
Las películas de coches suelen confundir velocidad con volumen. Basta ver cualquier entrega de Fast & Furious, donde el rugido de los motores compite con el de las explosiones, los saltos imposibles y los músculos en primer plano. Es cine de testosterona digital, en el que los coches ya no ruedan: vuelan, estallan o se descuelgan de aviones. Las persecuciones son más una cuestión de CGI que de dirección, y los conductores, caricaturas que compiten por ver quién aprieta más fuerte el acelerador o la mandíbula. En ese universo, la mecánica es magia, la gravedad una sugerencia, y el silencio, un error de posproducción. Y, sin embargo, existen películas que entienden los coches no como espectáculo, sino como extensión del carácter. Películas que hacen ruido sin gritar. Ahí están Bullitt (1968) y Drive (2011), dos joyas separadas por décadas que comparten una ética del motor, del silencio y de la velocidad como forma de estar en el mundo.
Ni Frank Bullitt ni el conductor sin nombre de Drive son héroes convencionales. No llevan capa, ni sueltan frases lapidarias antes de disparar. Son profesionales. Trabajan. Uno como teniente de policía, el otro como doble de escenas peligrosas y ocasional chófer de delincuentes. Ambos tienen algo de mecánico resignado dispuesto a reparar depósitos de gasolina, cambiar una bujía o quedarse en silencio mirando el motor, como quien contempla un mundo averiado que solo se mantiene en marcha por pura obstinación. La relación que mantienen con los coches es íntima, casi mística. No hay fetichismo, sino respeto. Tocan el volante como se toca una copa de cristal en el Dry Martini de Aribau, donde cada cóctel es una coreografía de precisión. La conducción, para ellos, es una extensión de su carácter: contenida, eficaz, silenciosa.
Uno de los grandes aciertos de Bullitt fue filmar una persecución con cámara al ras del asfalto. Se sienten los baches de San Francisco como si uno viajara en el maletero. No hay música. Solo el rugido del motor y el chirrido de los neumáticos. En Drive, la primera persecución es casi antimusical: el coche se desliza entre las sombras como una serpiente que evita los reflectores. Aquí no hay adrenalina gratuita, sino cálculo. El conductor no acelera por valentía, sino por conocimiento. Sabe cuándo girar, cuándo esconderse, cuándo pisar a fondo. Como Bullitt, no necesita dramatismo. Necesita espacio.
El romanticismo del oficio
Los dos filmes construyen una tensión basada en el entorno. San Francisco, con sus cuestas imposibles y sus casas victorianas, no es un decorado en Bullitt, sino un personaje más. La ciudad marca el ritmo de la acción, como un metrónomo rugoso que impide cualquier tipo de euforia. Los Ángeles, en Drive, es otra criatura: nocturna, rosada, hecha de neones y silencio. Mientras Bullitt se enfrenta al día, Drive se sumerge en la noche. El contraste no es solo cromático, sino moral. Bullitt quiere resolver un caso. Drive quiere huir de sí mismo. Uno es detective, el otro un símbolo.
Y sin embargo, los dos comparten una idea antigua: el romanticismo del oficio. En ambas películas, los protagonistas trabajan en mundos donde lo sucio es inevitable, pero donde aún puede mantenerse cierta ética. Cuando Bullitt desprecia a los burócratas que quieren cerrar su caso con un titular, lo hace sin levantar la voz. Cuando el conductor de Drive arriesga su vida por una mujer que apenas conoce, lo hace sin pedir nada. Son hombres que creen, quizás ingenuamente, que uno puede hacer su trabajo sin corromperse. Que incluso en un taller donde se reparan depósitos de gasolina, aún se puede tener un código.
La música, o su ausencia, también es un vínculo. Bullitt se apoya en Lalo Schifrin, que construye un jazz discreto, casi educado, como si Charles Mingus se hubiese pasado al urbanismo. Drive se rinde a la electrónica ochentera, con sintetizadores melancólicos que parecen salidos de un club donde ya no queda nadie. El uso del sonido en ambas películas no es decorativo, sino expresivo. Se subraya lo que no se dice. En lugar de explicaciones, hay atmósferas. En lugar de diálogos, motores. Resulta curioso que ambos personajes estén marcados por la renuncia. Bullitt vive solo, no parece necesitar compañía, y su única relación estable es con su coche. El conductor de Drive tiene una oportunidad de amar, pero sabe que está condenado. Al final, se despide con una nota de esperanza, aunque sea una esperanza sin retorno. En el fondo, los dos están destinados a desaparecer tras el parabrisas.
Si Bullitt fue la película que enseñó a los coches a hablar sin hablar, Drive fue la que los convirtió en poesía muda. En un mundo donde cada escena tiende al exceso, ambas se sostienen sobre el silencio, sobre la precisión, sobre ese gesto casi samurái de hacer lo correcto sin esperar recompensa. Uno arregla el sistema. El otro, al menos, repara depósitos de gasolina. Ambos, en definitiva, conducen con la dignidad de quien sabe que el verdadero trayecto es interior. Y que a veces, al final del camino, lo único que queda es el ruido de un motor alejándose por la autopista, sin decir adiós.