¿Eres animal, vegetal o mineral?, le preguntaba a Alicia el león, que nunca había visto una niña. ¡Es un monstruo fabuloso!, opinaba por su parte el unicornio, de mente más abierta, mientras la observaba con detalle.
La presencia del Otro plantea siempre lógicos interrogantes acerca de su naturaleza. Cuando se trata de un otro que transita nuestros mismos días, de un ajeno cotidiano, como el animal que convive con el hombre, hay respuestas que son conocidas de antemano, de forma que las dudas, lejos de desaparecer, se trasladan a un plano menos tangible, más metafísico, en la necesidad de perfilar los contornos que nos permitan delimitarlo y decidir su posición en el mundo, dueños que somos de él. ¿Tienen alma los animales?, nos preguntamos. ¿Es un alma (como principio vital) nutritiva, sensitiva o es un alma razonable? Aristóteles planteaba ya la cuestión antes de que naciera Cristo y el debate ha pervivido hasta la actualidad con sus variantes. Si en los siglos XIII y XIV se indagaba en La Sorbona si resucitaban tras la muerte, si iban al cielo o si había en éste un lugar reservado a ellos, hoy en día se siguen discutiendo los rasgos definitorios de eso que llamamos animalidad y humanidad; así, frente a una separación cartesiana de lo que constituyen uno y otro concepto, se propone el examen del hombre como animal “indeterminado”, pudoroso, un animal “a falta de sí mismo” o bien como un animal con capacidad para prometer (Derrida, Nietzsche); en definitiva, una visión, de alguna forma, desprejuiciada de lo que somos y de lo que prima y deja de primar en nuestra naturaleza.
«Sin prejuicios, Pastoureau nos presenta este ensayo erudito que, sin embargo, se lee con la comodidad del que escuchase relatos junto a la chimenea»
Con esta actitud falta de prejuicios nos presenta Michel Pastoureau su curiosa obra Animales célebres, un ensayo erudito que, sin embargo, se lee con la comodidad del que escuchase relatos junto a la chimenea. Se trata de una Historia animal de Occidente que bien pudiera plantearse como la Historia del hombre occidental a través del animal, a través de ese personaje secundario que reclama lo propio. En ella se aúnan lo fáctico (no habla Pastoureau de “lo real”) y la ficción, porque, como afirma el autor, el conocimiento es siempre trascendente, sea del tipo que sea, y la Historia de la humanidad bebe de todo ello.
La trayectoria escogida para conducirnos por los siglos, como se deduce del propio título, es la de animales que han adquirido fama y popularidad, “bestias” con nombre propio; animales que han entrado sin pretenderlo en la Historia, como habrían deseado muchos humanos condenados, a su pesar, al anonimato. Llegados a este punto, la dificultad se encuentra, pues, en la selección, en el acotamiento, tan necesario como frustrante y que deja al autor con una sensación de injusticia abocada al resarcimiento; una especie de deuda con los ausentes (no en vano advierte el prólogo de los capítulos que, de forma más urgente, debieran completar una futura reedición). Un inglés habría censurado, sin duda, el elenco: ¿por qué la jirafa de Carlos X antes que el elefante de la Reina Victoria?; sin embargo, dejando a un lado las preferencias de cada cual (el autor, por otra parte, no niega su cuota de arbitrariedad; su predilección, por ejemplo, por el oso y el cerdo), se llega a la conclusión de que la relación escogida no deja de ser meritoria desde el momento en que nos presenta ante nosotros mismos, sólo que en forma animal.
Ahí está todo. Están nuestros códigos morales: se halaga la paciencia, sobriedad y robustez de la burra (la Burra de Balaam, Libro de los Números), la nobleza del ciervo (el ciervo de S. Eustaquio y S. Huberto, Medievo) o la castidad y misericordia del elefante (Abul-Abbas, el elefante de Carlomagno, S.VII) y se censuran la impureza del cerdo (el cerdo regicida, S. XII) o la vileza del zorro (Renart, S. XII-XIV). Presentes también están las modas (el gato pasó de ser considerado producto del diablo en la Edad Media a animal predilecto por la alta sociedad a partir del S. XVIII; buena suerte que también correría, por cierto, el azul a partir de la Alta Edad Media, como recordara el autor en anteriores estudios dedicados al color en la Historia) y las sucesiones dinásticas (el oso cedió definitivamente la corona al león a partir del S. XIII). Hay un asesino en serie, como lo fuera Jacques The Ripper (la bestia de Gévaudan, S. XVIII), un raptor de doncellas (el oso enamorado de Antoinette Culet, S. XVI) y mártires del pueblo (el perro de Guinefort, citado en el prólogo entre las ausencias más reprochables) y de la ciencia (Laika, la perra astronauta, declarada tal en varios países en pleno S.XX).
Estamos, pues, nosotros y está nuestra ambigua percepción de los animales, a los que situamos en un plano inferior pero a quienes simultáneamente condenamos como humanos. Ya se condenó al mensajero en el principio de los tiempos, a la pobre serpiente, que tan sólo era portadora de designios ajenos, a vivir arrastrada; también a la cerda de Falaise (S. XIV) a una ejecución pública tras haber dado muerte a un bebé. Aunque tal vez lo más triste sea presenciar la paulatina pérdida de contacto con el animal hasta el punto de haber quedado en el mero plano de la ficción infantil, el experimento o la condición de mascota; de ahí que los capítulos menos sugestivos sean los dedicados al último siglo.
“La mosca vuela y vuela, pero jamás se convertirá en pájaro”, dice un refrán guineano. Agiten sus alas señores, porque el mundo es nuestro.