Cultura ambulante

El Real de la Jara baila al ritmo de su propia revolución

En la línea quebrada que une la sierra con la campiña, entre encinas, muros de piedra seca y pastores que aún saben leer el cielo, se alza El Real de la Jara. En sus calles empedradas, en sus plazas aún libres de asfalto, hay una forma de vivir que ha escapado al vértigo del siglo XXI. Pero lo que nadie sospechaba es que en este pequeño municipio de Sevilla, de apenas mil quinientos habitantes, la modernidad más sonora —la de los sintetizadores, las cajas de ritmos, los loops rotos y los beats mutantes— encontraría su lugar sin violencia, sin colonización, sin ruido innecesario. Esa es la proeza de JARA.

La segunda edición de este festival —cuyo nombre responde al acrónimo Jaleo, Arte, Rural, Andaluz— tendrá lugar los días 7 y 8 de junio de 2025. Será algo más que música: una declaración de principios. Su lema, «We Dance in the Pueblo», podría parecer una ocurrencia de agencia si no fuera porque aquí ocurre de verdad. No hay escenarios levantados de la nada, no hay perímetros vips ni camerinos ocultos. Todo lo que sucede lo hace a la vista. La Plaza de Andalucía, el Castillo, la Ribera y una antigua fábrica convertida en Electro Harinera son los templos laicos de esta liturgia colectiva que celebra lo rural desde el respeto y lo contemporáneo sin impostura.

Organizado por NOON Música Moderna y Green Cow Music, el festival presenta un cartel que no busca el relumbrón sino la coherencia. Más de 30 DJs y artistas, elegidos con criterios de paridad y riesgo estético. Ahí están Dalila, con sus breakbeats de acento noventero; Manuel Moreno, viajero del house europeo; Undo, que mezcla techno melódico con aromas de synth pop; Ricardo del Toro, denso y atmosférico; Dr Fli, que entiende el hip hop como un collage en directo; o Perro Andaluz, criatura local que ya es emblema. No hay cabezas de cartel en el sentido convencional, porque aquí el protagonismo lo tiene el lugar.

La programación arranca el sábado a mediodía, en la Plaza de Andalucía, con un gesto simple pero revelador: entrada libre a la piscina municipal. Después, la ruta se va enredando. El Bar del Berro toma el relevo por la tarde, y desde medianoche hasta las seis de la mañana, el Castillo se convierte en una catedral abierta de música electrónica. Al día siguiente, el festival respira en otros tiempos y espacios: la Ribera y la Electro Harinera acogen actuaciones hasta las nueve de la noche. No hay prisa, no hay masas, no hay esa ansiedad de consumo que aniquila tantos festivales convertidos en franquicia. Aquí se baila de otra manera.

Pero JARA es mucho más que su cartel. Su fortaleza está en cómo integra a la comunidad. No como figuración, sino como parte esencial del relato. Son los vecinos quienes presentan a los artistas, quienes atienden las barras, quienes abren sus casas a los forasteros. La Mari, que fue uno de los rostros más celebrados de la primera edición, no necesita un rol definido: simplemente está y eso basta. El festival no impone; contagia.

La oferta se extiende también a talleres para niños —reciclaje creativo, pintura colectiva, experiencias musicales con frutas y dispositivos—, un mercadillo sostenible que rehúye el souvenir barato para apostar por la artesanía y el trueque, y una gastronomía basada en los bares del pueblo, que despliegan sus mejores recetas: chanfaina, migas, carne de monte. Aquí el food truck sería una aberración.

JARA presume, con razón, de ser un festival sostenible. Sin plásticos de un solo uso, con residuos mínimos, con accesibilidad garantizada y sin barreras económicas: muchas de las actividades son gratuitas y se desarrollan en espacios públicos. A quienes lleguen con caravana o camper se les ofrece una zona gratuita —junto a la plaza principal— equipada con baños, luz y agua. Es un detalle, sí, pero también una forma de hospitalidad que tiene más de ética que de logística.

En tiempos donde la cultura suele plegarse a los formatos del mercado o a la retórica del espectáculo, JARA plantea otra vía: la del arraigo. No se trata de folclore ni de nostalgia, sino de entender que hay inteligencia en lo local, belleza en lo modesto y modernidad en lo rural. Lo extraordinario del festival no es solo lo que propone, sino el cómo lo hace. Lo que allí se celebra no es una moda, sino una forma de estar en el mundo.

En El Real de la Jara, la electrónica ha encontrado un suelo fértil. No para huir de la ciudad, sino para descubrir que hay otra forma de habitar el tiempo. Que la cultura no necesita ruido, ni masas, ni cifras. Solo necesita un lugar, unas personas y una música que, por unas horas, lo una todo. JARA 2025 será eso. Y mucho más.

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