Entrevistas

Rebeca García Nieto: «No tengo una idea preconcebida cuando empiezo una novela, me dejo llevar por todo lo que voy encontrando»

A quien tenga un mínimo interés por la literatura en este país, le tiene que sonar, por fuerza, el nombre de Rebeca García Nieto (Medina del Campo, 1977). Esta escritora, formada en psicología clínica, colabora habitualmente en medios como Jot Down, Revista de Libros, Quimera, Letras Libres o Cuadernos Hispanoamericanos. Y si sus siempre estimulantes artículos no fueran ya suficiente alimento para el alma, ha publicado varias novelas, participado en recopilatorios de relatos, escrito ensayos sobre autoras como Herta Müller y traducido al español a escritores de la talla y complejidad de William H. Gass o Elizabeth Hardwick. Ahí es ná.

Aprovechamos la publicación de El color y la herida (De Conatus, 2024), su última novela, para conocer más a fondo los temas que aborda en ella, la importancia de la interpretación en su obra (y en el arte, en general), sus filias y fobias lectoras, y el vínculo que sigue manteniendo con la psicología. Porque escribir no es otra cosa que zambullirse en la mente ajena, y de eso Rebeca sabe, y mucho.

La culpa es un tema que ha ido asomando en algunos de tus últimos libros, sea en la biografía de Herta Müller (Zut, 2021) o en la vida del protagonista de Eric (Zut, 2015). ¿En qué grado esa culpa impregna la vida de los personajes de El color y la herida?

Yo diría que, más que la culpa, el sentimiento predominante en la novela es la vergüenza. Sobre todo en el caso de Erika, la hermana del protagonista (Rüdiger).  En un momento de El color y la herida se dice «La culpa es a Alemania lo que el fútbol a Inglaterra o el dinero a Estados Unidos». Rüdiger, sin embargo, no logra sentirse culpable. De hecho, no llega a sentir nada. Ese es su crimen y también su castigo.

El protagonista de tu novela es, tal como has descrito en alguna presentación, un típico mirón (no por casualidad, es retratista) que descubre que se sabe mirado de múltiples formas: por una sociedad que le juzga, por el círculo de críticos y artistas, por la Stasi (a través de su hermana), pero sobre todo por los lectores. ¿Qué es lo que Keller no quiere que veamos?

No es tanto lo que no quiere que veamos como lo que él mismo no puede permitirse el lujo de ver. Rüdiger es muy hábil a la hora de ver la paja en el ojo ajeno, como suele decirse, y también es un experto a la hora de no mirarse nunca a la cara. Su supervivencia mental depende de ello, pero al final de la novela no tendrá otro remedio que hacerlo.

El hecho de que Erika, su hermana, viva al otro lado del muro y sea tan diferente a Rüdiger me ha hecho sentir que, de alguna manera, son las dos caras de una misma moneda. Una misma figura separada en el trauma (ella) y el cuerpo disociado (él). ¿Cómo una misma historia acaba afectando de formas tan distintas a dos hermanos?

Lo cierto es que la misma historia impactó en los dos hermanos de forma muy diferente. Erika, por así decirlo, lo sufrió en carne propia. Era lógico que las consecuencias que tuvo en cada uno fueran muy distintas. Por otra parte, Rüdiger es pintor. Dispone de un arma para lidiar con sus emociones que su hermana no tiene.

“El trauma te coloca para siempre fuera del mundo”. En ese sentido, la figura de personajes como Joshua Brod, el agente, uno de los judíos que decidieron volver tras el Holocausto, me parece muy elocuente. Parece que ni ellos son capaces de encontrar su sitio, ni los demás saben cómo tratar con ellos. Son extranjeros en todas partes. ¿No hay vuelta atrás del trauma?

Siempre me interesó saber qué había sido de los judíos que volvieron a Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. La mayoría se establecieron en Israel, Estados Unidos o Argentina, pero algunos, unos pocos, volvieron. Brod es hijo de uno de esos matrimonios que decidieron regresar. Al principio nadie sabe cómo tratarle, pero con el tiempo sus relaciones se van normalizando. De hecho, Brod es el mejor amigo de Rüdiger y entre ellos son frecuentes las bromas sobre cualquier tema, incluida la situación en Oriente Medio.

