Georgia O’Keeffee, The Blue Flower
-La historia del astronauta que sobrevivió comiendo copias de sí mismo es sobradamente conocida -dijo la pequeña esfera fluctuante que flotaba ante los ojos de Casandra-. Y, por otra parte, no tiene sino un vago interés psicológico, y solo para alguien que se interese por los caprichos de la voluble mente humana. Por favor, cuéntanos algo que no sepamos.
Tras una larga pausa y un hondo suspiro, la narradora contó una historia que se podría resumir así:
Mientras sus compañeros de naufragio creían enterrar a Alma en un planeta yermo, en realidad la estaban sembrando en suelo fértil.
Cuando, algunos años después, volvieron al remoto planeta, no encontraron la tumba. El árido desierto en el que habían inhumado el cuerpo de Alma -o lo que había quedado de él tras el terrible accidente que lo había carbonizado casi por completo- se había convertido en un bosque.
Enormes flores azules de anfractuosas corolas que se movían al unísono como girasoles; girasoles de irisados aquenios que seguían dócilmente los movimientos de los perplejos visitantes; suave hierba purpúrea que acariciaba sus piernas; esponjosos penachos mecidos por una brisa imperceptible que solo parecía afectarlos a ellos; esbeltos juncos vibrátiles…
Cuando el bosque comenzó a cantar, lo comprendieron. El bosque era Alma, literalmente resurgida de sus cenizas. Las flores que se orientaban hacia cada sonido para acogerlo en sus corolas eran los oídos de Alma; los penachos que acariciaban el aire eran su olfato; la hierba purpúrea, su tacto; los juncos vibrantes, sus cuerdas vocales; los girasoles eran ojos facetados…
Uno tras otro, al sentir acercarse la hora de la muerte, los compañeros de Alma fueron volviendo al planeta al que ella había dado nombre. Se tumbaban en la suave hierba purpúrea y dejaban que poco a poco la tierra, en un tránsito imperceptible, absorbiera sus cuerpos y sus mentes.
-¿Y qué más? -preguntó la esfera fluctuante cuando Casandra terminó su relato.
-No hay más -contestó la narradora-. La historia que a mí me contaron hace mucho tiempo termina así.
-¿Quién te la contó?
-Un anciano astronauta que me dijo que era nieto de uno de los compañeros de Alma.
-¿Y tú lo creíste?
-Sí. Tengo una especial sensibilidad para detectar a los charlatanes y a los embaucadores, así como para distinguir las voces de los ecos, y estoy segura de que aquel anciano sabía lo que decía y decía la verdad.
-Puede que no mintiera; pero eso no significa que dijera la verdad.
-No entiendo…
-Conocemos esa asombrosa historia. Y tenemos poderosas razones para creer que alguien la inventó con el propósito de encubrir una realidad aún más asombrosa. Y mucho más inquietante. Y además de inventar la historia, manipuló a algunas personas para que creyeran que era cierta y la difundieran.
-Sigo sin entender nada.
-Digamos que en algún lugar de la galaxia hay un planeta similar a Alma, pero que la semilla de la que surgió su bosque consciente no fue un cuerpo humano.
Qué imagen tan bella e impactante la de un bosque engendrado a partir de los cuerpos y las mentes de diversos seres.
Por lo que parece, Casandra no solo es capaz de contar buenas historias, sino que posee la habilidad de obtener información sin preguntar por ella explícitamente. Ya veremos si la esfera fluctuante se anima a proporcionar más detalles.
Dudo mucho de que a los Veladores se les escape una palabra más de lo que desean decir. Pero habrá que intentarlo…
La ausencia es dolorosa, si no fuera que hay rastros como las del a b c dar io nos secaríamos por falta de memoria. Lindas imágenes, Carlo.
Y a veces es el exceso de memoria el que nos estanca. Lindas imágenes, sí, y a veces terribles.