En verso

Registro de mínimos, de Juan Alcaide. Poética de la mesura

Decía Heidegger que no nacemos, sino que nos nacen. También un libro puede hacer nacer a un poeta. Con Registro de mínimos (Númenor, Cuadernos de poesía, 2024) se aumenta la nómina de los bien hallados en Sevilla, tierra fecunda para la gracia del verso. Ha nacido para la poesía Juan Alcaide, si bien fue concebido en la Estancia del aire, su primer poemario. Se reconoce ahora el tono de aquellos primeros versos, en la mesura de la mirada con que contempla el mundo. Armonía, serenidad y plenitud son cifras capaces de encerrar el universo poético de Juan Alcaide. En él, como dice Lutgardo García en el prólogo que tan bien lo acompaña, hay verdad: el poeta está en sus versos, quien hace del poema morada del ser. Su voz de poeta resuena en voz baja, que es el tono necesario para una poesía meditativa y reflexiva, para poder contarle al lector al oído y a solas, de tú a tú, la belleza eterna de un instante que queda resonando como un tremendo, fascinante y misterioso rastro de amor.

Como una declaración de intenciones, el libro se abre (“Réplicas”) y se cierra (“Un mínimo temblor”) con una propuesta metapoética de raíces becquerianas, basada en la diferencia entre la plenitud de la poesía (la emoción vivida) y el pobre balbuceo, siempre insuficiente, del poema (la materialización lingüística de la experiencia); también en la necesidad de regresar a la memoria para evocar o recrear la experiencia vivida, como en “Buenos días”, “Madrugada, año veintiuno” o “Laberinto”. El poema “La escala” puede leerse, a partir de la cita de los versos iniciales de la rima I de Bécquer, como la definición de la poesía como ese registro de mínimos, de lo cotidiano, de lo aparentemente menudo o rutinario, pero que encierra en sí toda la esencia de lo importante de la vida. La intertextualidad con esta rima de Bécquer está también muy presente en «Restos» («Yo quisiera escribir un poema / parecido a una iglesia románica»); cada verso, en su sencillez, expresan la belleza franciscana de lo natural y el prodigio de que parezca fácil lo que, en realidad, es lo más difícil en poesía: escribir sin artificios, sin fuegos artificiales, sin altisonantes ni engalanadas palabras recargadas. Escribe el poeta sin pretensiones porque entiende que la verdadera aventura es el milagro de cada día, la acción mínima y pequeña que nos envuelve, como la del increíble hombre menguante, que encontró su heroicidad en lo minúsculo. La lectura detenida del libro ofrece la sabia lección de Antonio Machado sobre el alto valor de ser hombre. Registro de mínimos es un humanismo de lo humilde, una exégesis de lo cotidiano, una oda a las circunstancias que nos localiza en un concreto aquí y ahora.

Ahora bien, ningún otro verso recoge más intensa y, al mismo tiempo, brevemente la poética becqueriana sobre la que se sustenta la suya propia que en «Misterio», donde la tríada emoción-memoria-escritura es expresada mediante el mito del ave fénix: «y el verso solo nace / de la memoria de un incendio». La fama es otro fuego fatuo que, mudable y pasajera, sólo asegura el resplandor fugaz del aplauso. Su hacer de poeta es un hacer callado y en soledad, como el de aquel que se encierra con pocos, pero doctos libros; y el resultado es el poema-susurro, aunque el origen de la palabra poética sea un himno gigante.

La cita inicial de Blake (Hold Infinity in the palm of your hand / And Eternity in an hour) funciona también como deíctico; apela a la necesidad de recuperar la vibración de la vivido, de indagar en la verdad del instante, sede de la eternidad. En toda la poesía de Juan Alcaide hay un acercamiento a la cotidianeidad —su nota más distintiva— y la afirmación humilde de ser una mota de polvo de estrella («Gravedad») en la extensión inabarcable de las coordenadas espacio-temporales. Sin embargo, el poeta sabe que sólo en el aquí y en el ahora es donde late la vida auténtica, que es la vida compartida junto a los seres que ama y por los que es amado: «Corto se le hace el día al que es amado», reformulando al citado Claudio Rodríguez. Si somos un Dasein de tiempo, lo somos en tanto que Mitsein. Este poemario nos habla de lo cercano, de lo que nos cerca, de los que nos rodean, del límite fronterizo entra las negras bilis de la melancolía del ayer y el interrogante mayúsculo del mañana, del deseo y de la esperanza. Como en la Ética Eudemia de Aristóteles, la vida la debemos pasar con nuestros amigos («Agosto en la casa del poeta», «La misma flor») y familiares («Buenos días»), para com-partir (partir-con), para dar la mitad de nuestra vida al otro, a los otros, para que media vida sea suya. Un gesto mínimo, un roce, una caricia, el beso y el abrazo filial que materializa, a través de la memoria, el paso del tiempo. El hijo crece, el tiempo pasa y una verdad se impone. Mientras, mientras es el adverbio en el que hace hogar el poeta, en ese mientras que es la vida, que es donde habita la palabra que celebra el don de la existencia, a la luz que ilumina el altar sagrado del escritorio, donde se consagra a los clásicos, a los que, por su innovación, aún perduran en nuestra memoria. El poeta es lo que lee.

