
Escribir, ese noble arte de sentarse frente a una página en blanco y llenarla de cosas que uno supone que nadie ha dicho antes. Claro que sí. Porque lo que tú tienes que contar no se parece en nada a lo que millones de personas han escrito desde que a alguien se le ocurrió juntar signos para expresar lo inefable. Y sin embargo, cada semana, un escritor (o aspirante a ello) cae en la trampa del reciclaje inconsciente. O consciente, que a veces se nota. Mucho.
La idea romántica del genio aislado, del autor tocado por la gracia de la musa, sigue vendiendo. Pero seamos serios: en un mundo donde ya se han escrito más novelas de las que caben en Amazon, donde la IA amenaza con producir relatos más originales que los nuestros con solo pulsar una tecla, ¿de verdad no te vendría mal comprobar si ese giro narrativo tan brillante no lo firmó Cortázar hace cincuenta años? Pregunto.
Aquí entra en escena el humilde, el menospreciado, el eterno olvidado: el comprobador de plagio. Una herramienta que muchos escritores miran con el mismo entusiasmo con el que uno mira un anuncio de seguros. Porque claro, usarlo sería como admitir que uno duda de su originalidad. ¡Horror! Pero resulta que sí, que uno debería dudar. Al menos un poquito. No porque hayas copiado adrede (aunque puede), sino porque el cerebro humano es especialista en guardar frases, ideas o estructuras como quien colecciona cromos repetidos y, sin darte cuenta, los sueltas como tuyos en el capítulo cuatro.
El plagio accidental es como el ajo en la comida: basta un diente para que todo huela a lo mismo. Y no hablemos del plagio a secas, el descarado. El que toma prestado párrafos enteros con la fe ciega de quien cree que nadie lee ya libros anteriores a 2015. Spoiler: sí se leen. Y hay gente con memoria, y con tiempo, y con pantallazos.
Pero claro, vivimos en la era de la autopublicación, donde cualquiera con una cuenta bancaria y una tarde libre puede convertirse en autor. Nada en contra. Pero que alguien tenga el poder de publicar un libro sin pasar por una editorial (o por un editor, o por un corrector, o por un lector mínimamente atento) es también el motivo por el que el comprobador de plagio debería ser obligatorio. No como sugerencia amable, sino como gesto higiénico. Como lavarse las manos antes de cocinar para otros. No lo haces por ti, lo haces por el que se lo va a comer.
Y sí, hay quien cree que un buen estilo es suficiente para camuflar el origen ajeno de las ideas. Que si lo embadurnas de voz propia, ya no cuenta. Y así es como tenemos textos que suenan a Pessoa pero con emojis. O a Borges con notas a pie de página irónicas. El camuflaje, queridos, no siempre es elegante. A veces es torpe, chillón y ridículamente fácil de detectar.
El comprobador de plagio no te va a quitar la inspiración. No te va a decir que dejes de escribir. Solo va a poner una linterna sobre lo que quizá ya estaba escrito y te va a dar la oportunidad de corregir, de citar, de reformular o, simplemente, de aceptar que esa frase genial no era tan tuya como pensabas. Es un gesto de humildad. Una pausa. Una vacuna contra el ridículo.
Porque si algo da verdadero miedo no es plagiar. Es que te pillen. Y no te van a pillar por robar una idea brillante (todos lo hacemos de vez en cuando), sino por hacerlo mal. Por no disimular. Por repetir con las mismas palabras. Por firmar algo que huele a rancio de otro. No hay nada más triste que ver a alguien defendiendo una novela como propia cuando cualquiera con acceso a Google puede desmontar el castillo de naipes en 30 segundos.
Así que, si estás escribiendo un libro, un cuento, un artículo, un post, una nota de despedida a tu (próxima) expareja o el manifiesto de una secta literaria: pásalo por un comprobador de plagio. No cuesta nada. Bueno, cuesta reconocer que quizá no eres tan único como pensabas. Pero eso ya lo sospechabas tú también.
Lo verdaderamente original hoy es ser honesto. Y citar. Y usar herramientas que eviten que el texto que tanto te ha costado parir acabe en la papelera de los memes por un malentendido… o por un entendido con ganas de cazar despistes. Usa el comprobador. Agradéceselo luego. O no, que para eso no tiene ego. Pero úsalo.