La dualidad, por cierto, está presente en cada tema, símbolo y metáfora que he leído. Estoy seguro de que no es una coincidencia, ¿verdad?

No es casualidad, no. En la novela se habla de las dos Alemanias, de esa especie de doble contabilidad que tuvo lugar en el interior de cada alemán durante el nazismo, incluso de los dos cadáveres de Rosa Luxemburgo… El país parece condenado a la escisión y a la duplicidad.

Lo que está claro es que esta es una novela donde el pasado tiene un peso enorme. Asfixiante. No por casualidad, cuentas que la idea de la que nació este libro viene de una noticia sobre la deuda que Alemania aún arrastraba hace poco de la Primera Guerra Mundial. ¿Cómo creció la trama a partir de ahí?

Pues la verdad es que la trama se fue desplegando muy lentamente. En 2016 publiqué un relato en Quimera que trataba de algunos temas que he vuelto a abordar, aunque de un modo diferente, en El color y la herida. La cuestión de la deuda de la Primera Guerra Mundial aparece ya en ese relato. Me parece que tiene un componente muy simbólico. Me interesaban las deudas que pasan de padres a hijos y son imposibles de saldar.

En la novela, ese muro alemán no es sólo un elemento arquitectónico. Cruzarlo implica moverse en el espacio, pero también en el tiempo.

Durante la división de Alemania algunas líneas de metro del Oeste tenían que pasar por algunas estaciones situadas en Berlín Este. El metro podía pasar por ellas sin detenerse —estaban cerradas, por eso se las llamaba «estaciones fantasma»—. Los viajeros que pasaban por allí veían un mundo detenido. Era como viajar al pasado. La idea me parecía muy literaria.

El amor por el arte está presente en cada página, casi en cada párrafo. ¿Han desaparecido esos vasos comunicantes entre literatura y arte que tú misma comentas en boca de uno de tus personajes?

En los últimos años escritores como J. M. Coetzee, Julian Barnes o Pierre Michon han escrito sobre la pintura. En España el arte está presente en algunas novelas de Vila-Matas o en Fred Cabeza de Vaca, de Vicente Luis Mora. Aun así, tengo la impresión de que antes eran mundos más relacionados. Pienso en Proust o en Rilke. A lo mejor es cosa mía, no sé.

¿Cómo ha sido tu labor de documentación a la hora de dar con todas esas obras, personajes y anécdotas como las que mencionas? ¿Tenías claro qué buscabas o te dejaste sorprender?

Algunas anécdotas, como la metedura de pata de Freud al analizar una fantasía de Leonardo da Vinci, ya las conocía, pero la gran mayoría me las he ido encontrando. No tengo una idea preconcebida cuando empiezo una novela, me dejo llevar por todo lo que voy encontrando, y en este caso ha sido una sorpresa tras otra.

Otro de los grandes temas es el psicoanálisis y su relación con la manera en que interpretamos las obras de arte. Los intercambios epistolares entre Keller y su profesor Bayer hacen emerger figuras como la de Nabokov para hablar de cuánto hay de nosotros en esas interpretaciones. ¿Con qué ideas estás más alineada en esta discusión?

El protagonista de la novela opina como Susan Sontag. Está en contra de las interpretaciones psicoanalíticas del arte, probablemente porque sabe que tiene en frente a un psicoanalista muy perspicaz y teme ser transparente ante él. Hay una cosa en la que sí estoy de acuerdo con Rüdiger Keller. Una obra de arte, ya sea un cuadro o un libro, no es un síntoma. No podemos hacer diagnósticos sobre su autor basándonos solo en sus creaciones, y esto a veces se hace.

Ya que estamos con el psicoanálisis, ¿su importante presencia en esta obra viene de tu formación como psicóloga clínica, o ha surgido más bien a tu pesar?

Es cierto que el psicoanálisis ha tenido mucho peso en mi formación, pero, más allá de eso, ha sido muy importante en el mundo del arte. Además, las teorías psicoanalíticas han pasado a formar parte de la cultura popular. Philip Roth decía que Freud era el lector equivocado más influyente de todos los tiempos, y tenía razón.

Antes hablábamos de la figura del mirón. El voyeur. ¿Cómo has congeniado ese tema con el punto de vista escogido en la narración?