La vida es celebrada como un don. Amor, religión y poesía, o, de otro modo —como explicaba Leopoldo de Luis— «Unamuno, o la religión hecha poesía. Juan Ramón Jiménez, o la poesía hecha religión. Antonio Machado, o el Dios que se sueña». Bécquer fue, de nuevo, un referente fundamental para la modernidad de la poesía en español, tanto en verso como en la prosa metaliteraria de sus Cartas.

Vayan a buscar a Juan Alcaide a los versos de Manrique, de Bécquer, de Antonio Machado y de Juan Ramón Jiménez… y lo encontrarán en todos estos esperanzados en el consuelo de la memoria. Lo mejor de la poesía española forman los pilares de esta obra. Habrá quien eche de menos en la citada nómina el buen decir de Garcilaso o la mística sanjuanista. Pero uno y otro también son parte de esta particular patrística de magisterios. El análisis métrico de los versos es buena prueba de que se instala en el ritmo culto endecasilábico, heredado de la influencia italianizante en Garcilaso, y la continua apelación al misterio, al milagro y al deseo de dar fe de la bondad divina esparcida por la belleza tangible del mundo, que son testimonios de la perfección del carmelita, actualizado por la cultura posmoderna en la sosegada e inspiradora canción de Leonard Cohen «If it be your will» sobre la que se construye el poema «Si es tu voluntad», que, a su vez, recupera el hágase en mí tu voluntad de la sierva bíblica (Lucas 1: 38).

Si la rima I es fundamental en la poética de Juan Alcaide, «A un olmo seco» y la imagen del limonero machadianos son determinantes para esa lectura paralela, a la luz de otros textos, que puede hacerse, como en «José (El tito Pepe)» o en «Eternidad en el árbol». En ellos, el poeta quiere dejar constancia del renacer a la vida desde lo muerto, como la gracia del «brote verdecido», quiere anotar o registrar —como Machado en su cartera— que «un tallo ha dado al aire y a la luz» un nuevo brote, un renacer desde el tronco carcomido y polvoriente del alma de Leonor, desde el limonero del jardín desde el que se otea el espectáculo único de toda su tierra o desde la casa de campo cordobesa de verdes y dorados olivos.

Tiene la rutina sus signos y el poeta los va descifrando. Es intérprete de una realidad que frecuentemente se muestra en estos versos oculta tras un velo, atravesado por la mirada de ese descifrador de lo misterioso, de la otra cara de lo percibido por los sentidos. Así, la niebla, la bruma, el cendal, el alba y el ocaso, la distancia tomada en o después de la fiesta, el destino desconocido del pájaro… son símbolos al que dirige la mirada el poeta para llamar la atención del lector. Lo revelado puede ser una realidad que está ahí, a la vista de todos, pero que no todos podemos nombrar. Quizás el poeta lo sea sólo por este don: poeta, dador de nombres. Uno de los símbolos fundamentales del libro es el velo, la gasa, las sombras, la tela o tejido que envuelve lo aparentemente ofrecido en su inmediatez. Platónicamente, lo percibido por los sentidos encierra un secreto; el poeta trata de que la trama de la vida se muestre desnuda, sin embozos, sin sombras, a la luz. También la tela tejida o hilvanada es símbolo —siguiendo a Juan Eduardo Cirlot— de creación: del hogar («Corto es el día»), de la obra en marcha («Aprende a silbar (o la alegría de servir)») o de la aventura de vivir («Variaciones sobre la niebla»).

