Si alguna vez usted se preguntó qué hace un escritor cuando no escribe y por qué a veces se le quitan las ganas de escribir, No hemos venido a divertirnos es su libro. Y también un pasaje secreto a las cloacas de la cultura… Egolandia, el país de los escritores. Un lugar de críticos que cacarean como gallinas, festivales literarios donde hay más marcha que en un club de intercambio de parejas, viejas glorias que se resisten a dejar de serlo y modas que han convertido la industria literaria en una suerte de Segunda Inquisición a la caza de señoros. O de cualquiera, digámoslo así, que no repita como un loro el discurso dominante y no tenga el poder suficiente para ser un fachote cool al que le resbala todo. James Ellroy, por ejemplo.
Knut no es Ellroy sino un escritor cincuentón que hace unos veinte años dio el campanazo con una novela y no ha vuelto a escribir nada que lo supere. Es decir, Knut está atrapado por su obra y en su propio pellejo, que cuelga y huele a vejez. Lleva siete años de sequía creativa y bebe como un cosaco. Su nevera es el Polo Norte pero sin pingüinos, y lo mismo podría decirse de su vida sexual y afectiva. ¿Se puede ser más desgraciado? Sí, se puede. Podría aparecer en una novela convertido en un viejo verde. Y, total, por qué, ¿por tocarle el culo a una joven escritora en una fiesta? ¡Pero si fue ella quien le entró primero! Para colmo de sus males, a Knut Pettersen, autor de «El Famoso Libro», le acaban de invitar a un prestigioso festival literario, pero solo porque el cabeza de cartel ha fallado, y tiene que compartir coloquio con el marido de su ex y con… la «zorra estúpida, vaga y egocéntrica» que escribió ese maldito libro que lo deja como un abusador. Y, efectivamente, la va a liar.
Esta es la premisa de No hemos venido a divertirnos, una sátira valiente sobre el mundo cultural escrita por la noruega Nina Lykke, que ya en sus anteriores novelas Estado de malestar (Premio Brage, 2020) y No y mil veces no (2022) disparaba su ironía y mordacidad contra el supuesto paraíso de los países nórdicos y sus clases medias. Sin embargo, aunque cargada de grandes temas con los que cualquier escritor no oportunista podrá estar de acuerdo, la historia que nos propone se me hace polémica más allá de sus intenciones. Principalmente, porque Knut Pettersen cae bastante mal. ¿Y qué?, preguntará. ¿Quién ha dicho que haya que empatizar con un personaje? Para el carro, Joe. Me refiero a que la idea de que Knut es lo que vulgarmente se conoce como un pollavieja está tan asentada desde el comienzo, a través de su autocompasión y las excusas cíclicas que se da para no verse a sí mismo como un carcamal obsesionado con el sexo, que cuando observa «Egolandia» y su feminismo e inclusión con código de barras no dejamos de tener presente que estamos dentro de la cabeza de un señoro.
Pero no un señoro a la manera de los personajes de Philip Roth y su mancha humana, con la que, en mi opinión, esta novela hace bisagra. Al contrario que ocurre con Roth, la prosa está tan despojada de estilo que aunque leamos los pensamientos de Knut no escuchamos su voz. ¡Oh, y eso es tan importante! La diferencia entre quedar a tomar un café con un neurótico obsesionado con la muerte y supuesto asaltacunas como Woody Allen, con sus aspavientos, su aceleración y la forma en que ironiza acerca de todo, y un señor gris con una americana arrugada que lleva un cruasán de chocolate del desayuno en el bolsillo y se echa las manos a la cabeza cada vez que ve un escote.
Tampoco ayuda que su obsesión durante los últimos cuatro meses, la llamada «Escritora de la Realidad», apenas nos sea descrita en el libro como una manipuladora oportunista que hace pasar por fantasías en sus novelas las aventuras extraconyugales que tiene en la vida real. Excepto con Knut, que puede ser un «tocaculos» pero no un violador, que quede claro. Al no salir nunca de la cabeza del escritor, cosa que sí hace Roth en La mancha humana, incluso las críticas más pertinentes sobre las cloacas de la cultura obran el efecto contrario y parecen una paja mental.
No obstante, también hay grandes momentos. Como la escena en la que Knut se enfrenta a la profesora y las estudiantes de un instituto donde ha ido a dar una charla y que quieren hacer un trabajo sobre «El Famoso Libro» sin tan siquiera leerlo. ¿Hola? Aquí todo el mundo escribe, pero no lee nadie. O cuando lo acusan de apropiación cultural por escribir una novela basada en la historia «real» del amante gay y pakistaní de su vecino, casado con una prima y padre de tres hijas, y una no puede evitar preguntarse: ¿Por qué la misma gente que afea a otros que escriban sobre culturas que no son la suya suele escribir sobre clases sociales a las que no pertenece? ¿No es eso apropiación de clase, queridas Torquemadas? O lo pesada que se ha vuelto la autoficción como género más real que la propia realidad cuando, como nos recuerda Stephen King, «la ficción es la verdad dentro de la mentira».
Así que si usted quiere saber qué hacen los escritores cuando no escriben, lo mejor que puede hacer es leerlos. Empiece por No hemos venido a divertirnos, una mentira tan real que cuando vea a su autor favorito, en vez de hacerse una foto con él, le regalará un blíster de diazepam.
NO HEMOS VENIDO A DIVERTIRNOS Nina Lykke Traducción de Ana Flecha Marco GATOPARDO (Barcelona, 2024) 256 páginas 20,95 € |