El sol proyectaba una luz viscosa sobre la ventana de la cocina, y mientras me preparaba una taza de café, pensé en el cuerpo humano como una prisión. Una farsa biológica hecha de tejidos que se desgastan, huesos que crujen y una mente que nunca deja de dudar. Pero el cuerpo es también un campo de batalla: luchamos contra la enfermedad, contra el dolor, contra ese dios mezquino que llamamos envejecimiento. Entonces, como quien descifra el chiste en una broma privada, un amigo me habló del CBD.
«Te va a ayudar», dijo. Su tono no era de recomendación, sino de un evangelio de la época moderna. «CBD». Tres letras anodinas que, en otro tiempo, habrían significado un suburbio anodino, una agencia gubernamental. Pero en este caso, el CBD era un resguardo para el dolor, la ansiedad, el insomnio. El tipo hablaba como si hubiese encontrado la píldora de la redención.
Al principio, no le creí. Desde niño, había sido escéptico de las promesas de alivio inmediato. La medicina de mi juventud había consistido en jarabes pegajosos y píldoras que sabían a tiza; remedios que nunca parecían abordar el mal de fondo. Pero el CBD no llegó como una medicina, sino como una insinuación: una sustancia derivada del cannabis, libre de los vicios del THC, pero dotada de la capacidad de manipular nuestro sistema endocannabinoide. Es decir, el complejo entramado que regula el sueño, el dolor, el apetito, el humor. Una promesa de equilibrio en un mundo tan desequilibrado como un hombre corriendo con un zapato roto.
La primera vez que lo probé, fue con una gota bajo la lengua. El líquido era insípido, pero cargado de expectativa. No buscaba un milagro, porque a estas alturas de la vida, ya había renunciado a ellos. Lo que esperaba era algo más modesto: un alivio, aunque fuera temporal, de las contracturas que se alojaban en mi cuello como inquilinos impagables. Lo que obtuve, sin embargo, fue algo más sutil. Una calma que no era eufórica, sino profundamente familiar, como si mi cuerpo recordara un estado natural al que había olvidado cómo regresar.
Lo curioso del CBD no es solo cómo actúa, sino cómo nos hace pensar en el dolor. Durante años, me había convencido de que el sufrimiento era una parte inevitable de la existencia. Una especie de prenda que uno lleva con orgullo, como una cicatriz que demuestra que has vivido. Pero el CBD no combate el dolor con violencia, como un analgésico que aplasta la señal nerviosa; más bien, negocia con él. Le dice al cerebro que todo está bien, que no hay necesidad de encender tantas alarmas. Es, en este sentido, un diplomático en un mundo lleno de guerreros farmacéuticos.
Por supuesto, no todos los beneficios son físicos. En una época donde la ansiedad es la plaga de nuestra generación, el CBD ofrece un escape que no te deja borracho, ni apático, ni atrapado en el resacón emocional de los tranquilizantes tradicionales. Para alguien como yo, que ha pasado noches enteras mirando al techo, repasando errores y haciendo inventarios mentales de arrepentimientos, la idea de una noche de sueño ininterrumpido era un lujo inconcebible. Pero esa primera noche con el CBD fue diferente. Me dormí sin el peso de mis propios pensamientos, como si alguien hubiese desenchufado la fuente de mi insomnio.
Por supuesto, hay quienes lo desprecian. Los puristas de la medicina, que ven en el CBD una moda pasajera o un negocio disfrazado de ciencia. Ellos citan estudios inconclusos, advertencias sobre la falta de regulación, la ausencia de pruebas definitivas. Y, sí, tienen razón. En el panorama médico, el CBD sigue siendo un adolescente que aún no ha demostrado su valía. Pero lo que esos críticos no entienden es que, para quienes vivimos con dolor crónico o ansiedad, no siempre se trata de buscar una cura. A veces, solo queremos una tregua.
El uso del CBD me ha enseñado algo sobre la fragilidad de nuestras certezas. Lo que antes habría descartado como pseudociencia ahora forma parte de mi rutina diaria. El frasquito en mi mesita de noche no es un ídolo, ni un sustituto de la fe, sino una herramienta. Una herramienta que me recuerda que el bienestar no es un lujo, sino una necesidad básica. Y que, en un mundo donde cada solución parece venir con un precio oculto, el CBD ofrece algo extraordinario: una paz que no tiene factura emocional.
Mientras escribo esto, con las manos libres de la rigidez que las atenazaba hace semanas, pienso en los miles de hombres y mujeres que viven atrapados en sus propios cuerpos. No les diré que el CBD sea una panacea. No lo es. Pero tal vez, solo tal vez, sea el compañero que necesitamos en esta batalla interminable contra la imperfección de ser humanos. Y, si eso no es suficiente para merecer nuestra atención, entonces, ¿qué lo es?