotonía y la vulgaridad de la existencia») tal vez tengan más que ver con los sueños conscientes, porque nuestro yo durmiente se parece bastante al pensante. «He hecho bien en no dormir aquella noche —escribía Víctor Hugo—… el mismo sueño no me habría dado imágenes más apropiadas a mi fantasía».

Se acuerda una con ello de una entrevista a Peter Kubelka relativamente reciente (F. Algarín y A. Crespo para Xcèntric cinema, CCCB 2018), en la que afirmaba el cineasta que «el animal humano no posee realmente imaginación… sólo podemos organizar recuerdos de experiencias sensoriales que hemos tenido; de las que no, no podemos imaginar nada»; y la afirmación nos conduce a fantasear sobre el combate verbal que podría iniciar un nonagenario Van Veen con el director de cine por haber aunado imaginación y memoria; por tanto, también memoria y pasado. Y es que para el amor de Ada, «la imaginación se debilita menos rápidamente que la memoria» y la irreversibilidad del tiempo «es fruto de una perspectiva de campanario».

«Toda la obra de Nabokov está bañada de sueños, y los estuvo anotando durante toda su vida»

Toda la obra de Nabokov está bañada de sueños, y los estuvo anotando durante toda su vida, si bien sin la rigidez y sistemática de la propuesta de Dunne. De hecho, el libro recoge asimismo los que tuvo y registró antes y después de ese otoño del 64 e incluye, igualmente, los fragmentos de sus obras que tratan tanto la cuestión de los sueños como del tiempo, elementos ambos estructurales de toda su narrativa. Comenta sobre ello Barabtarlo que todas las novelas de Nabokov son cronopoéticas —era, en realidad, un místico; afirma el profesor—, aunque señala como diferencia quizás más significativa, entre las que precedieron y siguieron al experimento, un nuevo y singular tratamiento de la dimensión temporal. No en vano el del tiempo, afirmaba Borges, es nuestro problema; puede uno en su pensamiento prescindir del espacio, pero no del tiempo. Y entabla conversación una en la barra de un bar con el camarero, que hastiado de poner cervezas le dice «me voy a borrar del mapa y del calendario»; «del mapa puede —se le contesta, devota del argentino—, pero no del calendario».

La lectura del libro, por último, hace casi inevitable echar mano a una libreta y apuntar los sueños propios. Con ello se llega a comprender el fastidio del escritor aquellas mañanas en que no conseguía recordar nada, momentos en se quejaba de su estreñimiento onírico, como lo llamaba, ese sueño sin sueños que para Dunne no era más que una ilusión de la memoria. Como lectora, sin embargo, no puede por menos una que lamentarse de cada noche en blanco del autor por lo que de privación de magia supone. Y es que soñando con Vladimir aprendemos que «el cosmos, con todas sus galaxias, es una gota azul en el hueco de mi palma. Sencillo». No, no hay que dejar nunca de leer a Nabokov.

 

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