El protagonista es un mirón mirado por los lectores. No es casualidad que en la novela haya cámaras por todas partes. Instalé un sistema de videovigilancia para que el lector pudiera tener acceso a los rincones más insospechados.

Se podría decir que esta novela cuenta con una narrativa fragmentada, lo que no es lo mismo que afirmar que no tiene trama. ¿Buscabas un equilibrio entre forma y fondo?

Los escritores siempre lo buscamos, otra cosa es si lo conseguimos. En este caso he trabajado mucho la trama. Es cierto que la narración no es lineal, pero es que la memoria no funciona así, más bien es fragmentaria y caprichosa.

En tu presentación de Barcelona, decías a Anna María Iglesia que te había marcado mucho lo que decía Marías sobre la importancia de las digresiones. Cuenta, cuenta.

Javier Marías se dio cuenta de la importancia de las digresiones al traducir a Laurence Sterne. De él aprendió eso de I progress as a I digress, que creo que no necesita traducción. Marías era un maestro de la digresión al igual que Nabokov, Bernhard o David Foster Wallace. Yo soy también muy digresiva, así que me reconozco en ese tipo de escritura.

Si hablamos de fragmentación no puedo evitar notar ese aire a los autores posmodernos norteamericanos. Alguno aparece mencionado de forma explícita (Pynchon) y otros sugeridos por los temas (Gaddis y el arte). ¿Qué presencia tiene esta tradición en una novela que, al menos por el arranque, apuntaba a ser puramente europea?

Sin duda, está muy presente. Mis escritores de cabecera son estadounidenses de esa época y posteriores, como David Foster Wallace. Curiosamente, los acercamientos a la historia europea que más me han interesado han venido precisamente de Estados Unidos. Thomas Pynchon o William Vollmann han escrito de forma magistral sobre la historia de nuestro continente.

Ya que estamos, me encantaría conocer la lista de principales influencias que has tenido a la hora de escribir El color y la herida.

 

Además de los anteriores, en la lista habría que incluir a mi admirada Herta Müller, a Rezzori, Christa Wolf o mi escritor alemán favorito, Heinrich Böll.

 

¿Y qué podemos decir de los autores a quienes has traducido a lo largo de los años? ¿Cómo influye en una escritora el hecho de tener que meterse en las mentes de quienes traduce?

 

Creo que mi escritura ha ganado desde que empecé a traducir. Desde entonces presto mucha más atención a las palabras, a la sintaxis. Mi lenguaje se ha hecho más versátil.

 

Sin estropear el final a nadie, diremos que la interpretación del cuadro con el que arranca la novela tiene un peso muy importante. ¿Qué querías destacar con esa dificultad a la hora de comprender los motivos de una obra?

 

Básicamente, que no hay una única interpretación posible. El acto creativo culmina en la mente del espectador/lector. Es una novela muy visual y he procurado que el lector tenga un papel activo hasta el final.

Penúltima pregunta para tus seguidores: ¿tenemos siguiente novela en marcha? ¿Cuáles son tus futuros proyectos?

 

A finales de este año aparecerá un texto mío sobre Anne Sexton y Sylvia Plath. Se publicará en un libro colectivo en la editorial Tirant lo Blanch. Además, estoy empezando una nueva novela. De momento es algo muy incipiente, pero todo se andará.

Y dejo la fácil para el final: Keller ha caído en desgracia por distintas declaraciones polémicas sobre ese difícil binomio que son la ética y la estética. ¿Podemos separar al autor de su obra? ¿Debemos?

A veces es imposible hacerlo. El caso de Alice Munro, uno de los últimos en salir a la luz, es un ejemplo de ello. Munro escribió sobre el abuso sexual infantil en alguno de sus relatos. Sin embargo, en la vida real parece que no prestó mucha atención al sufrimiento de su hija. Se sirvió de su escritura para apuntalar su versión paralela de la historia. Dicho esto, no voy a dejar de leer a Munro por lo que ahora se sabe de ella. Uno de los epígrafes que abren mi novela es una cita de la cineasta iraní Forugh Farrokhzad: «El mundo está lleno de fealdad. Aún habría más si el hombre apartara la mirada».

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