
Hay profesiones que gozan de una fama literaria insoportable, como los detectives privados, los novelistas fracasados o las vampiresas rusas. Pero ninguna profesión contemporánea alcanza la dimensión mítica que la cultura popular reserva al sanitario. Qué otra cosa podría explicar ese delirio colectivo por los dramas hospitalarios, esa obsesión desaforada con médicos brillantes y enfermeras suspicaces, siempre atrapados entre un quirófano fluorescente y alguna enfermedad autoinmune. La realidad, claro está, suele tener un poco menos glamour que las adictivas tramas televisivas, aunque también podría argumentarse que cualquier oficio desprovisto de dramatismo corre el riesgo de aburrir a las masas.
El sanitario es, sin lugar a dudas, un personaje predilecto de la moderna ficción, y esto no ocurre por casualidad. Nada gusta más al espectador contemporáneo que el sufrimiento elegante, preferiblemente en bata blanca. Tanto si hablamos de la literatura de Robin Cook, de un episodio de Friends o de interminables series como Anatomía de Grey, encontramos una sobreabundancia de figuras médicas glamurizadas al borde del colapso existencial, dando vida a una fantasía colectiva en la que el dolor ajeno se diluye tras romances imposibles, lágrimas bien iluminadas y heroísmos cotidianos escenificados con insoportable belleza.
Pero en este exagerado retrato se cuela algo digno de interés: la formación del sanitario. El aprendizaje es casi siempre mostrado en estas ficciones como una mezcla entre martirio intelectual y pruebas dignas de Heracles. Los estudiantes de Medicina o enfermería atraviesan sus prácticas en hospitales convertidos en campos de batalla emocional, en los que cometer un error mínimo implica el castigo eterno del desdén de un supervisor cruel, invariablemente tan atractivo como desagradable. Parece que obtener un título de Formación Profesional Sanitaria fuera, según esta mitología cultural, un rito iniciático más arduo que sobrevivir a Troya o cruzar el Hades.
En la realidad, naturalmente, no hay tanta épica. Por suerte o por desgracia, estudiar la rama sanitaria de la Formación Profesional es más sencillo que salvar Troya, aunque no por ello menos trascendente. En estos estudios de grado medio no se promete al alumnado una existencia de glamour trágico, sino algo considerablemente más útil: herramientas prácticas para atender lo cotidiano. En la FP Sanidad Madrid no se imparten seminarios sobre cómo fingir lágrimas frente a una cámara, sino enseñanzas sobre cómo colocar una vía o diagnosticar con eficacia. Admitamos que es decepcionante para quienes soñaban con la tragedia romántica del sanitario, pero reconfortante para aquellos que desean vivir con tranquilidad.
No es de extrañar, pues, que la ficción prefiera centrarse en situaciones extremas y absurdas, tan alejadas de la realidad como irresistibles al público general. La gente quiere ver a profesionales sanitarios que trabajan con bisturí en una mano y crisis existencial en la otra, en medio de traiciones amorosas e intrigas hospitalarias dignas de una tragedia griega. Poca audiencia conseguiría una serie que muestre con detalle lo cotidiano de aprender anatomía, esterilizar instrumental o manejar burocracia hospitalaria. Qué ingrata es la cultura popular, siempre dispuesta a sacrificar lo honesto en favor de lo vistoso.
Quizá debiéramos agradecer a la literatura y al cine su capacidad para dotar de misterio a algo tan fundamental y prosaico como cuidar del otro. El arte, con su impertinente belleza, ha logrado que algo tan elemental como asistir al enfermo o curar heridas se convierta en un acto casi poético, una hazaña heroica que roza el martirio. Algo, por otra parte, que ayuda enormemente a llenar aulas en formaciones sanitarias reales, aunque sea con la ilusión de protagonizar alguna vez, aunque sea mínimamente, uno de esos momentos dramáticos de lucimiento existencial tan populares en la pequeña pantalla.
Y es que, en definitiva, puede que este sea el gran secreto del interés popular por la sanidad: nadie escapa al deseo de sentirse héroe o heroína por un instante, aunque sea de forma modesta, aunque sea sin la iluminación perfecta o la banda sonora adecuada. Probablemente ninguno de los alumnos que hoy estudian cualquier rama relacionada con la sanidad llegará a vivir momentos como los que abundan en las ficciones televisivas. Pero, al menos, tendrán la satisfacción más discreta y probablemente más valiosa de hacer bien su trabajo sin necesidad de soltar monólogos lacrimógenos en mitad del quirófano.