Este Walter Gropius de MacCarthy, concebido a la manera anglosajona, no deja de alumbrar, sin embargo, el entramado intelectual, el humus artístico del que emerge la figura del arquitecto alemán, cuya labor profesional corrió pareja de una ambición educativa que dará como fruto la célebre Bauhaus de Weimar. Quiere decirse, pues, que Fiona MacCarthy añade a los desastres propios de cualquier biografía: sentimentales, económicos, etcétera, un sólido conocimiento de época. Conocimiento que alcanza para explicar la extraña y fulminante atracción erótica de Alma Malher (según MacCarthy, parte del éxito de la señora Malher residió en no llevar corsé), pero que sirve, mayormente, para seguir la hilazón vital que une al Gropius que viaja a España en 1907, esto es, al Gropius que aprende alfarería en Triana y visita a Gaudí en su eremitorio, con aquél otro que que marcha a los Estados Unidos fascinado, no sólo por el formidable magisterio de Frank Lloyd Wright, sino por la cadena de montaje, ridiculizada por Chaplin en Tiempos modernos, y que haría célebre al gran magnate del automóvil, Henry Ford.
Ése es, sin duda, el talento que exhibe Fiona MacCarthy en este grueso volumen biográfico. Mostrar el paso del historicismo que aún prefigura a Gaudí, del esteticismo que ilumina la obra y la inteligencia de William Morris (pero también, no lo olvidemos, del extraordinario ensayismo de John Ruskin), a un arte despojado, lineal, que no parece remitir, en absoluto, al pasado, pero que guarda una secreta coherencia con todo lo anterior. También en lo que concierne a su fascinación por Ford, y a su deseo de aunar el arte y la técnica, aunque sin las atribuciones que el simbolismo otorgó a la figura del inventor y del científico. Recuérdese, a este respecto, el carácter mágico que Villiers adjudicará a Edison en su Eva futura, novela indispensable para comprender el Metrópolis de Thea von Harbou, luego llevada al cine por su marido, Frizt Lang, y cuya temática va en estrecha relación con Gropius por dos motivos obvios: el diseño de una ciudad futura, distópico en Harbou y porvenirista en Gropius, y el carácter redentor que alienta en ambas obras.
«La concepción de la arquitectura de Gropius es wagneriana, el arte total»
Una redención de naturaleza seudo cristiana en Metrópolis, con algo de la Babilonia levítica y la Babel de Brueghel, donde la ciencia se equipara al Mal; y redención por la belleza y la técnica en Gropius, cuya concepción de la arquitectura es una concepción wagneriana -“el arte total”-, donde la arquitectura no es concebible sin el urbanismo, y ambas sin el Arts & Crafts de Morris, pero barnizados ya por una belleza otra, no figurativa, que tiene su primera formulación en Loos -poco mencionado en este volumen-, y su proclama sobre el “ornamento y delito”.
Digamos que Loos, como buena parte del movimiento vanguardista, querrá prescindir del carácter emulativo del arte, en pos de una belleza más pura, sin el gravamen y la tiranía de lo visible. Digamos también que Loos, como luego Gropius, harán algo de trampa. Toda la voluptuosa ociosidad del exorno, tan deplorada por Loos, será la que luego se exhiba, acotada por líneas, en el lujo de los materiales que hoy nos remiten a la vieja magnificencia de los mármoles y las maderas en los vastos recibidores de entreguerras. Este embellecimiento de lo doméstico -deudor del Arts & Crafs, repito-, tampoco puede separarse de esa corriente, urgida por el sentimiento cristiano, que moverá a Gaudí, a Ruskin, a la Ciudad-Jardín de Ebeneezer Howard, y a cuantos quisieron humanizar la árida existencia del trabajo proletario, hacinado en los slums londinenses de Dickens y Doré, y en cualquier otro suburbio de las grandes metrópolis occidentales.