Del mismo modo que el escritor Jesús Carrasco recupera en sus novelas la fuerza de lo rural y destaca por la precisión del léxico, la poesía de Juan Alcaide se ata igualmente a lo telúrico y a ese lenguaje que el idioma español va olvidando por la imposición de la ciudad y el menosprecio del campo, como sucede con los nombres de los pájaros (el verdón, el sinsonte, el carbonero), el pegujal, la acequia, el castillero, el tajamar, la aceña, la mancera o el dibujo en forma de ataurique que traza el aire sobre el lienzo de la era. Establece un diálogo con la naturaleza, desde el respeto y el cuidado, desde la observación de la constante transformación (panta rei) de cuanto es, por la que somos una herencia y una huella, un rastro de presencia indeleble en la existencia, una declaración de fe y de esperanza. También de amor: «Tú y yo solos, ahora como siempre, / seguimos apagando / las últimas estrellas de la noche». Porque se da la paradoja de que sólo vive en la memoria lo que amas. Con Walt Withman y las «hojas secas de hierba» («El carbonero»), la naturaleza es testigo del paso del tiempo, donde con asombro el hombre deja constancia del acontecimiento cotidiano, de la esencia misma de su ser sobre la tierra, como muestra el deseo de comprender el modo de comportarse el carbonero, de hacerse uno con él. Devolver hecho palabra una mínima parte de lo vivido —estamos ante un registro de mínimos— es la «deuda original», expresar la transparencia de un sutil destello donde lo sagrado deja su huella en la fina piel del presente.

La poesía de Juan Alcaide se instala, pues, en la realidad más inmediata, la que escruta con afán de ornitólogo o de jardinero que sabe del injerto del limonero, del brotar tardío del jazmín o del temblor de la vara con la primera escarcha del otoño. En «El verdón», el poeta se eleva por encima de la inmediatez obligada de las circunstancias para ir a apuntar la gracia del verdón. Es un rasgo característico de su poética: la mirada se posa, fija la belleza de lo efímero, frágil y frugal, y, como el leve pájaro en la rama, se va, elevando la palabra a la altura de la abstracción. Y lo hace todo con la naturalidad con que se mueve el pajarillo. ¿A dónde va el vuelo de su imaginación? Al mundo de los sueños, porque soñar aquí es sentir la fragilidad del temblor de la rama y la ascensión del ser hacia la luz, aunque, como Ícaro, se derritan las alas. Es hermoso ver cómo se ilumina el espacio por donde se desliza su mirada. Como el Eneas de Virgilio cuando desciendo a los infiernos, como el farol de Dante, esa luz es la palabra poética de Juan Alcaide, la que permite la entrada al territorio mágico de la poesía, la que alumbrará tu corazón, lector, del mismo modo que alumbró el suyo cuando escribía esos versos. El pájaro, juanramonianamente, es el poeta que canta y que, con su huida, se lleva consigo «la luz de media tarde».

A veces, el poeta contempla el mundo con la sorpresa del que lo hace como si fuera la primera vez. Pero esa vida que brota de la tierra —el poeta no se engaña— vuelve «a la tierra que todo lo recibe» («Gravedad»), en ese nacimiento último que es el vientre de la Madre Tierra. Se trata de una recreación de las palabras del Génesis (polvo eres y en polvo te convertirás) y de la famosa alegoría manriqueña del río de la vida y el mar de la muerte. Ya Jenófanes de Colofón, entre los presocráticos, atribuyó al agua y a la tierra el privilegio de ser los componentes esenciales de todas las cosas, como si la carne y los huesos fueran la sólida materia, y la sangre, el líquido elemento. La circularidad del tiempo es reflejada en el poema «Laberinto»: como en Kierkegaard, estamos condenados al sucederse ininterrumpido de las generaciones en un continuo empezar de nuevo por parte de la especie. Cedemos a nuestros hijos el legado de nuestra generación y el saber de las pasadas, además de la herencia de la muerte. «Laberinto», uno de los poemas más acabados del libro, sume al ser en la encrucijada del tiempo y en la condena de ser Ícaros sin alas en las fauces del Minotauro.

Registro de mínimos es una poesía sensitiva, sensual y, particularmente, visual. La realidad, lector, está ahí, ante tus ojos, y a veces, obstinados en no verla, la ocultamos con falsas pretensiones, con temor y temblor por ser imponente. Pero lo cierto es que la realidad está, sin más, ahí delante y nosotros —nos invita Juan Alcaide Rubio— tenemos que salir a buscarla, aunque esté al alcance de la mano, para reencontrarnos con lo fundamental humano:

No olvides los acentos de la vida,
con un endecasílabo te basta:
el pan, la sal, la luz y el mar, Amor.

 

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