A lo largo de los años 30 del pasado siglo, los denominados «años del mal», no pocas voces dentro del judaísmo insistieron en su oposición al sionismo nacionalista, forjado, conviene no olvidarlo, al calor y en los moldes del nacionalismo europeo. Objetaron que detentar un Estado propio no era la solución al antisemitismo y que la forma de gobierno del Estado nación tampoco estaba libre de patologías, como ya se estaba poniendo en evidencia en Alemania y en Italia. Estas voces, entre las cuales encontramos, por ejemplo, la de Joseph Roth, abogaban por una posición cosmopolita y diaspórica del judaísmo.
La historia ha demostrado, sin embargo, que una actitud cosmopolita y universalista requiere del compromiso de todas las partes. En la Europa de los años 30 este compromiso no se dio. En el momento de la verdad, es decir, cuando el nacionalsocialismo alemán llegó al poder y pasó de las palabras a la acción en 1933, apenas nadie, apenas ningún país, defendió al ciudadano europeo de origen judío.
La creación del moderno Estado de Israel (Tikun Israel) hunde sus raíces en una barbarie acaecida en Europa, de la que empezamos a guardar poca memoria. Este territorio político que hoy nos garantiza un preciado y privilegiado pasaporte, proporcionó entonces motivos y argumentos sobrados al sionismo nacionalista, principal fuerza política en la fundación de este Estado nación, pensado desde el principio como hogar para todos los judíos.
El término Tikun significa «reparación» o «restauración» y parte de un principio místico cuyo fin es la mejora o corrección del mundo. Sin embargo, basta recordar el atentado perpetrado en el Hotel King David en julio de 1946 para darse cuenta de que los arranques del Estado no están cubiertos de gloria.
Peter Sloterdijk, en conversación con Alain Finkielkraut (Los latidos del mundo), señalaba hace unos años en referencia a Israel que «la fundación de los Estados nunca es algo inocente, pero la ventaja de la que gozamos quienes pertenecemos a Estados asentados hace mucho tiempo reside en que nuestros crímenes fundacionales se remontan a una época de la que solo los historiadores conservan la memoria». En otras palabras, «la violencia fundadora la soportamos en el mito, no en los periódicos».
Desde mayo de 1948, el mundo entero ha seguido muy de cerca los pasos del único Estado judío del mundo y hogar también de minorías árabes musulmanas, cristianas drusas y samaritanas, principalmente. Llegado el siglo XXI, Israel se mostraba fuerte en la escena mundial, con incontestables triunfos en el campo militar y en la industria tecnológica. Disfrutaba de una saneada economía, un enorme potencial creativo, una envidiable libertad de expresión, y se jactaba de su posición liberal en temas de género y sexualidad. El país acababa de cumplir los setenta y cinco años y los conflictos con algunos vecinos parecían asumibles, a pesar de mantener y ampliar una ocupación implacable y un dominio indignante de los territorios palestinos desde 1967. Incluso parecían tener al alcance de la mano una paz mercantil duradera con países poderosos como los Emiratos Árabes, a través de los denominados Acuerdos de Abraham.
Sin embargo, en los meses previos a los atentados del 7 de octubre de 2023, las pantallas de las televisiones y de los aparatos tecnológicos de todo el mundo comenzaban a proyectar imágenes de manifestaciones multitudinarias, claramente contra el gobierno.
Durante años, el brillo de sus éxitos había actuado como una cortina de humo que cubría la deriva autoritaria que atravesaba Israel, pero la situación empezaba a ser límite: las patologías que asolan a las democracias (en Europa las tenemos de vuelta) estaban carcomiendo al joven Estado.
De esto va el nuevo libro recopilatorio de artículos políticos de David Grossman, El precio que pagamos. El título lo dice todo y nos apela a todos, sin importar raza, religión, etnia, género o nacionalidad. Si algo hay que agradecer a la cultura de tradición judía que este autor representa, es precisamente su espíritu crítico.
Grossman, por cierto, no ofrece un rayo de esperanza ni de optimismo. Al menos no en un futuro cercano. El 7 de octubre de 2023 surge como una fecha-estigma a partir de la cual ya nada será lo mismo, ni en Israel, ni en ningún otro lugar del planeta, pues el efecto mariposa que acompaña la terrible escalada de violencia en Oriente Próximo parece asegurado.
El modo en que seamos capaces de deshacer la enmarañada madeja entre demócratas será fundamental, incluso metafísico, como se desprende del primero de los artículos del libro, donde plantea la pregunta «¿quiénes seremos…?», consciente de una dualidad política desquiciante que se va imponiendo: ser al mismo tiempo Esparta y Atenas.
Los que hace cien años abogaban por una actitud cosmopolita, universalista y humanista probablemente pedirían hoy que no se tome más partido que el de la paz y que esta sea equilibrada, justa y duradera para todos: que cada pueblo tenga su hogar. Esta es la actitud del escritor israelí David Grossman, cuyos libros deben leerse por su altura moral y literaria.
EL PRECIO QUE PAGAMOS David Grossman Traducción de Ana María Bejarano DEBATE (Barcelona, 2024) 128 páginas 12,90 € |