Desde luego, la belleza que se dispense a estas clases depauperadas ya no será la ojiva de Ruskin ni el acanto de Morris. Será, junto al esplendor de los materiales, la belleza elemental, el diseño neto, raudo, sintético, de las máquinas. Y ello bajo el carácter redentor, bajo la ambición de totalidad que transforma al arquitecto en urbanista, y al urbanista en maestro, en reformador social, cosa que explica, por sí sola, el interés inicial por la nueva arquitectura -para bien y, sobre todo, para mal- de los grandes totalitarismos del XX. Sin esta concepción integral de lo humano, que va del diseño de la ciudad a la fabricación de automóviles y electrodomésticos, no se puede entender la colosal importancia que adquirieron figuras como Gropius, Le Corbusier, Van der Rohe, Lloyd Wright, Niemeyer, Sert, etcétera (recordemos el relieve de Secundino Zuazo en el Madrid de los años 30), y cuyo destino parecía ser -otra vez Metrópolis– el de esos taumaturgos que guían a las multitudes en horas de zozobra.
«Sin ese fuerte contenido espiritual no puede extaerse el honesto silueteado de Gropius de entre la masa artística del siglo XX»
Es decir, que sin un fuerte contenido espiritual (ese mismo contenido que llevó a fundar la Bauhaus a la manera de los gremios medievales, movidos por el amor a los materiales y al “trabajo bien hecho” que decía, no por casualidad, don Eugenio d’Ors y Rovira, el gran Xenius, cuya obra guarda una estrechísima relación con cuanto hemos dicho hasta ahora); sin ese impulso primordial, extra-artístico, no puede extraerse el honesto silueteado de Gropius de entre la masa artística del XX. Una silueta cuya ambición, cuya vigencia declina por motivos similares al ocaso ilustrado. Si la Ilustración murió a cañonazos, por el frenesí imperial del Sire, el trémulo porvenirismo de Gropius se disipa o se amengua bajo la sombra de las utopías de hodiernas, que atronaron el mundo y lo redujeron a escombros.
Walter Gropius: La vida del fundador de la Bauhaus. Fiona MacCarthy. Traducción de Miguel Marqués, Eva Duncan e Irene de la Torre. Turner, 2019. 598 páginas. 29,90 €
La Bauhaus en en las colecciones Thyssen
En la modesta exposición que el museo Thyssen acaba de dedicar al movimiento cultural n su centenario, encontramos el hilo que une la tectónica de la Bauhaus, su arquitectura de hormigón, vidrio y metal, con una plástica de vanguardia. Una plástica que iba desinteresándose de los valores pictóricos y ahora buscaba -como antaño el Renacimiento- la facultad de la volumetría y el barniz de lo escultórico. Debemos recordar, por otra parte, que tanto Klee como Kandisnky fueron profesores, desde la hora inaugural, en la Bauhaus de Weimar. Y que no será hasta la disolución de la sede de Dessau cuando comience una diáspora que les concernía no sólo a ellos, sino a Gropius, Moholy-Nagy y cuantos se vieron afectados, profesores y alumnos, por esa nueva categoría, el “arte degenerado”, que tanto predicamento iba a tener bajo las tiranías nazi y comunista.
¿Debe consignarse, pues, la obra Itten, de Bortniyk, de Moholy-Nagy (maravilloso el Arquitectura II, de Feininger, otro profesor de la Bauhaus), debe reducirse, digo, la pintura de Klee, el “caligrafismo” de Kandinsky, a una mera concomitancia o estamos ante la manifestación de un arte cuya ambición era infiltrarse, como una plaga benévola, en todas las actividades que atañían a lo humano? En estas obras el espectador encontrará dos constantes que configuran una parte considerable del arte del XX y el XXI: su creciente abstracción -abstracción que se confunde, que se diluye, repito, en lo arquitectónico-, y un carácter decorativo que debe vincularse, lógicamente, al ‘Arts & Crafts’ de Morris, pero filtrado ya por una nueva estética, que sin olvidar el magisterio artesano (eso era la Bauhaus), adoptará el idioma de su siglo: vale decir, la estética de lo fabril y de lo técnico. La estética del diseño moderno.
«Estamos ante una actualización de todo aquel movimiento que de Morris a Gaudí pretendía humanizar la humanidad»
Esto significa que la Bauhaus es, entre otras muchas cosas, una actualización de la Ciudad-Jardín de Howard y de todo ese movimiento, de Morris a Gaudí, que pretendía humanizar la humanidad inhóspita del XIX-XX. Pero esto implica, de igual modo, una vertiginosa idealización de los procesos productivos y una ponderación optimista de su rubro publicitario. Asunto este que ya encontramos en Benjamin y Gropius, pero que también se ha exhibido en esta breve y excelente muestra donde la pintura tiene algo de cartel, algo de oscuridad circense, algo de absurda y feliz planimetría.